De pronto, en el pequeño campo visual que quedaba entre mi
libro y el piso, aparecieron tus pies vestidos en zapatos de décadas pasadas.
Su posición me impedía identificar por dónde habían llegado. Mucho tiempo
después supe que siempre subías al andén por un recoveco entre las vías del
tren y que nunca pagabas el boleto. No tardé en alzar mi cabeza para
identificar quién estaba parado frente a mí interrumpiendo mi lectura. Eras
vos, habías llegado diez minutos tarde a nuestra cita improvisada en el bar. Yo
no recordaba los detalles de esa noche hasta que volví a verte en la estación esa tarde. Vos parecías haber
comprendido que aquel “nos vemos en la estación a las cinco” había sido sólo
una forma de decir, de evitar aclarar que no sentía ningún interés en
reencontrarte.
Pero me sorprendiste, y eso me
gustó. Todavía recuerdo tu cara de incómoda ilusión cuando al levantar la vista
no demoré en pronunciar tu nombre. Vos sabías que solamente había sido una
cuestión de cortesía, pero decidiste arriesgarte. “No hay nada peor que
quedarse con la intriga”, habías dicho tratando de despertar mi curiosidad en
nuestra primera charla. Por eso fuiste a la estación. Sin embargo, yo no tenía
dudas. Había algo en vos que no quería conocer: me aterraba la seriedad de tus
zapatos, tu seriedad. Durante unas semanas, volvimos a vernos y hasta me animé
a confesar que la ropa de tus pies era horrorosa. Vos aseguraste que lo mío era
un trauma, que algo tenía con tus zapatos que jamás iba a poder revelar. La
última vez que te vi llevabas los mismos pies, pero tenías unas zapatillas
azules impecables, casi relucientes. Ese día supe que sería nuestro último
encuentro. Quizás ya había logrado todo lo que esperaba en vos, quizás mi
obsesión se disolvió en tus últimos pasos.
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