“Ojalá ustedes se hayan divertido tanto como yo”.
Miguel Najdorf
Todo comenzó tímidamente, como pidiendo permiso para entrar. José tenía cuatro nietos ya, pero la verdad es que ninguno de ellos lo conformaba plenamente. Los quería con toda su alma, eso sí. Pero ninguno era lo que se podía decir “la luz de sus ojos”. Dardo era demasiado tímido y jamás se sabía lo que pensaba. Muy bueno, si se lo sabía llevar. Mariano era la piel de Judas. Más malo y travieso que la miércoles. En cuanto a los varones del otro hijo, eran demasiado pequeños como para evaluarlos.
Entonces llegué yo. Su “nietastro” de tan sólo 7 años e innumerables inquietudes. Al principio con mis padres íbamos fin de semana por medio, o una vez cada 20 días porque total, Capilla estaba a tan sólo 100 kilómetros de Córdoba Capital. A medida que la relación se fue afianzando - reconozco que José le tenía una paciencia inmensa a mi Padre, que de cada tres frases una era destinada al “hermanito que vendría” y que Carlitos iba a tener un tío menor que él y que, etc., etc. - yo fui reconociendo en ese hombre manso y tierno a quien ocuparía el lugar de mi abuelo de sangre.
José era por empezar, bajito. Un metro sesenta y siete a lo sumo. Su estatura había conocido tiempos mejores pero las diez o doce horas al frente del negocio lo habían ido encorvando día a día imperceptiblemente. Un día despertó y no supo ni cómo ni quién le habían puesto esa joroba ahí donde antes supo estar su espalda. No era una gran joroba, pero su columna se combaba ostensiblemente, tal vez para demostrar que los años no pasaban en vano.
Sus ojos eran de un gris tierno, casi celeste, que pedían a los gritos amor, justicia, comprensión. Nunca voy a olvidar esos ojos. Su cabello ya encanecido estaba aún bastante poblado y lo usaba peinado para atrás a la gomina “Glostora”. Tenía nariz aguileña y estaba siempre impecablemente afeitado. Usaba como loción para después de afeitar "Old Spice”, que es la que hoy a mis cuarenta uso yo. Y siempre estaba vestido de punta en blanco, con camisas anticuadas de manga corta y alguna que otra vez un saco azul, sin corbata. Zapatos siempre lustrados y el pantalón por arriba de la cintura, como queriendo tapar el abdomen que era mas bien pequeño. Lo demás, era su alma.
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Con Papá y Mamá subíamos al Renault 6 los domingos por la mañana bien temprano y cerca del mediodía estaba esperándonos José con su asado y la abuela Olga con sus ensaladas algo extrañas. José cuando supo de la pasión de mi papá por las comidas abundantes realizó dos refacciones fundamentales en su casa, que perduran hasta hoy. Hizo hacer un hermoso quincho con parrilla, toldo verde y blanco y cómodas reposeras. Y cuando adivinó un cierto entusiasmo de mi abuela por la horticultura, dejó una lonja de terreno para la menta, los rabanitos, las zanahorias y los tomates. La verdad es que lo que mejor se daba eran los rabanitos, gigantes y picantes.
Por otro lado, esos canteros que se habían visto abandonados por muchos años pronto florecieron de la noche a la mañana por obra y gracia de Olga. Tenía una gran mano para las plantas, habilidad tal vez heredada del Tío Juan. Lo cierto es que en esos canteros triangulares ella había hecho cortar el césped como un billar y en cada cantero había plantado un rosal. Con el tiempo, sus rosas eran famosas en todo el pueblo y la gente prolongaba sus caminatas con el sólo deseo de ver “las rosas de Olguita”. Tenía amarillas, blancas, rojas como el carmín y casi al lado de la tranquera que daba al pasillo de los autos, su especialidad: un hermoso rosal español que le daba rosas amarillas bordeadas de un rojo intenso. A su vez, al costado de la pirca que separaba la casa de la vereda estaban sus huerfanitas, a las que todo el mundo había dado por muertas en un principio y que ahora se multiplicaban por doquier: Sus margaritas blancas. Mi abuela se levanta temprano y después del desayuno con arrope de tuna, tal vez mates y alguna que otra tostada, salía en batón a regar religiosamente sus flores que le devolvían la gracia del agua divina, con pétalos de ensueño.
Los domingos, después del asado, se quedaban los cuatro, mi papá, mi mamá, mi abuela y mi abuelo a charlar y tomar mate en las sillas de metal blanco del jardín. Yo, mientras tanto, escapaba para el fondo con un sombrero “al estilo Gardel” del cual mis padres se reían y acusaban de vetusto, a charlar con Don Arsenio y Doña Juliana, los antiguos suegros de José que vivían una casa más atrás. Sus risotadas y gorjeos de alegría festejando mis ocurrencias o sesudas reflexiones se escuchaban, calculo, que al menos a tres cuadras a la redonda. Mis padres también reían escuchando las carcajadas de los ancianos y cada tanto venían a ver qué estaba ocurriendo. Todo era placer y distensión por aquéllos días, sólo que ninguno de nosotros – salvo José quizás – se daba cuenta.
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Con el tiempo, las visitas se fueron haciendo más frecuentes, y sobre el final de mis diez años no recuerdo fin de semana que no la pasáramos con los abuelos en Capilla, sin contar con los veraneos en los que mi papá alquilaba religiosamente casa en el pueblo durante dos meses, salvo un año que quiso probar con La Falda y su proverbial falta de agua lo convencieron de lo que era evidente: como Capilla, no había.
En una de esas vacaciones increíbles una mañana me despierto y me encuentro con la sorpresa, mi mamá hablando con un gaucho montado en un caballo, con otro caballo tomado de las riendas a su lado. Al otro día estábamos “Don Rocha” y yo. En realidad se llamaba Rosario Mercado, pero uno de los chicos del Hotel de al lado le había puesto ese sobrenombre que nunca me expliqué. Así comencé a aprender a montar por lapsos que se extendieron de dos meses al año y casi todos los fines de semana. El caballo que yo montaba se llamaba “El Morado” y era medio jodido para mis siete años, pero Don Rosario me dijo que si aprendía en un caballo mañero como ese, después todos los demás me iban a parecer mansos burritos. Y no se equivocaba. Me enseñó desde poner la manta matra, hasta el apero y los estribos. Casi siempre montaba con una toalla anudada a mi cintura “por las dudas”. Nunca voy a olvidar mi “ceremonia de egresado”, que fue cuando el hombre de campo llamó a mi mamá y le dijo: - “Vea, Doña, ya está. Ya puede salir solito – “ y me hizo hacer un galope tendido frente a la casa del abuelo ante la atónita mirada de toda la parentela. Los gritos y la algarabía de los presentes se confundían con mi corazón henchido por la emoción y el ruido de los cascos resonando en el asfalto. Por más que me esfuerzo, hasta mi casamiento o el primer llanto de mis tres hijos, no recuerdo sensación semejante.
Y así en Capilla, montaba al Morado, aprendía a nadar en los ríos, a jugar al tenis, a pescar. Me estaba haciendo niño feliz y hombre a la vez, en la primera generación de los que se dio en llamar “niños de departamento”, como mis primos o mis amigos de Córdoba. Y así, en tierra de ciegos, yo era el tuerto.
Tal es así que un día de febrero asfixiante, yo jugaba con mis bombitas de agua y pasó un “porteño” - así llamábamos despectivamente a todo aquél que no era del pueblo - montando un manso burrito llevado de las riendas por un boyerito. Me miró y me sacó la lengua burlándose de mí. Llenar la bombita de agua y tirársela a las patas traseras del burro fue un solo acto. Al levantar los cuartos traseros el burro, catapultó al niño, que salió despedido con increíble violencia por encima del animal y haciendo una perfecta parábola cayo de testa – juro que fue así – en el medio del cemento de la calle.
Ahora bien, preparar un delito no es lo mismo que ejecutarlo ni que ver sus consecuencias. Yo me había imaginado miles de veces ese acto pero nunca había tenido la posibilidad de ver sus consecuencias. En cuanto vi al bólido cruzar los aires, salí disparado para adentro de la casa con un cohete en el trasero. En el living estaban mis padres y mis abuelos y en cuanto Papá me vio pasar raudamente y meterme debajo de la cama dijo con calma “- Este se mandó una cagada – “
Dicho y hecho en menos de diez minutos estaba la ambulancia en la puerta de la casa de José, el padre del niño estrolado puteando furioso al mío, la policía y el burro con cara de “yo no fui”. Media hora después, cuando hubo pasado la tormenta me llamó mi padre y me dijo “- Bueno, veo que sos humano, bah, un chico común y corriente. No lo hagas más ¿si? –“ y me dio una palmada en la cabeza. Ese día aprendí que los burros no son como los caballos, que los porteños no son como los capillenses, y que mi papá era un gran tipo. Mientras tanto, todavía resuenan en mis oídos las risotadas cómplices de mi abuelo José.
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Era todavía primavera y el sol calentaba con disimulo en Capilla del Monte. Ese fin de semana fuimos un sábado, para quedarnos a dormir y a la hora de la siesta y a la vuelta del negocio, mi abuelo se fue al fondo y se metió entre las cañas que crecían con libertad. Luego de más de quince minutos con su cuchillo cortó una caña fuerte y gruesa y se pasó toda la tarde limpiándola, colocándole el reel, la tanza, la plomada y el anzuelo. Al otro día, bien temprano a la mañana salimos para el dique de Cruz del Eje, a pescar. En el auto mi abuelo me hizo entrega del que pasaría a ser mi tesoro más preciado: la caña de pescar que me había hecho con sus propias manos. Vinieron otros primos, no me acuerdo. Sé que éramos cerca de cinco y yo el más petiso. Nos pusimos al borde del dique, nos descalzamos y fuimos avanzando en el agua. Luego de varias horas y de pescar cuatro o cinco mojarritas pequeñas emprendimos el regreso, entre carcajadas de los más grandes porque yo sin reparar en la altura de los demás, me había metido en el lago como hasta la cintura, sin percatarme que tenía puesto los pantalones. En el viaje de vuelta, mi calzoncillo rojo flameaba al viento sobre la antena del auto y yo me tapaba “las partes bajas” con la remera. Todos se reían de mí, pero yo estaba feliz, porque mi abuelo cada día era más mi abuelo.
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En Capilla del Monte y con mi abuelo yo aprendí a nadar, a andar a caballo, a jugar al tenis, a pescar y a andar en bicicleta. Había veces que José iba para el negocio y para no tener que sacar el auto iba en bicicleta, en la bicicleta de reparto que tenía en el negocio y que todas las noches Julito Guevada – su empleado desde hacía años - le llevaba a la casa. Muchas de esas veces me preguntaba si no quería ir con él y me sentaba en el caño de la bicicleta y nos íbamos charlando las cuatro cuadras que separaban su casa del negocio. Allí también aprendí a cortar cinta gross, tafeta, muselina, seda y otras telas. Hay algunas telas que se rasgan, otras que se deben cortar y otras que se acompañan con la tijera. También se vendían en el negocio cochecitos de bebé, ropa interior femenina y masculina, camisas, pantalones y hasta trajes que se hacían arreglar con un sastre amigo. El metro de mi abuelo - el que usaba él - era de madera marrón, grueso, y con punteras de metal. Como todos los metros de entonces, siempre sospeché que tenía noventa y nueve centímetros, pero la generosidad de José era más que las mezquindades de la época y era muy usual que más del cincuenta por ciento de las ventas se resolvía anotándolas en la libreta de tapas negras de cuero.
Una vez entró al negocio una muy linda clienta, rubia de ojos celestes y con pechera generosa que vino a comprar ropa interior. Mi abuelo muy arteramente dejó que la atendiera yo y le preguntara por todos los detalles para mejor guiarla en su elección de las prendas a comprar. La risotada general vino cuando yo con total inocencia le pregunté si quería que yo le probara el corpiño. Esa noche, entre risas ahogadas, el comentario de la cena con mi abuela fue que el nieto Carlitos pintaba bien como ¡¡probador de damas!!
Los días pasaban sin prisa y sin pausa y había fines de semana en que mis padres me mandaban a Capilla los viernes con algún pariente que iba para Punilla y me iban a buscar el domingo. En Córdoba yo ya tenía perro – un pequinés de nombre “Bobby” - al cual mi abuela le tenía tirria y prohibía rigurosamente que mis padres lo llevaran, porque según decía “le enchastraba el jardín”. La mayoría de las veces nos juntábamos con los hijos y los nietos de José y las tardes se desvanecían entre mates y bizcochitos. Sin embargo, ya para entonces yo adivinaba que José era mío y lo compartía de magnánimo que era con el resto de la gente. Tal vez, tan equivocado no andaba.
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