Te soñé “Quilla” desde que sentí un aletear de mariposas
en mi vientre. Aún antes de que mi compañero pudiese sentir tus movimientos al
poner su mano sobre mi ombligo. Sabía que serías niña y que tendrías una cara
redonda como la mía. Redonda y morena. Por eso quise ponerte el nombre con el
que mis antepasados llamaron a la luna cuando la vieron erguirse majestuosa y
enorme sobre la cordillera.
Fuiste Quilla toda vez que mi compañero
te hablaba junto a mi ombligo que se estiraba más y más. Para entonces hacía
apenas un año que él había llegado a Buenos Aires y aún le costaba despegarse
del quechua. Era la lengua de sus ancestros. La que usó el hombre que le
prometió una vida mejor en la Argentina. Y la única que conocían los pobres
diablos que como él llegaron para deslomarse en un taller textil del Bajo
Flores.
Te anunciaste una madrugada después de
una noche de huayno y cerveza, en una bailanta de Constitución. Hacía un par de
meses que Anselmo había conseguido permiso de los patrones para salir los
sábados a la noche después de dejar el trabajo listo. Fue natural que
congeniásemos. Veníamos del mismo pueblo, teníamos amigos y hasta antepasados
comunes. Nos gustaba fantasear con que alguna vez nos habíamos cruzado en el
Carnaval de Oruro.
Desde que nos conocimos el taller se le
hizo más liviano y a mí se me antojaron un rumor lejano los gritos de la
patrona. Es cierto que estuvimos juntos apenas unos meses. Pero cuando llegaron
las náuseas y noté la falta, ambos decidimos que íbamos a formar una familia.
Entonces Anselmo cambió el yugo de los
coreanos por el de un criollo que tenía una huerta en San Miguel y nos mudamos
a una pieza por José C. Paz. En ese barrio trabajé en costura y cuidé a un
viejito hasta que mi panza creció como un durazno maduro. Entendí que serías
nena cuando soñé con mi abuela. Ella me hablaba en quechua y decía que se
enorgullecía de su nieta preferida. Me pedía que te llamase Quilla.
A Anselmo le gustó la idea. Le pareció
que llamarte así era una vuelta a nuestras raíces. Así que empezamos a llamarte
“Quilla”. Y así te decían también nuestros paisanos y los criollos que nos
querían bien. A ellos el nombre se les antojaba exótico y misterioso.
Pero no todos hablamos la lengua de la
Pachamama. Algunos prefieren silenciar la voz de la tierra y no te entienden
aún cuando les hablás con sus palabras. Cuando naciste, una mañana de sol en el
hospital Larcade Anselmo fue a anotarte en el registro civil del hospital. Lo
miraron raro. Quilla no les pareció un nombre para una nena. “No es cristiano”,
argumentó una empleada. “Quién sabe que querrá decir”, aportó otra.
De nada sirvió que mi compañero
explicase que los nuestros llaman así a la luna. Ellos no lo entendieron o no
le creyeron y tampoco se ocuparon de averiguarlo. Ni bien pude caminar, después
de la cesárea, me acerqué a la oficina del registro y les hablé del sueño de mi
abuela y de algunos conjuntos folclóricos que llevaban el nombre de Quilla en
homenaje a la luna. Pero poco les importó a los empleados sobre mis afectos o
la música nativa. Argumenté que mi ex patrona que tenía de casada un apellido
francés había conseguido nombrar a sus hijos Paul y Michelle. Nadie le hizo
problema en la paqueta clínica de San Isidro donde nacieron y los anotó. Y
tampoco en la Catedral donde los bautizó un diácono de apellido patricio. Pero
los empleados aquellos no supieron explicarme porqué para esa patrona había
leyes que no valían para vos y para mí.
Así que nos fuimos Anselmo y yo. Te
llevaba, redonda y morena, arropadita en un aguayo, sobre mi espalda, como las
mujeres de mi tierra. Tu papá llevaba un DNI en el que te nombraban Luna que
hoy usé para anotarte en primer grado en la escuela del barrio. Seguro que en
la lista te van a llamar así. Pero no les creas. Los papeles no pueden
silenciar los afectos ni acallar la voz de la tierra. Vos y yo sabemos que sos
Quilla.
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