Moreno, bajito y con aire risueño y franco, Tolosa desentonaba en el patio del exclusivo colegio al que íbamos. Tenía una novia que hacía equitación y solía invitarlo a almorzar en el Jockey ya que su papi era socio. También tenía una barra incondicional que se movía en el Mercedes del único que tenía registro y acostumbraban salir de ronda por los pubs y boliches del Bajo de San Isidro.
En el curso admirábamos su brillantez para las Matemáticas, pero por sobre todo, su habilidad para caerle bien a la gente. Sabía convertirse en el centro de cualquier reunión con sus chistes, sus comentarios ingeniosos o sus historias entretenidas. Daba lo mismo si era un té en la casa de la abuela de alguna de las chicas, o un partido en el CASI, él siempre parecía estar en su elemento y su don de gentes nos hacía ver a todos torpes e infantiles.
Lo que nos extrañaba es que nadie sabía nada sobre la familia de Tolosa. Ninguno de nosotros había visitado su casa ni siquiera para merendar o completar un trabajo práctico. Pero tampoco sus padres habían participado de un acto o una reunión escolar y no se le conocían amigos fuera de la escuela. Nadie tenía la más remota idea siquiera de dónde vivía nuestro compañero. El único dato es que lo veían llegar caminando, bien temprano, del lado de la estación San Isidro.
Ante la falta de información, en el aula corrían las historias más extraordinarias sobre Tolosa. Algunos decína que era huérfano y vivía prácticamente solo en una mansión con cientos de sirvientes, lo que le daba un aura romántica que enternecía a las chicas.Otros aseguraban que sus padres vivían en uno de los palacetes del Bajo de Martínez pero lo mandaban caminando para enseñarle el valor del sacrificio. Los más imaginativos habían gestado una versión estrafalaria en la que los papás eran prófugos de la justicia y huían por el mundo de ciudad en ciudad mientras el chico se educaba con la promesa de encontrarse algún día en alguna capital europea.
Cualquiera fuese su historia familiar, Tolosa no parecía cargar con grandes problemas. Tenía un caracter alegre y despreocupado que lo hacía popular. Usaba las zapatillas y los jeans de moda, pero sabía llevarlos con el aplomo de la naturalidad. Y estaba aquello de que parecía sentirse cómo en todas partes, por eso todos los chicos del curso queríamos que estuviese en nuestro cumpleaños o reuniones. Era garantía de éxito.
Cierto que estaba la incógnita sobre su familia, pero ¿quién no tenía su cruz en ese sentido? Había que ver a mis padres peleándose a los codazos por ubicar a sus novios e hijastros en el espacio que les destinaban por ser papás del abanderado en los actos escolares. A Perez Ugidos no le iba mejor, sus viejos estaban de viaje y todo lo que tenía para mostrar era una postal y alguna encomienda que le llegaba de cualquier parte del mundo.
Cuando empezamos tercer año prácticamente toda la escuela estaba dispuesta a jurar que el encanto de Tolosa era infalible. Alcanzaba a las chicas de otros cursos que deliraban por él, a nuestros padres y hermanos, a los mismos profesores e incluso al padre rector que se dejaba conquistar por sus modales francos en los días en que nos daba clases de Catequesis. Pero el doctor Fuentes fue inmune a la fascinación que producía nuestro compañero.
Hubiese jurado que se trataba de una cuestión de clase. Santiago Fuentes, doctor en Leyes de la Universidad de no se qué y Máster de vaya a saber dónde se fijó en Tolosa ni bien entró al aula para empezar el curso de Educación Cívica. Cuando nos presentamos indagó hasta el hartazgo en la vida de nuestro compañero y sólo consiguió respuestas vagas. Pero la cosa se puso peor, porque durante las clases inició una persecusión sistemática y cualquier comentario de nuestro amigo era motivo de una respuesta irónica o una burla lisa y llana que solía hacernos estallar en carcajadas.
Lejos de cautivarlo, a Fuentes parecía molestarle el modo de ser de Tolosa. Detestaba su desfachatez y era capaz de tenerlo parado toda la hora preguntándole hasta los menores detalles del preámbulo de la Constitución Nacional o algún artículo sobre los poderes del Estado. No importa lo que dijese, siempre estaba mal. Y a las pocas semanas nuestro amigo se cansó y se tiró a chanta. Dedicó las clases a jugar al Tetris en el celular y transformó su cuaderno en una graciosa colección de caricaturas de Fuentes.
La enemistad duró todo el año y se consolidó cuando Tolosa por primera vez tuvo que recuperar una materia en diciembre. Le fue rotundamente mal y sin ganas y mal preparado volvió en marzo. Lógicamente no aprobó y marchó a su casa con una nota del cura rector para sus padres. Era el día de la recepción a los alumnos de primer año, pero éramos muchos los chicos de otros cursos que andábamos por ahí, preocupándonos por la suerte de los compañeros que daban materias.
Entonces llegó el padre de Tolosa. Traía un overol marrón y alguien recordó que lo había visto lustrando los bronces de un eficio de la Avenida Libertador. Venía con el rostro encendido y los puños apretados. Pidió ver al padre rector exhibiendo la nota que había llevado el chico como si fuese una afrenta. Aunque el cura cerró cuidadosamente la puerta, todos en el patio pudimos escuchar los lamentos del hombre porque con el aplazo en Cívica su hijo perdía la posibilidad de mantener la beca y con ella la oportunidad de estudiar y quizás hacer una carrera universitaria. "¡Padre, Usted tiene que darle otra oportunidad! ¡El no puede ser portero, como yo!", lloraba el hombre con gritos que se oían en todo el patio.
El cura se dejó conmover, más por la conducta intachable de Tolosa que por los ruegos de su padre y nuestro amigo tuvo otra oportunidad a fines de marzo. Pero la mesa estuvo presidida por la profesora Rípodas, casi una madraza para todos nosotros, quien lo aprobó con 9 y le estampó un beso en la frente. Nunca le hablamos sobre lo que pasó aquel día pero desde entonces Tolosa se esforzó más que nunca y en quinto llevó la bandera todo el año. ¡Había que ver la alegría de su padre, aplaudiendo, con su overol marrón, en la butaca de la primera fila!
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