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miércoles, 12 de septiembre de 2012

EMBRUJO DE LUNA, por Elizabeth Óliver de Ábalos, de Montevideo, Uruguay

Casi a las 8, cuando Sofía estacionó el auto en Garibaldi y Ocho de Octubre, todavía no había oscurecido totalmente.  Era una noche tremendamente calurosa, de atmósfera pesada.  Antes de entrar al bar, esperó a Elena y Amanda, que descendían de un taxi.  Mariana había llegado antes  como siempre―  y levantaba el brazo muy sonriente desde una mesa ubicada justo bajo el aparato de aire acondicionado.
            Eran amigas de toda la vida.  Se habían jubilado las cuatro casi juntas el año anterior, y lo festejaban infaliblemente una vez al mes.  Les gustaba salir entre semana, ya no había que padecer las aglomeraciones de los feriados porque se habían terminado los madrugones.
            Tomaban unos cuantos whiskys con picadillo y más tarde, café y sándwiches calientes hasta determinar por unanimidad que Sofía estaba en condiciones de conducir... no fuera cosa de llevarse un árbol por delante y al otro día salir escrachadas en los diarios como “cuatro sexagenarias en estado de ebriedad”.
            Pero esa noche fue diferente.  Mariana se había quemado con el horno y le dieron antibióticos.  Elena había presenciado un robo violento en la calle y tomó un sedante.  Amanda había discutido con su hijo y estaba sintiendo la gastritis.  Sólo Sofía podía tomar alcohol... pensó si estaban en “el Pecos” o en Don Orione, pero obvió los comentarios y las acompañó con refrescos. 
            Se habían divertido al máximo, como siempre.  A la 1 y media, Sofía ya las había repartido a todas y estaba de regreso.  Conducía por Rivera hacia el este con las ventanas abiertas y escuchando tangos en radio Clarín.  La calle estaba desierta, la detuvo el semáforo de Comercio y encendió un cigarrillo.  Fue en ese momento, al levantar la vista, que la vio.  Si hubiera tomado whisky, habría pensado que era un ovni, pero no. Era verano, hacía un calor de locos y había más humedad de la tolerable... simplemente, era la luna llena... ¿simplemente...?
            La visión era increíble... aquel círculo perfecto, enorme, de un amarillo casi naranja, parecía apoyado  ―allá arriba―  en la azotea del edificio de la esquina con Atlántico.  Sofía se sintió cautivada por aquella maravilla... pensó que era la refracción, ilusión de óptica... pero razonar no adelantaba nada, seguía ahí, mirándola, como si no existiera nada más que la luna y ella.  El cambio de luces la volvió a la realidad... ¡amarilla!  Se le había pasado la verde “mirando la luna”... aceleró y cruzó antes de la roja. 
            Sofía era tan estricta para conducir, que no le importaba la hora ni la soledad de las calles para obedecer las ordenanzas.  Detenía el auto en cada semáforo.  Aparcaba para atender el teléfono celular o para hacer una llamada.  No encendía un cigarrillo si no podía detenerse para hacerlo, pero si llegaba a vérselas mal... contaba con su spray paralizante, y con su coche, el arma más eficaz en caso de necesidad...  Se sintió en falta por la dilación de su reacción.
            Había acelerado tanto, que el auto le pidió la cuarta en menos de una cuadra... le obedeció, estaba compenetrada con esa máquina al punto de sentirla parte de su propio ser.
            La luna seguía ahí, quieta, inmóvil, inmensa, parecía más grande cuanto más cerca estaba, como si fuera realmente a alcanzarla.
            Había llegado al cruce con Asturias  ―el final de la bajada―,  y emprendía el repecho más rápido de lo que acostumbraba conducir... La luna la embriagaba, no podía desprender la vista de aquel portento.
            No recordaba cuándo había bajado del auto y no podía entender qué estaba haciendo ahí, sentada en el murito de ese edificio, justo el que tenía la luna en su azotea.  Tampoco sabía por qué observaba sin hacer nada todo ese ajetreo ahí abajo... policía, bomberos, ambulancia.
            Con seguridad iban a pedirle su declaración, pero cuando dijera que no había visto nada, la tomarían por idiota... se acurrucó bajo la azalea que desbordaba el muro, deseando que no la vieran.
            ¡Cómo había quedado ese coche!, aserraron el metal retorcido para liberar a los ocupantes, pero la camilla se llevó un solo cuerpo, totalmente cubierto.
            Cuando vino el guinche a recoger las piltrafas restantes, pensó que ya en pocos minutos podría salir de su improvisado refugio y cruzar la calle para volver a ver la luna.
            Fue entonces  ―cuando el hombre terminó su labor y ya se iba―,  que vio brillar algo en la caja del camión, entre los restos del auto siniestrado.  Era la matrícula, titilando a la luz de la luna... la matrícula de su auto.

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