“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.
Eduardo Galeano
La búsqueda de Olguita no fue fácil ni breve. Constituyó todo un desafío. José, a medida que iban pasando los días se fue enterando que se había casado allá por el año 36 con un acaudalado señor oriental llamado Abdul Kerim Najar, que había tenido una vida plena en Córdoba y luego en Buenos Aires.
Luego, su hermana Marta, investigando un poco más entre los conocidos descubrió que Olga había enviudado en el año ’68, con dos hijos, un varón y una mujer. Luego la colectividad hizo el resto. Miles de llamados telefónicos, cartas por doquier, investigaciones dignas de la CIA.
Seis meses después José tenía todo lo que necesitaba: dirección y teléfono en Buenos Aires, dirección y teléfono de la madre en Córdoba y también de ambos hijos en Buenos Aires. Olguita vivía desde hacía cuatro años con la hija menor y sus dos nietos.
El momento tremendo, terrible, devastador, llegó cuando se puso frente a una hoja en blanco para escribirle y volver a decirle lo que sentía, casi sesenta años después. Las palabras y los sentimientos se agolpaban, no sabía que escribir. Así permaneció en el living de su casa durante largos cuatro días, hasta que – como siempre – acudieron en su auxilio Emil y Alcira, que lo sacaron de su terror y de su inmovilidad. Entre los tres redactaron algo parecido a esto:
“Capilla del Monte, 3 de enero de 1972.
Querida Olga:
Espero que cuando recibas estas líneas se encuentren bien de salud, tanto vos como todos tus seres queridos. Tú te preguntarás a qué viene esta misiva, tan extraña luego de tantos largos y extensos años. Es que nunca me he podido olvidar de aquella muchacha de ojos color café que me producía insomnio en las noches capillenses. La vida nos ha separado durante largos años, pero a la vez nos ha dado la maravillosa oportunidad de estar juntos otra vez luego de tanto tiempo.
Hace ya un año mi querida Rosita, esposa de tanto tiempo, me ha abandonado luego de una penosa enfermedad, dejándome sólo y sin otra ocupación que la de mi próspero negocio en el pueblo. Mis dos hijos, Mario y Jorge, ya han hecho sus vidas lejos de mí, han formado sus familias y me han dado cuatro hermosos nietos que son el sol de mi vida.
Sin embargo, existe algo que golpea incesantemente mi corazón: saber qué es de la vida de esa muchacha tan jovial y a la vez tan decidida que me cautivó en mis años mozos. Es entonces que me tomé el atrevimiento de hacer algunas averiguaciones con Victoria, con Marta y con Alcira, las que me han contado que vos también enviudaste cerca del año 1968, dejando también dos hijos casados y ya abuela, y que vivís en estos momentos con tu hija menor.
Yo no sé si tú te has olvidado de mí. Si es así lo sabré comprender. Si no es así, espero que no rompas esta misiva como la última que deposité en tus tibias manos en aquella estación. Mi única intención con ésta es comenzar un intercambio epistolar maduro y reflexivo, que nos conduzca a algunos parajes que tal vez nosotros desconocemos. Sabés – y no te lo puedo ocultar – que vos has sido y sos el gran amor de mi vida. Hoy, en el ocaso de nuestras vidas, tal vez el amor pueda darnos la oportunidad que en aquel momento la inexperiencia, la juventud, el ardor y la intrepidez de los años mozos nos negaron.
Siempre tuyo, te saludo con el más sincero de los afectos.
José Nazer”
Cuando José fue a la Oficina de ENCOTEL a depositar el sobre lo hizo como quien nada espera y todo lo pide, todo lo exige, todo lo reclama. Dos semanas eternas pasaron hasta que el cartero hiciera sonar la campanilla ubicada en el frente del chalet de la calle Sarmiento 477 y grande fue su sorpresa al ver que el remitente no era otra que ¡Olguita Gath!
Lo que siguió a partir de entonces, sólo puede entenderse a partir de los 62 años de él y los 60 de ella. En un principio, José no sabía que hacer, a quién contarle, a quién pedirle permiso, con quien hablar. La respuesta epistolar de Olga le permitía abrigar esperanzas, aunque era recatada, como lo era Olga en su juventud. Emil y Alcira fueron los primeros en saberlo, luego sus suegros a quienes tanto quería y estimaba. Pero estaba el tema de los hijos. Mario algo sabía porque desde hacía infinidad de años se comentaba el tema en el pueblo, y siempre estaba con el oído atento en cada uno de los bares de Capilla. Jorge fue más difícil. Apegado a la madre y abogado al fin puso reparos del tipo de “- Mamá está caliente todavía y vos salís a levantarte minas por ahí- “
Finalmente, una noche de empanadas en casa de Emil, con tono burlón y algo alegres todos, coincidieron en que la causa de José – que tanto había dado por el pueblo – era en definitiva la causa del pueblo y en consecuencia, deberían apelar a todas las mañas habidas y por haber para conquistar a la damisela. Si había que contratar a Neruda, se lo contrataba, decía el Negro – su sobrino del alma - medio en pedo esa noche.
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Luego de cinco o seis cartas, las cuales fueron – para los cánones de cincuenta años atrás – subiendo algo de tono – José vio que la cancha estaba despejada esta vez y decidió una jugada audaz, y sin decirle ni escribirle nada a su amada, fue a pedirle la mano a su madre, Doña Cecilia, que vivía en Córdoba Capital – tan sólo a 100 km . de Capilla -. La iría a ver esa misma tarde, junto con Emil en su Fiat 600 modelo 70, que había conocido tiempos mejores.
Y sin decir agua va en “tan solo cuatro horas” estaban golpeando las puertas de Doña Cecilia, que vivía con la Tía Moni y el Tío Alberto, sobre la calle Buenos Aires. Todos sobre aviso. Todos divertidos. Todos cordobeses, al fin y al cabo.
Masas secas llevó él. Café a la turca sirvió ella, con los obligados baclavá y grabis. Se sientan los cinco, inician conversaciones de rigor, que el tiempo, que la sequía, que las sierras, que el clima en Buenos Aires es mejor, que la humedad se soporta más que, hasta que de pronto José le dice - “Mire, Doña Cecilia, con el mayor de los respetos, sabe Usted que nuestras familias se conocen desde hace muchísimos años y yo la verdad es que quería pedirle la mano de su hija Olga”. Fin del relato, José respira aliviado, ya lo dijo, ahora espera la respuesta.
Doña Cecilia Karam, con parsimonia oriental y ojillos vivos se toma su tiempo, y con harta sabiduría le responde:
- “Verá José, si por mí fuese le diría que sí como le estoy diciendo en este momento, ya ve. Pero lo cierto es que a determinada altura en la vida de la gente uno pasa a ser hijo de los hijos, y no es a mí quien me tiene que hacer esa proposición”-
Silencio sepulcral, nadie sabe qué decir, ni hacer. José se aclara la voz y al borde del llanto le pregunta – “Y si no es a Usted, Doña Cecilia, entonces ¿a quién?”
La respuesta sonó como un latigazo, seco y rápido: -“A los hijos, José, es a ellos a quienes debe consultar - “breve espacio intencionado “- Y desde luego pedirle la mano de Olga”-.
La vuelta a Capilla fue entre carcajadas constantes de Emil y el seño fruncido y la cara seria de José. Emil no podía, no quería y no sabía cómo hacer para no parar de reír. Otro tanto se desternillaban la Tía Moni y el Tío Alberto mientras la abuela Cecilia con una sonrisa burlona les decía “– A este muchacho todo le costó mucho con Olguita; ¿quién soy yo para hacérsela más fácil?”
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Por su parte, en la casa de ambos Najar, la cosa pasaba entre las risas y la incredulidad ¿Quién era este viejo para querer pretender a mamá después de más de cincuenta años de distancia? Luego de dejar a Doña Cecilia en su casa, José se dirigió el mismo día a la casa del hijo mayor de los Najar, Carlos Domingo, que desde hacía poco tiempo estaba viviendo en Córdoba Capital. Quien esto escribe, recuerda muy vagamente la escena, recuerda el café a la turca como en toda casa árabe, los baclavás y los mamul. Lo que nunca jamás podrá olvidar es esos ojos claros, esa mirada limpia, sin maldad, ese andar cansino y paciente como de montaña, esos cabellos blancos peinados hacia atrás, esa camisa sin mangas, de corte antiguo pero de gran practicidad para el clima cálido de las sierras. A los diez minutos estaban riendo, mi papá y ese señor a quien él bautizó ni bien se fue como “tu abuelastro”. En ese instante muy bien no comprendí las cosas, pero intuía que ese hombre de sonrisa franca sería para mí “mi abuelo”, a secas.
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En dos ocasiones había estado José en la gran ciudad. Cuando muy joven y a instancias de un primo suyo que lo hospedó durante inolvidables dos semanas. Y ya de más grande, cuando tuvo que ir a hacer unos trámites relacionados con la sucesión de su padre Miguel. En ambas ocasiones lo hospedó muy cordialmente Victoria una de sus hermanas mayores, y esta vez no fue la excepción. “- Te vas cuando tengas todo arreglado, José”- le había dicho.
Verla aparecer y aflojársele las piernas fueron una sola cosa. Habían pasado más de cincuenta años y las arrugan no existían para él. Para él era “su Olguita del alma”, su amor eterno, su musa inspiradora de largas madrugadas. No le importó su andar algo cansino, ni su voz que si bien en la juventud sonaba abaritonada, en la vejez era francamente áspera. Tuvo la bendición de ambos hijos, siempre entre sonrisas veladas y chistes de segunda intención. Sin embargo, los meses que él estuvo en Buenos Aires la invitaba religiosamente todas las tardes a tomar el té con masas a “Las Violetas”, de Medrano y Rivadavia. Le llevaba flores, le recitaba poemas y sus mentes vagaban libremente recordando viejísimas anécdotas matizadas con queso camembert y panecillos recién horneados.
Tres meses duró la estadía de José en la gran urbe. La víspera de su partida le depositó amorosamente sobre su regazo una pequeña caja. En su interior, un anillo de brillantes y la promesa de casarse en un año, en Capilla del Monte. Y ella dijo que sí. Y ese fue el día más feliz de la vida de José. Aquel en el que logró concretar un anhelo que le llevó 50 años.
Excelente Carlos, ingenioso y real. Eso existe, no por supuesto con pedido de mano, pero acontece.
ResponderEliminarTu escritura es perfecta. Felicitaciones Lalia
Gracias Laly por tus palabras. Este es un capítulo de una novela que estoy dando en entregas por el blog para todos aquellos que no la pudieron leer cuando la edité en el 2007. Es la historia real de mi abuela y de su segundo marido. Y si, es real, sucede y sucederá desde que el mundo es mundo y hasta el fin de los tiempos. Cariños. Carlos
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