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miércoles, 9 de mayo de 2012

EL MONTEADOR, por Miguel Ábalos, de Montevideo, Uruguay

Bordeado por un caudaloso río de hermoso entorno, el espeso monte casi salvaje no da señales de algún pasaje humano anterior.
            Ramón avanza subyugado, casi sometido a un instinto morboso de acercarse a lo desconocido, al misterio. Algo lo atrae como un imán.
            Es un hombre robusto, alto, curtido por el sol y los duros trabajos del campo. Sujeto por su mano fuerte, el machete compañero le ayuda a abrirse camino.
            Descubierto apenas por los enormes árboles, el cielo plomizo presagia lluvia. Con andar lento, saborea su aventura, embistiendo paso a paso a aquella naturaleza milenaria en su afán de saber qué hay más allá. Así como el niño hace mil pedazos un juguete explorando su interior, el hombre, curioso y depredador, acomete a machetazos.
            Los animales del monte escapan espantados ante el intruso. Escondidos, observan la atrevida demostración de poder del monteador.
            De pronto ― extasiado por la sensación de dominio que le infunde su machete ― se siente caer. Su caída es lenta, demasiado lenta, en aquel pozo profundo y oscuro. Devorado por el vacío, piensa que ha llegado su fin. Él  ― que hace un instante se sintió soberano ―  se ve desamparado, vulnerable como cualquier otro ser de este mundo, diminuto ante la naturaleza que todo lo puede.
            Como la hoja que flota en el aire, espera la muerte al final de la caída. Su pecho se oprime, el vértigo aumenta y el miedo ― ese desconocido ― se le acerca y lo aprisiona. Sus pensamientos se atropellan sin razón. Sus fuertes manos buscan afanosamente donde asirse y detener el deslizamiento hacia el tenebroso vacío. Su mente ― queriendo ahuyentar la soledad que lo ahoga ― busca entre lo más querido: su compañera, sus hijos, su perro, sus amigos.
            Siente la muerte cerca, como observando su desesperación, y hasta disfrutándola. Es joven, le queda mucho por hacer y no quiere morir. En un esfuerzo supremo extiende al máximo los brazos en la oscuridad total, como último intento de sobrevivir. Entonces, una gruesa rama le ofrece su sostén y  se aferra a ella con todas sus fuerzas.
            De repente despierta, sobresaltado. Se descubre abrazado al tronco del árbol al que se había recostado, agotado por el cansancio. Ve las copas de los árboles hermosos que se mueven como en un saludo cariñoso, eximiéndolo sin rencor por el destrozo hiriente causado con el arma que aún empuña.
            Ramón los mira y se siente avergonzado. Mira el machete en su mano y se promete no volver a usarlo por el solo placer de destruir. El ansia de vivir le gana el corazón... y vuelve a casa.

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