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martes, 4 de septiembre de 2012

LA ESTUPIDEZ HUMANA, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

A mí sólo me faltarán fieles donde no haya hombres.
Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura.

Cuando yo era un joven imberbe e inexperto, cuando tenía alrededor de trece o catorce años de edad, tuve la suerte de tener un buen profesor de lengua y literatura. Entonces, en los institutos, estábamos separados por sexos: las chicas estudiaban en un edificio, y los chicos en otro distinto. Pese a ello compartíamos el mismo patio, el recreo, y a la misma hora. Era ese el momento propicio para intentar aproximarnos a las chicas, y para hacer todo tipo de tonterías. La cruel adolescencia. A veces el profesor de lengua y literatura nos observaba. Y cuando llegábamos al aula, después del patio, siempre, invariablemente, nos decía lo mismo:
-No hay animal más estúpido que el hombre cuando se pone delante de una mujer.
Algunos éramos conscientes de ello, y aun así nos costaba mucho, en la hora de asueto, tener un comportamiento más o menos adecuado o sensato. Todo cambió cuando, años después, en  la misma aula convivíamos chicos y chicas. Bien sea porque las relaciones entre hombre y mujer se fueron normalizando, o porque nos hacíamos mayores, y un poco más sensatos, muchas de aquellas estupideces fueron desapareciendo de nuestras vidas. El profesor de lengua y literatura, además, se jubiló. A los pocos años me olvidé de él y de su famosa frase, que tanto le gustaba repetir:
-No hay animal más estúpido que el hombre cuando se pone delante de una mujer.
Algunos años después, con la barba ya crecida, y la frente ampliamente despejada, asistí a un fenómeno que no dejó de causarme una cierta perplejidad: el creciente interés, la pasión diría, de la gente por el fútbol. Sabía por el mismo profesor, se llamaba don Pedro, que en la antigua Roma, cuando se hacían carreras de cuadrigas, el público podía llegar a las manos sencillamente porque había perdido el auriga, verde o azul, de quien era partidario. Los enfrentamientos, entonces, a la salida del circo, podían llegar al derramamiento de sangre. La cosa me pareció tan absurda que nunca llegué a creerme del todo lo que contaba don Pedro. No me cabía en la cabeza, cosas de la edad, que alguien supiera latín y fuera tan estúpido como para matar o hacerse matar por un quítame allá esas pajas. Como si en latín y con el latín no se pudieran decir y hacer estupideces. Por si tenía alguna duda allí estaban Nerón y Calígula entre otros muchos.
-Pero estos mataban por el poder -me dije intentando preservar mi inocencia y a la inmensa mayoría de los habitantes de Roma.
Años más tarde me expliqué el mundo antiguo a través del moderno. Vi, con asombro, el creciente interés de la gente, la necia pasión de esta, por el fútbol. A dicha pasión contribuyó, y mucho, la televisión. Vi, también con preocupante espanto, recuperando el recuerdo del viejo profesor, don Pedro, que, a la salida de los estadios, los espectadores llegaban a insultarse o a pegarse por ser seguidores de un equipo o de otro. También, como en la antigua Roma hubo muertes, por supuesto. Y vi, cuando había problemas en una nación, que siempre un partido de fútbol los despejaba o anestesiaba. No dejó de asombrarme que un país, sumido en una sangrienta dictadura, expoliado, masacrado, perseguido y atormentado, llenara los estadios y vibrara con las carreras y los pases de un equipo de fútbol. Mientras, en las cárceles, agonizaban infinidad de torturados presos políticos. Sí, me acordé de Roma, de aquel viejo dicho de Panem et circenses. Y me percaté, contraviniendo a mi olvidado profesor, que sí había algo más estúpido que el hombre cuando se pone delante de una mujer: el hombre ante un partido de fútbol.
Adolescentes, hacíamos el mono delante de las chicas para atraer su atención. Algunas veces lográbamos quedar con una, ir juntos al cine, u organizábamos reuniones en alguna casa o planta baja. Ya se sabe: tocadiscos de alquiler, bebidas, los primeros cubalibres, y algún que otro abrazo y beso furtivo. Nada serio, por supuesto. Y nada de aquello era motivo de grandes celebraciones, de cánticos a voz en grito, o la excusa para tirar cohetes y no dejar dormir a nadie, sano o enfermo.
He visto, por el contrario, a vecinos míos, señores de cincuenta y más años, emborracharse porque su equipo ha ganado un partido, salir a la calle con una bandera, colocarse en un semáforo y torear a los coches que pasaban  por la avenida. Con gran asombro no he visto a ningún policía deteniéndolo. La inmensa mayoría de los coches, por otra parte, iban llenos de gente que gritaba, sacaba banderas por las ventanillas, hacía sonar el claxon cuando no otros instrumentos que metían un ruido infernal, embestían al borracho con delicadeza, y no pasaba nada. Es un espectáculo tan estúpido como lamentable.
No obstante, el colmo de la estupidez, con perdón de mi viejo profesor don Pedro, lo vivimos el otro día. Por un descuido, al que se ha unido la negligencia, la estulticia y el desprecio, parte de Valencia se ha visto cercada por el fuego. Este, al parecer, estuvo cerca de afectar a una central nuclear ubicada no muy lejos de la capital. El fuego, durante horas y horas, avanzó imparable. Hacía años que los montes no se limpiaban porque, como estamos en crisis, hay que recortar de todo menos de los sueldos de los políticos y de las prebendas de estos cráneos privilegiados. Las brigadas de limpieza, pues, no existían o estaban reducidas a la mínima expresión; ni a nadie se le ocurrió, quizás porque cuesta mucho, poner sistemas que detecten el fuego, y que exijan una intervención rápida de alguna brigada. Nada. No había nada salvo matorrales resecos, ramas secas y muchos árboles. Y el fuego campó por sus respetos.
Pero no hubo problema. La inmensa mayoría de la gente no se dio por enterada. El problema grave, que tenía a todo el país conmocionado, era que la selección de fútbol se había clasificado para jugar la final europea del tal deporte. La cosa era tan importante que el presidente del gobierno, y el príncipe de las Españas, se desplazaron, suponemos que con gastos pagados, a donde jugaba la selección. Esa noche, en tanto el fuego seguía por Valencia y aledaños, y ardían miles de hectáreas, todo el mundo estuvo pendiente de los chicos de la selección. Y a todos nos fue dado ver, las televisiones no se cansaban de mostrarlo, al aguerrido presidente del gobierno saltar de alegría cuando la selección de fútbol empezó a darle brillo al honor patrio. Al jugar contra Italia parecía que estábamos vengando a Viriato, terror romanorum, y a Numancia. Eso lo pensó alguien; a ningún periodista, gracias a Dios, se le ocurrió decirlo.
Ganó España. Y la gente, eufórica, se lanzó a la calle a celebrarlo. Sobre sus pesadas cabezas, al igual que a lo largo de los días anteriores, cayó la ceniza de todo aquello que se estaba destruyendo a una velocidad envidiable. La gente saltaba y brincaba de alegría bajo la ceniza, como si la ciudad estuviera celebrando las fallas. Y eso que no se había enterado de que el sistema sanitario español, con sus trasplantes, acababa de batir un nuevo récord, pese a los recortes del gobierno de ese señor, que también vibraba con el fútbol. Es humano, angelico, no se le puede exigir más.
Nadie, mientras tanto, se manifestó contra el descuido y la negligencia que estaba quemando los montes; porque el fuego cercara una central nuclear; ni por la avaricia y cortedad de miras de políticos y gobernantes. También es verdad que, de haberlo hecho, la policía hubiera cargado contra los manifestantes, como lo hizo antes contra estudiantes armados con bolígrafos y libretas. Los días de fútbol, la policía libra, y deja abierta una válvula de escape. Todos contentos. Y no hay dinero para educación o sanidad, no lo olvidemos; pero cada miembro de la selección de fútbol se ha llevado un pico, algo así como 300.000 euros, libres de impuestos, por ganar la eurocopa. Y la gente tan feliz. Y el presidente y el príncipe de las Españas en el sitio que les corresponde, al pie del cañón. ¡Qué ejemplo para el libro de texto de Educación para la ciudadanía si no acusaran a este de ser tendencioso!
Se han quemado miles de hectáreas de monte, alto y bajo; el incendio ha cercado una central nuclear; ha muerto una persona intentando sofocar las llamas; se ha saqueado la banca; no tenemos fondos ni para pipas; han terminado con el poco estado de bienestar que teníamos; pero la selección ha ganado el torneo, luego somos felices, felices a rabiar. Hasta el rey ha recibido a la selección. No a los médicos que han hecho trasplantes y salvados vidas, o a los vecinos que intentaron apagar las llamas. Ha recibido a los futbolistas. Y la ciudad de Valencia ni le ha rendido tributo a quien dio su vida luchando contra el fuego.
Sí, querido don Pedro de mis entretelas, hay un animal más estúpido que el hombre cuando se pone delante de una mujer. Es el propio hombre cuando se pone delante de un libro y cree que el hombre es perfectible y bueno por naturaleza. No, el hombre no es perfectible; y por naturaleza es estúpido. Y son los estúpidos quienes lo representan. Y mientras ellos existan, existirá la estulticia. En Roma, en la Edad Media y ahora. Nunc et semper.

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