No me vengas con el cuento,
Andá a cantarle a Gardel…
(“Vals del Regreso”, Letra P. Solanas, Música J. L. Castiñeira de Dios)
El Ñato, las tardes de los viernes cumplía meticulosamente su rutina. Como una misa laica, una religión sin cura, una homilía no dicha. Le pedía a su “naifa” la vestimenta de rigor, sin la cual era un simple mortal, uno más del montón.
La china le planchaba los pantalones con finas líneas sobre el negro ebanado. La raya, afilada como una cuchilla, casi tanto como aquélla que siempre llevaba escondida en su cinto, detrás del saco, también recién planchado. Gomina Brancatto en su pelo lustroso y azabache. El lengue, de seda italiana, se destacaba en su cuello como una mancha de nieve en un ominoso bosque de grises. La camisa también clara, con gemelos las más de las veces. Zapatos lustrados, de charol y sedientos de tango.
Finalmente se despedía de la viejita con un beso en la frente encanecida y se calzaba el funyi, de un gris que hacía juego con sus pantalones. Y ni la naifa ni la madre sabían si despertarían con él y un mate o con el comisario dando las infaustas. Era el vértigo de su hombre, compartido como un sino trágico, como un Edipo cortado en partes iguales, como una causa perdida de antemano.
Media hora antes de la milonga, “El Ñato” se paraba a fumar sus cigarros negros, armados pacientemente, con la espalda apoyada en el farol. Un pie en tierra, asentando su territorio, marcando el compás de lo que se escuchaba dentro. Otra pierna acodada, punta en suelo, rodilla en “ele”. Se tocaba levemente el sombrero si veía pasar a algún vecino respetable o a una “papusa” bien, a la que invariablemente atacaría con los primeros acordes de un tango de Lepera. Fumaba y esperaba, y en ese entramado de vicio y mora, se le iban los minutos hasta que sonaban los acordes que decían que era su momento. Y el “Ñato” hacía su entrada triunfal a la milonga, con las manos en los bolsillos del saco, caminando quedo y ladeado, las filas se abrían para verlo pasar.
Un cabeceo y la mina elegida no podía decir que no. Era como la escogida de Dios, en aquél lugar abandonado a la buena de él. La tomaba de la cintura y arrancaba la orquesta. Se hacía un círculo y todos miraban pasmados como el malevo más mentao del rioba hacía sus fintas y firuletes, le entramaba las piernas a la piba, la llevaba como a una leve paloma, la azotaba como a una perra en celo, la giraba como a un trompo y cuando el clima llegaba al cenit, la inclinaba hacia abajo, el cuello de ella estirado, los ojos mirando de abajo a la gente, que aplaudía a rabiar. Y recién ahí podía arrancar el baile.
El malevo se quedaba de a pié junto a la barra, pedía dos Hesperidinas, uno para él y otra para la piba, e iniciaba un diálogo hecho de miradas y silencios. Como en una película muda, era más lo que se insinuaba que lo que se decía. Y la noche finalizaba siempre de la misma manera. Los suspiros de ella daban un punto final a la faena del cazador, en un tálamo de los barriales, entre yuyos y caballos.
Sin embargo esa noche fue diferente. “El Ñato”, minutos antes de entrar al salón vio llegar a una bandita de cuatro pibes. Nada de gomina, nada de “jetra”, nada de funyi. Eran extraños, como pordioseros. Hablaban una jerga incomprensible y fumaban unos cigarrillos que él ni en sus peores momentos de malaria se habría animado a probar. Tomaban del pico de una botella marrón todos juntos y se reían espasmódicamente. Él adivinó en su contenido algo parecido al ajenjo, sin saber que era una simple cerveza.
Andrea salía de la oficina y tenía que caminar esas cuadras que siempre le disgustaban, pero el polo tecnológico del software lamentablemente quedaba en Barracas. La rodearon los cuatro y comenzaron a “bardearla”. Primero con la “birra”, que tomá del pico con nosotros, que dale, nena que no te va a “pegar” mal. Luego breves escarceos, unos manotazos al voleo, sin violencia, pero con maldad.
Uno de ellos se metió con su cartera, el otro atinó a tocarle la falda y cuando el tercero tironeó de la blusa, el Ñato ya estaba entre ellos. Relumbró su faca en medio de la noche como un refucilo, anunciando las peores tormentas. Cuando Andrea se quiso dar cuenta estaban los cuatro tirados en el suelo, revolcándose en charcos rojos, uno que otro con estertores ya de muerte. El Ñato, cumplida su labor de verdugo justiciero, se tocó el funyi con la punta del dedo índice, la miró de costado a la piba y le dijo: “Esos cuatro pipiolos eran gilunes de cuarta. No alcazaban ni pa’ cebarme el mate. Una señorita como uste’ es toda una pipistrela, se merece algo mejor que andar por estos andurriales. Apáñese a algún coso del centro y deje de yugarla por acá”. Y se fue silbando un tango.
El Sargento Torres y el Comisario Gauna llegaron a la media hora. Ella les contó con lujo de detalles lo acontecido, pero el relato no les cerraba ni al superior ni al subordinado. ¿Un Malevo en los dos mil? ¡Ni hablar, se dijeron! Caratularon la causa como “Homicidio múltiple en ocasión de riña” y al carajo. La piba lloraba y les gritaba que no estaba loca. La metieron en un patrullero derechito a su casa, y a no contarle a nadie esas pavadas, nena.
Minutos antes de dejar la escena a los forenses, Torres le dijo a Gauna entre dudas y nostalgia “¿Y si es verdad lo que dijo la piba?”, a lo que recibió la sonora y contundente frase del Comisario: “Andá a cantarle a Gardel con esas fantasías, salame”
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -- - - - -
A lo lejos, el eco de dos zapatos de suela se escuchaban caminando en la madrugada de esa Barracas azul, marginal y mortecina, mientras un leve vapor se levantaba de las calles. El sonido era algo así como: “taco, punta, taco, punta, taco, punta…..”, y alejándose la dulce melodía, se oía el silbido de un tango, que se parecía bastante a “Arrabalera.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario