Primer premio de relatos cortos de Monturque 2008 (Córdoba)
Es un caballero con abrigo y sombrero el que desliza la puerta corredera del compartimento, entra y murmura un casi inaudible buenos días. A su saludo –si así puede llamarse a lo que se dice con los labios cerrados y a desgana- sólo responde una anciana con una sonrisa extraña y distraída. Los otros cuatro pasajeros le ignoran.
Sujeta en su mano derecha una maleta de poliéster, muy rozada, que con ayuda de la izquierda intenta colocar trabajosamente en el portaequipajes, encima del único asiento libre. Nadie se molesta en ayudarle y a punto está de caérsele al suelo. Cuando lo consigue se acomoda con el abrigo puesto, procurando que los faldones no se le arruguen, y cruza las piernas en un movimiento pausado que pretende ser distinguido y en el que hay cierto altanero desdén hacia los demás viajeros. Su plaza está situada junto a la ventana, delante de una joven que hojea una revista del corazón con portada de Brad Pitt a todo color. La muchacha alza los ojos para observar al recién llegado. No hay el menor interés en su mirada, que apenas dura un par de segundos. Enseguida regresa a las fotos de los famosos. Va vestida con un traje de chaqueta muy holgado que oculta sus formas femeninas. Suspira de vez en cuando mientras va pasando las páginas. Con cada suspiro el pecho se le ensancha para hundirse de inmediato, dando la impresión de que no hay nada debajo de su ropa, sólo aire. Sus facciones no son atractivas, un observador exigente añadiría que vulgares. Se la puede suponer empleada en una gris oficina con horarios abusivos y un salario exiguo, comprometida a un tipo mediocre, a años luz de las imágenes triunfadoras de los astros del celuloide, con el que le une la costumbre por encima del amor. De ahí que su pensamiento esté poblado hora tras hora de mujeres hermosas y hombres arrogantes, ricos y seguros de sí mismos. A ratos alza la cabeza y se queda observando el techo, ensimismada, absorta en sus fantasías, hasta que de nuevo la baja y se hunde en la contemplación resignada del éxito y la belleza.
Es ya mediodía, las doce en punto, y el tren arranca bruscamente. La anciana, situada junto al caballero que acaba de entrar, se sobresalta y se sujeta con firmeza en los apoyabrazos, los huesudos dedos en tensión. Mantiene esa postura rígida como si temiera algún percance imprevisible, aun cuando ahora el vagón, ya fuera de la estación, apenas sufre traqueteo alguno. Sus pupilas están ensombrecidas por un velo a causa de unas cataratas muy acusadas. Observa su alrededor con desconfianza, entrecerrando los párpados para forzar la vista, algo nerviosa. Indudablemente recela de todo lo que le rodea, todo le resulta desconocido y amenazador, en parte porque no lo distingue bien. Al final se relaja, y las manos se posan protectoras en un bolso de plástico azul que descansa en su regazo. Debe de ser su único equipaje, su minúscula fortuna. En su interior la exigua pensión del mes de una viuda sin hijos, solitaria. Pero incluso en su susto y en su suspicacia no ha perdido la sonrisa, como si la tuviese dibujada en el rostro y no pudiera borrarla. Aunque bien mirado –cualquiera en el compartimento que fuera un poco curioso lo habría advertido de inmediato- en su boca lo que hay es una mueca forzada por efecto de las comisuras desniveladas de sus labios, ese rictus tan característico de las personas que han sufrido una apoplejía. Al rato cierra los párpados y se sumerge, en apariencia, en un sueño profundo poblado, tal vez, de visiones o recuerdos confusos por culpa del leve derrame que meses atrás le afectó parte del cerebro
Junto a la muchacha entretenida con las páginas de Hola se sienta un hombre. Su imagen se refleja parcialmente en el cristal de la ventana mientras el tren circula pegado a la tapia de una fábrica. Pero es una imagen que va y viene, que es clara o borrosa según sea lo que haya en el exterior, que llega a desaparecer incluso si ningún obstáculo entorpece la luz del mediodía. Es un tipo nervioso absorto en lo que contiene su maletín de mano, de cuero negro brillante, sobre el que se inclina: un variado muestrario de artículos de perfumería. De tanto en tanto escribe algo en un minúsculo bloc de anillas o se ajusta las gafas; o se queda pensativo, para volver rápidamente a sus colonias, perfumes, lápices de labios, cajas de maquillaje con el entrecejo fruncido por las preocupaciones. Ahora, sobre un listado de ordenador hace dos rápidas tachaduras con el bolígrafo. ¿Será sólo eso lo que ha vendido? Podría ser. Suda y se pasa los dedos de la mano derecha por los cabellos, demasiado negros y lustrosos, como de galán de cine de los años treinta, para la edad que descubren las arrugas grabadas en su rostro. Es un tipo envejecido que con tintes y brillantinas de baja calidad pretende rejuvenecer su aspecto de hombre angustiado, roto, harto de viajar, de luchar contra una competencia brutal, de llevar a su casa unas comisiones exiguas después de esfuerzos inútiles a los que, sin embargo, se ve abocado a diario. Sus meditaciones y únicas preocupaciones están inundadas de cifras, de números que no cuadran, de pagos e impagos, de ventas posibles y devoluciones ciertas, de saldos en números rojos a final de mes en su cuenta bancaria.
Terrenos llanos en los que espìga un mustio cereal o en los que no crece nada a la espera de servir de pasto a las inmobiliarias, se suceden sin interrupción. No muy lejos se yerguen los altos cuellos de un bosque de grúas inactivas y al lado una explanada en la que duermen el sueño de meses cientos de vehículos cubiertos de polvo. El tren, que ya ha cogido velocidad, va dejando atrás los suburbios de la ciudad de provincias para adentrarse en campo abierto donde aparecen los primeros árboles, los primeros sembrados de primavera, las ondulaciones lejanas de la sierra al oeste, la autopista casi pegada a la vía, serpenteando a veces y otras extendiéndose en línea recta hacia el horizonte, hacia Madrid. El caballero del abrigo y el sombrero, un sombrero de fieltro oscuro, desgastado, que después de quitárselo ha puesto sobre sus rodillas, contempla con gesto huraño, sin verlo, sentado junto a una de las ventanas, frente a la muchacha soñadora, el paisaje que la marcha del tren va abriendo a su paso. No es viejo, pero por supuesto no es joven: se encuentra en una frontera imprecisa, en tierra de nadie, bastante más allá de la madurez, donde la edad es difícil de calcular. Por las solapas de su abrigo asoman las de su chaqueta, de corte antiguo, y por las de ésta la camisa, de un blanco grisáceo por mil y un lavados, y la corbata azul, en la que lleva clavado un alfiler de bisutería. Ni el betún de sus zapatos marrones es capaz de conseguir que la ajada piel consiga brillar bajo el sol que entra en el compartimento. Tiene toda la pinta del resentido, del venido a menos, del que no se cree valorado y atribuye a los demás su cascada de fracasos y su mediocre posición actual. Y no tanto por su empeño en resultar elegante, que es una forma sutil de distanciamiento, si no por su actitud fría, orgullosa y despectiva. Su incomodidad por tener que compartir viaje y vagón, a su juicio con gente de clase muy inferior a la suya, es manifiesta.
Junto a la anciana, un joven con deportivas, cazadora y tejanos vive enfrascado en su mundo de juegos electrónicos. Sostiene un pequeño aparato con las dos manos y sus dedos, ágiles y precisos, pulsan ahora un botón, ahora el otro, la vista clavada en una pantalla donde un ser galáctico combate despiadadamente contra extraterrestres malvados y deformes, ansiosos de destruir cualquier vestigio de civilización. Explosiones de luz, minúsculos ejércitos que aparecen y desaparecen aniquilados por las mortíferas armas de ese héroe de siglos venideros, paisajes lunares o góticos, propios de una pesadilla, selvas impenetrables o desiertos inacabables, castillos y metrópolis futuristas se van sucediendo ante la atención obsesiva del muchacho. Apenas se mueve, sólo los pulgares y los índices dan la impresión de tener vida en su cuerpo en tensión, agarrotado, inmerso en una existencia virtual. De vez en cuando, sin embargo, si la batalla se decanta a favor del enemigo y pierde puntos, o ha de volver a empezar, o retroceder en su avance a espacios ya superados, un tic nervioso le sacude el labio superior. Entonces se echa hacia atrás bruscamente, con un bufido de impotencia, de fastidio, y la melena rubia sujeta en la nuca con una cinta de plástico se le desborda por la frente, y le tapa un ojo. No tiene más remedio que despegar irritado una de las manos soldadas al aparato para despejarse los cabellos y proseguir con el juego. Ese gesto, que durante unos segundos le obliga a regresar a la realidad, le produce incluso dolor, le desubica, como si de pronto aterrizara en un lugar desconocido poblado de humanos con los que no comparte nada en absoluto.
Ya desde el tren se divisan las primeras construcciones de la capital, colmenas de doce o más pisos hasta donde alcanza la vista. Como olvidadas, entre algunos de los inmensos bloques se distinguen pequeñas parcelas, llenas de escombros y basura, donde las excavadoras aún no han hincado sus dientes de acero. Madrid está cerca y la señora sentada frente al joven, junto al vendedor de artículos de perfumería, suspira ahora aliviada al constatar que en breve entrarán en Atocha. No llegará tarde a su cita con el cirujano plástico, concertada a las cuatro de esa misma tarde. Más tranquila, rebusca en su bolsito de diseño un espejo de mano en el que contemplarse: frunce los labios con coquetería, se pasa un dedo por las cejas, comprueba la perfección de su peinado, intenta no advertir las arrugas de su rostro, las patas de gallo, las imperfecciones de su piel. Acaba de cumplir los cincuenta y cinco y desde hace tiempo es una adicta a los remiendos quirúrgicos: volumen de los senos, liposucciones y liftings son algunas de las intervenciones a las que se ha sometido durante los últimos años. Su inquietud es el paso del tiempo, la vejez, y a detenerlo emplea las horas de todos los días, los minutos de cada hora.
En Atocha se levantan los seis pasajeros. Primero la muchacha, que dobla la revista, la coloca bajo su brazo derecho, se dirige a la puerta y la abre; la sigue el viajante de comercio, con el maletín en la mano; luego el caballero del abrigo y el sombrero, que se ha entretenido bajando su maleta del portaequipajes; a continuación el joven, al que ni por asomo se le ocurre interrumpir el juego en el que está a punto de alcanzar la victoria; en penúltimo lugar la señora, que da un postrer retoque de polvos cosméticos a sus mejillas y cuello. La anciana deja que todos salgan antes de incorporarse. Nadie se ha despedido, nadie se ha dirigido la palabra a lo largo del trayecto. Son los mismos desconocidos que al iniciar el viaje.
Ya en la calle buscan un taxi. Todos viven en Madrid. Por algún motivo que no viene al caso han debido de ausentarse uno o varios días de sus domicilios respectivos. El caballero del abrigo y el sombrero se coloca en el centro de la calzada y detiene, indiferente a la indignación reprimida de quienes hacen cola en la parada, al primero que pasa Sus compañeros de compartimento, disciplinadamente, van subiendo a los vehículos libres que van apareciendo. Cinco taxis enfilan el Paseo del Prado después de superar un semáforo en rojo y un autobús averiado en la Glorieta de Atocha. Algo retrasado el sexto, el de la anciana, que ha tardado más en alcanzar la calle. En Cibeles giran y suben por Gran Vía. La señora ha de pasarse por su casa antes de acudir al consultorio del cirujano. Debe arreglarse, maquillarse y cambiar de vestido, por supuesto uno más juvenil. El joven ha perdido la partida en el último momento, pero la reinicia de nuevo, decidido incluso a permanecer en vela toda la noche si fuese necesario. La muchacha abre la revista y se encandila con las fotos de la Preysler. El vendedor de artículos de perfumería advierte al conductor que deberá extenderle un recibo al término de la carrera.
Los coches doblan por San Bernardo. En el cruce han de dejar pasar a docenas de peatones apresurados. Son las dos de la tarde y la circulación es lenta. Al llegar a Espíritu Santo van hacia la plaza de Juan Pujol y uno detrás del otro estacionan a la altura del número quince. Los pasajeros pagan, salen de los taxis y se dirigen al mismo portal. Frente a él se miran sin decir palabra unos instantes, preguntándose extrañados, mientras registran sus bolsos o bolsillos, quienes demonios serán esas otras personas. El caballero del abrigo y el sombrero es el primero que da con su llave. La introduce en la cerradura, abre, entra y cierra. Los demás van accediendo al interior del edificio a medida que encuentran la suya. Coinciden en el rellano de la planta baja, aguardando el ascensor que desciende desde el quinto. Cada uno pulsa la tecla de la planta donde tiene su vivienda. Suben. En el silencio de la escalera se escucha, al poco rato, abrir y cerrar de puertas.
La anciana llega en su taxi transcurridos unos diez minutos. Pero pasan quince más y todavía no ha sido capaz de localizar la llave en el fondo de su bolso de plástico azul. Tal vez no la lleva encima; tal vez la olvidó en algún lado o la perdió. Duda que ha de hacer. Tímidamente pulsa el botón del piso primero primera del telefonillo que hay en el dintel del portal. Nadie contesta. Prueba con el primero segunda. Tampoco. Y tampoco le responden en el segundo, ni en el tercero, cuarto y quinto. Resignada camina hasta la plaza y se sienta en un banco.
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