Era grande, fuerte, arrogante. Sumisas, las gallinas
abrían paso ante su andar soberbio y ostentoso que imponía la autoridad del
gallinero. Sólo mostraba su recelo ante la presencia humana cuando mi madre entraba
a buscar huevos, con la cresta erguida y las alas entreabiertas, sin
amedrentarse ni retroceder.
Aunque
percibía su mirada desafiante al acercarme al tejido de alambre, mantenía mi
deseo de ocuparme de aquella tarea diaria. A veces mi madre accedía. Me
entregaba la pequeña canasta, vigilando adentro, cerca de la puerta, mientras
yo recogía la postura del día.
A
mis ocho años, ciertos permisos me hacían sentir importante y un día,
creyéndome capaz de hacerlo sola, entré al gallinero sin compañía. A lo que me
vio, el gallo corrió hacia mí desde el fondo y se me abalanzó, clavando sus
afiladas púas en una de mis piernas.
Mis
gritos de dolor y el alboroto de las gallinas alertaron a mi madre, que
tomándolo del cogote me lo sacó de encima y lo alejó de un puntapié. Acto
seguido y de una oreja, mientras me rezongaba, me llevó adentro para curarme.
Esa
noche, al contar el suceso en la casa de enfrente, mi abuelo sentenció que iría
en busca del gallo para meterlo en la olla. Le rogué llorando que le perdonara
la vida, asumiendo mi culpa por lo ocurrido y prometiendo que nunca más
desobedecería la orden de no entrar sola al gallinero. Así fue como se salvó.
Poco
tiempo después apareció un perrito deambulante. No digo callejero porque se
veía bien alimentado; tal vez tuviera dueños que le ofrecían la libertad de
andar rondando por ahí. Pequeño, pasando fácil por entre las rejas del portón
del frente, recorría la parte exterior de la casa, husmeaba un poco y volvía a
salir. Cuando me encontraba afuera, jugaba conmigo un buen rato antes de
continuar su itinerario.
En
una de esas vueltas, el perrito descubrió el gallinero. Por la ventana, lo
vimos junto al alambrado, como esperando al gallo que se le acercaba
lentamente. Me asusté. Pensé que podía lastimarlo y salir ileso, picoteándolo
desde adentro. Antes de salir a alejar
al perro del peligro, me di cuenta que no era necesario: El gallo se arrimó al
alambre, y fue el perro el que metió el hocico, lamiéndole las plumas. Unos
minutos después, el perrito peregrino volvió sobre sus pasos y salió de casa.
Más
o menos a la misma hora, aquel extraño encuentro se repetía todos los días. Ya
el gallo se pegaba al alambrado no bien lo veía venir. Con una actitud
insólita, dócil, casi rendida, acomodaba el buche para que el perro lo lamiera,
siempre en el mismo lugar. Esa acción breve pero repetida, le fue haciendo
perder las plumas, dejando a la vista su piel rojiza, irritada, casi sangrando.
Estropeado, deslucido, reducido casi a piltrafa, en nada se parecía al ejemplar
altanero y agresivo que había sido poco tiempo atrás.
A
esa altura, me preocupó la salud del gallo y así lo comenté. Las opiniones
obtenidas fueron un poco morbosas. Su presencia en el gallinero cumplía una
función que yo a esa edad ni entendía ni se me explicaba, y aun así no había
intención alguna de protegerlo. Desde que me dejó unas cicatrices que conservé
por varios años, a nadie le importaba lo que el bicho pudiera padecer.
Entre
frases incomprensibles para mí, como "El valentón resultó ser más
masoquista que sádico", a otras más claras como "Bien hecho,
gallo marica, quién te ha visto y quien te ve", apareció la puesta en
práctica eficaz de mi abuelo, que sin mediar palabra alguna cumplió la decisión
que un tiempo antes detuviera a mi pedido. Aplicando la necesaria eutanasia
provocada por las circunstancias, sin más trámite, se lo comieron en la casa de
enfrente.
En
sus próximas visitas, el perrito no dio señal alguna de extrañeza ni pesar por
la falta del gallo, y se entretuvo jugando conmigo como si lo otro... nunca
hubiera pasado.
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