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lunes, 14 de mayo de 2012

DON JOSE ® NOVELA, POR CARLOS ALEJANDRO NAHAS. CAPITULO 10. EL CASAMIENTO

“El secreto de la existencia no consiste solamente en vivir, sino en saber para que se vive”.
Dostoievski

Año de Nuestro Señor Jesucristo de Mil Novecientos Setenta y Cuatro. Otoño cálido y reparador de males. El sol calienta tibiamente la mañana de las sierras y el pueblo se apresta ya desde hace más de dos semanas a asistir al casamiento más fastuoso, más celebrado, más esperado y dilatado que se tenga memoria por esas tierras. El comentario de Capilla del Monte. Se casaban Olga y José. Civil en la casa de José, con Jueza de Paz llamada ad hoc para el evento. Ceremonia religiosa en la Capilla de San Antonio y fiesta a todo trapo de vuelta en el Jockey Club.
José estaba exultante, diáfano, brillante, como pocas veces se lo había visto. Con la satisfacción de saber que si se ha andado derecho, si se es buena gente, si se espera, si se puede pasar un mal trago hoy, tal vez en la oscuridad de los tiempos ese no se transforme en sí, y ese corazón se conquiste.
Olga eligió tres vestido para la ocasión, color crema para el civil, color rosa pálido para la iglesia y rojo shocking para la fiesta. También estaba espléndida, contenta, radiante. No sólo recuperaba su libertad, su vida, su plenitud, sino que además le daba a ese excelente muchacho la oportunidad de demostrarle finalmente y después de tantos años lo que tanto había prometido. Las estrellas se conjugaban ese día para que todo fuese perfecto.
En cuanto a los hijos, los de él no salían de su estupefacción. Jorge, enteco y desconfiado, con su mujer rosarina, algo simple, aunque muy simpática y conversadora. Mario, feliz porque veía feliz a su padre, con su mirada soñadora, sus ojos llenos de horizonte y ya vacíos de esperanzas. En todas las previas se dedicó paciente e infantilmente a jugar con la novedad, esos nuevos sobrinos que iban desde yo – con siete recién cumplidos – hasta mi prima Ana Julia y sus bucles color azabache. Nos corría, jugaba a las escondidas, nos tiraba de los pantalones, era feliz como un niño con sus nuevos sobrinos. Era, simple y llanamente y como siempre lo sería, Marito Nazer, el bueno, el simple, el dulce, el querendón. No se podía no quererlo, no querer arroparlo, mimarlo, darle amor, por la sencilla razón que todo el él, hasta el día de hoy, rezumaba amor.
La familia de ella era un corso. Entre las cargadas del Tío Alberto, las bromas del Tío Héctor, el humor zumbón de Tino y Titina. Carlos – el hijo mayor de la “novia” - no dejaba pasar la ocasión de decir a cuántos quisieran escucharlo que él no le cambiaría los pañales a su hermanito, si les daba a los novios por “encargar”, y que no podría explicarle a su hijo porque pronto tendría un tío que se hacía encima y usaba chupete. Hilda e Irene (mi tía y mi madre) miraban todo como desde un altillo impenetrable que les brindaba la cultura de la gran ciudad frente a aquéllos pueblerinos sin cultura. Pronto comprenderían que las cosas más sencillas se resuelven en una ronda de mates debajo del nogal, que el río tiene música y que esas gentes eran de lejos mucho, pero mucho más sabios de lo que esperaban.
Por otra parte, la abuela Cecilia unos meses antes había viajado especialmente al pueblo a verificar que todo en la futura casa de los cónyuges estuviera en perfecto estado. Varias cosas dijo: una, que su hija había vivido toda su vida como una princesa y esta no debería ser la excepción. Dos, que esa cocina estaba en mal estado y que había que refaccionarla toda – cosa que se hizo inmediatamente -, y tres que no iba a pretender José que Olga durmiera en la cama de la difunta, por lo que hubo que comprar a las apuradas cama nueva.
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La Jueza de Paz abrió la ceremonia en presencia de ambas familias en pleno, más algunos destacados como Don Arturo Illia, venido especialmente desde Cruz del Eje. – “Doña María Olga Gath, libreta cívica número tanto y tanto, nacida el 20 de abril de mil novecientos trece, en la cuidad de bla, bla, bla”. Luego, “Don José Nazar, nacido en Siria, el día tanto del mes tanto del año mil novecientos catorce y…” ¡¡¡Momentito!!!”, se escuchó desde el fondo a una voz resquebrajada por los años pero invadida por la lucidez. Era nada menos que la Abuela - bisabuela, tatarabuela de 98 y contando - Cecilia que desde el fondo interrumpía la ceremonia para contar su verdad acerca de la historia. “- A José lo trajeron desde Yabrud cuando tenía ya dos años y lo anotaron tarde. Él es mayor que mi hija un año, esto no puede quedar así, debe rectificar las partidas señora Jueza –“
Un hilo de frío corrió por las espaldas de todos los presentes. ¿Y si ese hecho inesperado hacía que naufragase la ceremonia? ¿Y si realmente se debía suspender todo por un error que había cometido un contable de migraciones hacía más de sesenta años?
La Jueza, con todo su oficio, sapiencia y porque no destacarlo – lo que es justo es justo – con la ayuda del flamante leguleyo Jorge – tomó nota o hizo que tomó nota de la observación de la anciana y prometió asentarlo en los libros del Juzgado en cuanto llegase a él. Todos respiraron aliviados y no pudieron más que admirarse de la memoria prodigiosa de la anciana y hacer comentarios risueños acerca de su edad.
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Para llegar a la Capilla del Monte, solar de la Iglesia de San Antonio, donde se establecieron los Jaime por primera vez allá por mil ochocientos setenta, debe subirse una colina, actualmente asfaltada, rodeada de tipas y paraísos. La casa parroquial está enfrente y más allá un puente que resguarda el santuario de la cólera del Río Calabalumba. Por fuera parecía lo más cercano al cielo en la tierra, pero por dentro, los miles de claveles y jazmines blancos que la adornaban la convertían decididamente en el paraíso terrenal. Coros de chicos de Capilla, la Cumbre y La Falda entonaban cantos celestiales mientras el sacristán acariciaba el órgano como si le fuera la vida en ello. Cuando José puso la alianza en la mano de Olga, se oyó un estrépito de aplausos y vítores, sombreros al aire y lágrimas en las mejillas, que me persiguen juro que hasta el día de hoy. Lo último que recuerdo de aquella espléndida tarde fue que José, mirándome con sus tiernos ojos azules, al salir por la nave central, paso su mano por mi cabello y acercando su boca a mi oído me dijo con complicidad espontánea y alegría desbordante: “- Cuando lleguemos a casa, te prometo Carlitos, que vamos a ser los primeros en pasar el dedo por la torta.- “ Supe a partir de ese momento que Don José, como lo llamaban todos, sería mi abuelo del alma, mi alma dentro de mi alma, mi compinche fiel, el abuelo que nunca tuve y siempre quise, y mi ángel desde el más allá que me cuidaría por siempre y para siempre, aún cuando ya no estuviese.
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La fiesta fue lo más hermoso que tenga memoria, de tan lindos que estaba los dos, de tanto que bailamos, de tanto que corrimos los chicos por esos pasillos repletos de almendras, nueces y moras. Todo el pueblo estaba allí, hasta los perros, una institución en Córdoba, donde hasta participan de las misas como feligreses piadosos.
José había cambiado su viejo Fiat Seiscientos modelo setenta por un flamante ¡¡¡Fiat Seiscientos Modelo Setenta y Cuatro!!! Con él, tres valijas, los pañuelos que aún se usaban agitados por el viento y la emoción atenazando muchas gargantas partió con su amada, con el sol de sus ojos, con su diosa oriental, rumbo al Noroeste Argentino en viaje de bodas. Hasta no llegar a Humahuaca no pararon y mi abuela me cuenta que fue el viaje más hermoso que le tocó hacer jamás. Con el tiempo logró conquistar su corazón y el de todos nosotros y las latitas atadas atrás sonaban como campanillas de felicidad.
Yo agitaba mi mano ya con sueño, pero con la esperanza de que a partir de entonces, lo mejor de los años de mi infancia estarían por venir, sin saber que eso resultaría maravillosamente cierto. A partir de ese día, José, entraste en mi corazón, de una vez y para siempre.
¡Ah! ¡Me olvidaba! Claro está que cuando llegamos a la casa, mi abuelo me llevó a hurtadillas a la cocina y como dos chiquilines pasamos nuestros dedos por la crema de la torta, y nos reíamos, y éramos tan felices. Tan felices.

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