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martes, 8 de mayo de 2012

EL VIOLÍN, por Elizabeth Oliver de Abalos, de Montevideo, Uruguay

Se habían conocido allá por el año 33, en la vuelta de la Universidad, a la salida del nocturno. Tenían la misma edad, pero ella terminaba Preparatorios, y él Secundaria. Un poco por eso, y otro poco por ser tan seria y recatada; él le vio algo de superior y le costó abordarla. Que lo había deslumbrado no cabían dudas, así que se armó de coraje y al fin le habló.

A ella también le gustó la pinta del cortejante, y así como quien no quiere la cosa, negativa va, negativa viene, lo fue llevando a su terreno y terminó aceptando... con unas cuantas condiciones: No le interesaba perder el tiempo y la finalidad de la relación debía ser el matrimonio; pero antes, quería terminar su carrera.
Y así fue. En un noviazgo de un ratito en el zaguán cada martes y jueves; ella se ocupó de detallar los defectos que no le gustaban en los hombres, y él... de ocultarle muy bien algunos que ya tenía.
Masticó pastillas de menta antes de ir a verla, evitando ser descubierto como fumador.
Declaró correctamente su actividad laboral y musical: empleado público y violinista. Pero  –como a ella no le gustaba el ambiente en que se desarrollaba la música popular – le hizo algunos adornos previos a su condición de músico, inherentes a intervenciones en alguna audición de música clásica, algún concurso en el SODRE y esas cosas.
Por supuesto que ella lo invitó a cenar con el fin de hacerle ver a su familia la virtuosidad de su futuro consorte. Eso fue un éxito, porque realmente, era virtuoso. Recién después de interpretar "Violín gitano", "Celos", y un concierto para violín que dejó boquiabiertos a todos... se jugó la carta de hacerle saber a su novia que los sábados de noche tocaba en público, como integrante de una orquesta típica. Gracias al antecedente, funcionó.
En cuanto a sus deportes preferidos, declaró el fútbol y omitió el billar.
De esa forma se fue armando el asunto que culminó en casorio ya con el diploma de profesional en manos de la novia, tal como estaba previsto, a fines del 38.
Cómo mantener en vigencia los disimulos enunciados antes, era cuestión de ver cómo se presentaban las cosas. Porque el hombre se había ocupado de llenar los requisitos de ella... pero se olvidó de hacer su parte, y entró al baile sin saber de qué forma la compañera le iba a seguir el paso.
El cigarrillo fue el primero en pedir espacio: consiguió el balcón. Los bailes a los que asistía la orquesta nunca fueron sitios bien vistos por la flamante esposa, motivo por el cual jamás aceptó acompañarlo a uno, como sí hacían las mujeres de los otros músicos. Los ensayos con la orquesta estaban bien, siempre y cuando fueran en casa de otro para no tener que recibir a personas que  – aun sin conocerlas – no le agradaban.
¿Y el billar... cuándo? Ni corto ni perezoso, pensó quitar tiempo a los ensayos para dedicárselo al Casín. En la orquesta se conocían el repertorio al dedillo, y si no ensayaban tocaban perfectamente igual. Ir al boliche con el violín en el estuche no era problema alguno. Asunto arreglado.
Pero ella desconfiaba. Los ensayos, frecuentando "esa gente con vaya a saberse qué hábitos" la hicieron suponer que él andaba en otra cosa, que tenía amores en cualquier cubículo nocturno, y se propuso averiguarlo. Estando él en el trabajo, sacó el violín del estuche y le tomó el peso. Fue a la mesita de noche, tomó un par de zapatos y comparó. Perfecto. Los metió en el estuche y lo dejó en su sitio, secuestrando el violín en el lugar de los zapatos. Después de la cena, él tomó el estuche, y salió.
La llegada del hombre a la casa, con la misma expresión tranquila de siempre, pudo haber alcanzado para concretar la inevitable reacción: los zapatos volvían de su paseo nocturno sin haber sido descubiertos... Pero no. Ella quiso un poquito más de leña en aquel fuego, así que preguntó cómo había estado el ensayo. Él – sin siquiera percatarse de lo extraño en la mirada o en el tono de voz de su interlocutora – contestó cándidamente que había salido todo fenómeno.
Ahí sí... sacó el violín de la mesita de noche, y sin más trámite se lo hizo añicos en el lomo. Recién después de eso  – bastante más aturdido por la situación que por el golpe –  miró el estuche que aun no había soltado de la mano, y se dispuso a abrirlo sin saber qué mierda se iba a encontrar adentro.
Luego, en medio del aluvión de improperios a toda voz y acusaciones de adulterio, se agachó a juntar las trizas de lo que había sido su querido instrumento y dijo: "Fui a jugar al billar, no a serte infiel... Era un buen violín, difícil que pueda comprar otro como éste".
Totalmente comprobable la disculpa, pero no tuvo eco. Era un pequeño detalle y, como no existía el menor interés en cambiar "la carátula del delito"...  así quedaron las cosas. El muerto no sería un Stradivarius, pero lo cierto es que tampoco tuvo nunca un "mono" mejor que aquél.
La anécdota  –con el tiempo – se repitió muchas veces, con la total coincidencia de ambas partes en cuanto a los detalles. Lo distinto siguió siendo "la escena del crimen". Cada uno mantuvo su tesitura de por vida.
Nunca hubo abogados intervinientes, y el implacable juez era tan irracional como inapelable. El acusado tampoco insistió mucho en su propia defensa, porque no le gustaba "gastar pólvora en chimango" y prefirió asumir ésa y otras tantas, que hoy no vienen al caso.
Nadie revisó los bolsillos de aquel traje y si lo hizo, restó importancia de la evidencia clara que allí existía: los residuos de tiza azul, la compañera infaltable de todo jugador que quiera estar seguro de no pifiar la tacada.
Nadie analizó, tampoco, por qué un hombre tiene que mentir para poder hacer algo tan corriente e inofensivo como juntarse con sus amigos en un boliche, y pasar parte de la noche dándole a la bola con el taco sobre la mesa verde, esperando que el contrario "pise" los palitos blancos inadecuados, para ganarle la partida de Casín.
Tal vez en el mismo momento de aquel incidente, debieron haber cortado el asunto de raíz. Pero, de haberlo hecho... no podría ser yo quien les contara esta historia.

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