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jueves, 10 de mayo de 2012

RUTINA ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina

Juan José orillaba los setenta. Había entrado a trabajar a ese lugar de muy jovencito y, cuando se quiso dar cuenta, estaba tapado de papeles, con una rutina previsible, mediocre, cotidiana.
            Fue ascendiendo lentamente en la escala y luego de bastantes años ya había tocado su techo. Insignificante y triste, pero ese era su techo. Paga mediocre y mucho trabajo. Holgada panza y bastante aburrimiento.
            Sobre el final, estaba ya casado con su novia de toda la vida, cuatro chicos en rigurosa escalerita, y un modesto hogar en las afueras, cerca de Torcuato. Las oficinas quedaban en el centro de Buenos Aires, por lo que tenía interminables viajes de ida y vuelta en tren y colectivo, hasta que con unos pocos ahorros sacados de recortar gastos casi insólitos, pudo comprarse un pobre auto que jamás iba a cambiar en su vida, un humilde Fiat.
            Juan José era como cualquier oficinista, empleado o profesional argentino de clase media baja. Se levantaba a las seis, se bañaba, desayunaba un café negro con un par de tostadas, le daba un beso a la Rita, llevaba a los chicos al cole y de ahí al laburo. Ocho horas de papeleos, las mismas caras, la misma gente, los mismos hábitos año tras año. Había cosas que le hacían hacer que ni él entendía pero repetía mecánicamente. Para Juanjo eran cosas de abogados a lo sumo, pero no para él. De mañana eso y de tarde otra rutina similar en el subsuelo.
            Juanjo no era mal tipo. De ninguna forma. Él quería simple, lisa y llanamente hacer bien su trabajo. Esperaba como maná del cielo que tocara la hora para rajarse a su casa. Pero que hacía bien su trabajo, lo hacía. Con celo y disciplina. Jamás un superior suyo tuvo una sola queja en contra de él. El último apercibimiento lo había tenido como hacía cinco años antes de jubilarse y porque se dejó untar y no se dio cuenta que – como en todos los órdenes de la vida – ese lugar era una escalerita. Lo que se recibía se llevaba para arriba y se esperaba el vuelto. A partir de esa levantada, jamás se quedó con un solo centavo sin repartir y en el orden riguroso que le correspondía.
            Esa mañana sin embargo fue rara, extraña. El aire estaba cargado de una misteriosa electricidad. Las nubes eran amenazantes, ominosas. Parecía que más que llover iban a caer piedras de tamaño descomunal. Los tiempos que corrían por entonces – como los actuales, como los de costumbre en realidad pensaba Juan José – eran bien difíciles. Sin embargo lo que vendría después no se lo imaginaba ni por las tapas. Todo se desmadró aquella tarde, al carajo se fue, dijo un compañero cuando pasó. Su rutina no había cambiado en lo más mínimo en los últimos tiempos. Sin embargo Juanjo no sabe si fue Dios, el destino, los hados o quién sabe qué cosa. Él hizo todo como lo hacía de costumbre, ni un ápice modificó en esa extraña pero simple noria que era su trabajo de tarde. Bajó las escaleras, saludó a todos, se cebó un mate, charló animadamente con alguien y se dirigió como lo hacía siempre al lugar que ese día le tocaba.
            Por eso no entendió lo que pasó con el número cuatrocientos trece. Si ese preso jamás le había traído problemas. Para él era un número más. Y para el preso él era tan sólo su custodio, su cancerbero, su perro guardián.
-          Por eso su señoría, yo le digo que no se me fue por mala leche, no. Yo le dí máquina como siempre, pero luego me enteré que justo a esa hora y ese día a SEGBA la tensión se le fue por las nubes, y le dí como 1.000 voltios que si no, no se me iba. ¿El nombre? Ni me acuerdo, señor juez. Nosotros hacíamos nuestro trabajo, y ellos el suyo. Nosotros limpiamos la Patria de la escoria marxista, como nos lo pedían de arriba ¿cómo iba a saber que ese señor era tan importante? Era un subversivo y yo tan sólo cumplía órdenes. Y le daba picana, y él confesaba o no según lo quebráramos o no. ¿Si me siento arrepentido? No su señoría, yo sólo hacía mi trabajo, como usted hace el suyo ¿me explico?
Y acto seguido, Juan José tomo el vaso de agua que le habían colocado a su lado y tomo un sorbo. Miró a su alrededor y todos lo observaban atónitos. Dejó el vaso y esperó con cara vacua la próxima pregunta. Sabiendo de antemano que jamás entenderían que él hacía su rutina, su simple trabajo, su habitual y mecánico trabajo. Como cualquier hijo de vecino.

2 comentarios:

  1. ¡Qué bien llevaste la trama, Carlos! El perfil bajo de un tipo que se pasa la vida cumpliendo su función parece, visto de afuera, la imagen de cualquiera del montón... Y al final resulta que atrás de esa careta de desidia cotidiana, se esconde un jueputa más, de los tantos que ahí, acá y en todo el mundo, no sólo no se arrepienten sino que además, están orgullosos del inmundo deber cumplido. Y seguimos parándoles la olla y comprándoles la ropita, aunque a nosotros nos falte. La democracia es ingenua, mal que nos pese.
    Un abrazo yorugua,
    Eliza

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  2. Gracias Eli. La idea era esa, no darle pistas al lector hasta el final y que ahí se diese cuenta que no solamente fueron jueputas, sino que además muchos de ellos fueron jueputas inconscientes, que hacían su laburo como uno del montón. No soy de escribir mucho sobre esos años, me duelen mucho. Otro cuento que también sorprende al lector y que te recomiendo que escribí es "Sueños de Libertad" sobre el padre Mujica, un cura villero que fue un mártir en estas tierras. Pero la verdad es que a veces es deber de buena gente contrarrestar a esta democracia "ingenua" como decís vos, con alguno que otro grito, aunque lo escuchen pocos. Un beso. Carlos

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