A los 15 años había unas cuantas cosas que Nico no se podía explicar. La primera eran las ecuaciones que resolvía en la clase la profesora Favale. De nada valían los razonamientos que ella desarrollaba en el pizarrón una y otra vez, con infinita paciencia. Los trazos de tiza eran para él jeroglíficos de tiempos y lugares remotos que no conseguía descifrar. Pero se obstinaba en repetir y repetir el procedimiento hasta mecanizarlo para alcanzar un resultado al menos decoroso en las pruebas.
Tampoco le entraba en la cabeza que Agustina estuviese a su lado. Era la chica más linda del curso. Eso nadie lo discutía. Y había estado en el cuadro de honor. El a su lado se sentía torpe y desmañado y no dejaba de pensar una hazaña prodigiosa para sentirese a su altura.
Pero lo que más lo desconcertaba, sin lugar a dudas, era la infelicidad de su padre. Bastaba verlo cada mañana, la mirada perdida y los hombros caídos rumbo al trabajo. O verlo volver con un cansanso visceral a cuestas. Por la noche sólo le quedaban fuerzas para prender el televisor y apurar una tras otras las botellas que su madre compraba cada día y le alcanzaba con puntualidad y sumisión.
El hombre dejaba llevar su mente entre programas de chimentos y concursos infames sin pestañar siquiera. A veces balbuceaba sus recuerdos entre lágrimas. Otras se enfurecía por nimiedades y comenzaba a gritar intempestivamente. Pero eran las menos. La mayoría de los días, el alba lo encontraba desmoronado en el sillón del comedor mientars Nico y su madre se empeñaban en levantarlo para que fuese a trabajar.
Nico intentó hablar con su mamá. Le propuso pedir ayuda, pero ella no sabía a quién acudir. Se había casado grande y su esposo le llevaba unos cuantos años. Ninguno de los dos tenía padres ni hermanos y prefería no franquearse con ninguno de los amigos que los visitaban. La persona más cercana que tenía era ese hijo que lo confrontaba con la realidad que no quería ver.
Así que madre e hijo aprendieron a disimular la apatía de ese hombre que más parecía un fantasma. Cuando él perdió el trabajo por sus infinitas llegadas tarde, ella asumió la responsbailidad de mantener la casa. Aceptó algunos trabajos de costura y se empleó de noche cuidando a una anciana enferma. Cuando empezaba 7º grado, Nico entendió que tenía que despertarse y desayunar solo, mientras veía a su padre tirado en el sillón del comedor.
Una mañana llegó al colegio particularmente triste. Ni siquiera el cariño de Agustina le devolvió la alegría. La noche anterior hubo más alcohol y más lágrimas de su padre que él no podía explicarse. El hombre seguía dormido en el sillón frente al televisor que nadie había apagado.
En la primera hora tocó clase de Cívica. El profesor llegó embalado a cumplir con la efeméride que marcaba el calendario escolar: 2 de abril, Día del Veterano de Guerra. Desplegó láminas, repartió fotos y dedicó un buen rato a proyectar una película sobre la guerra. Entonces Nico sintió que la mirada de algunos de los personajes e incluso de los chicos de las fotos periodísticas se parecía a la de su padre. Intuyó en la mirada del hombre que cada día se sentaba a perderse en las imágenes del televisor, todo aquel viento, el mar bravío y mucho del fragor de la batalla.
Se confió al docente y juntos chequearon en una lista de veteranos. Su padre estaba entre los que jamás habían tramitado una pensión. Nico pensó que algunos pesos no lo iban a liberar de los recuerdos. Creyó entender, y decidió que esa tarde iba a quedarse con su padre, frente al televisor.
Asombrosamente verosímil.
ResponderEliminarFelicitaciones, Eva, una vez más.
Eva Lucero de Ortega
Chascomús
Me gusto mucho. Te felicito, muy bien narrado. Lo disfrute.
ResponderEliminarBeso
Andres
Muchas gracias a Eva y a Andrés, tanto por ser fieles seguidores de nuestro espacio como por sus elogiosos comentarios.
ResponderEliminarUn gran abrazo
Eva y Carlos
Editores de "Todas las Artes"
Gracias a ambos. La historia parte de una anécdota que contó alguna vez uno de los profesores de mi hija Agustina.
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