Esta historia ocurrió, sin
duda, antes de 1956 y después de 1950.
Era la ciudad de Buenos
Aires, era la calle Costa Rica, era la cuadra que corre entre Fitz Roy y
Bonpland. Hoy, ese preciso lugar se conoce como el corazón rutilante del
llamado Palermo Hollywood. Pero en aquella época era un barrio grisáceo y pobre.
No había jardines, no había restaurantes, no había casas de moda. En la esquina
sudoeste de Fitz Roy estaba el almacén de don Amado, un gallego de poco reír;
en la esquina noreste de Bonpland se hallaba el del extravagante Victorio
Castronuovo, loco, simpático y —como yo— hincha de Racing.
Los niños del barrio
pasábamos la mayor parte del tiempo no escolar en la calle. No creo que
fuéramos grisáceos, pero sí pobres, sin el acceso casi sin límites que tenemos
hoy a tantas cosas…
Por ejemplo, invertíamos
gran parte de nuestro tiempo en jugar al fútbol con pelota de goma. Si caía
sobre nosotros la desgracia de que la pelota —sea por pinchadura, reventón,
exacción vecinal o secuestro policial— dejara de existir, se desencadenaba una
tragedia: no había manera de organizar una colecta para poder comprar una
segunda pelota: ¡tan costosa nos parecía —y lo era— en esos años!
Al caer la tarde, y después
de unas cuantas horas de patear la pelota entre adoquines, baldosas y aguas
servidas de las cunetas, solíamos estar transpirados, olorosos, sucios, despeinados,
con las ropas manchadas, y padeciendo cierta indignidad general.
Y, por esas horas,
indefectiblemente aparecía “El Conde”.
Juro que —a pesar de cierta
facilidad que tengo para colgar motes— no fui yo quien le puso el apodo; diría
que surgió como consecuencia natural de su aspecto.
El Conde era un chico de
nuestra edad. Venía del sur, por la calle Costa Rica; nunca supimos desde
dónde, pero era seguro que ingresaba en nuestra calle no por Fitz Roy, que era
la primera, sino por Humboldt, o por Juan B. Justo, o —misterio aún mayor—
quizá procediese del otro lado de las vías del Ferrocarril San Martín, acaso
viniera desde Godoy Cruz o desde Oro, o desde…
No lo supimos entonces y
continuamos sin saberlo hoy.
El Conde aparecía como
recién bañado y perfumado, con sus cabellos castaños aún húmedos y prolijamente
alisados sobre el cráneo. El rostro era delicado y muy blanco, pero con cierto
reflejo de rubor en las mejillas. La ropa lucía siempre nueva, acabada de
estrenar, y le quedaba un poco holgada. Usaba, como era de rigor entonces,
pantalones cortos; cubría sus pantorrillas con medias tres cuartos y hacía
repiquetear sobre las baldosas zapatos marrones muy, muy lustrados.
En fin, el Conde tenía una
expresión simpática y alegre, con una suerte de breve sonrisa afable que le
iluminaba toda la cara. Se lo conocía desde muy lejos porque —como el resto de
los mortales— poseía una manera propia de caminar: en su caso, flexionaba muy
poco las rodillas y dirigía a ambos costados las puntas de los pies.
Cuando llegaba hasta
nosotros, extendía apenas ambas manos hacia delante, con las palmas abajo, como
un modo de pedir, al mismo tiempo, permiso para pasar y ofrecer disculpas por
hacerlo. Y, tras deslizarse entre nosotros, volvía a sonreír tímidamente,
agradeciendo no sé que indulgencia de nuestra parte.
Así como nunca supimos de
dónde venía, tampoco logramos determinar hacia dónde iba. Lo veíamos cruzar
Bonpland, sí, pero no sabíamos si iba más allá de Carranza, de Ravignani, de
Arévalo… ¿Tomaría el colectivo 39, tomaría el colectivo 407…?
O, más alucinante aún, ¿se
internaría en los inmensos terrenos baldíos (“el campito”) que, entre vías abandonadas
de tren, canchas de fútbol, ovejas, gallinas, perros, caballos, lauchas, sapos,
ratas, ranas, se desparramaban, en aquella época, entre las calles Concepción
Arenal y Jorge Newbery…?
Esta hipótesis me parecía —y
sigue pareciéndome— por completo absurda: había total incompatibilidad entre el
aspecto y la personalidad del Conde, y el imposible ingreso en aquellos
andurriales de barros y yuyos.
Otro enigma para resolver
era descifrar por qué el Conde nunca volvía del norte rumbo al sur. Jamás lo vimos
regresar, y sin duda que, en algún momento, regresaba, ya que, al atardecer del
día siguiente, volvía a aparecer desde el sur y volvía a perderse hacia el
norte.
Cabían dos hipótesis: que
volviera por una calle paralela (El Salvador y Nicaragua eran itinerarios
plausibles) o que regresase por la calle Costa Rica, pero a horas desusadas,
cuando todos estuviéramos durmiendo en nuestras casas; pero también resultaba
difícil asociar el aspecto diurno y límpido del Conde con la lobreguez nocturna
de nuestra calle a las tres o cuatro de la mañana.
¿Por qué nunca tuvimos valor
para detener al Conde y preguntarle… ¡tantas cosas!?
“Conde: ¿cómo te llamás, qué
edad tenés, dónde vivís, hacia dónde vas todos los días a eso de las seis de la
tarde, por dónde volvés, a qué hora? ¿Tenés hermanos, tus padres viven, a qué
escuela vas, en qué grado estás, cómo se llama tu maestra, te gusta el fútbol,
de qué cuadro sos?”.
Nunca supimos nada del
Conde.
Junto con mis estudios
secundarios y mi entrada en la adolescencia cambiaron mis hábitos. Dejé de
jugar en la calle y, por ende, dejé también de ver al Conde, y, peor aún,
experimento cierta vergüenza al confesar que me olvidé por completo del Conde y
de sus enigmas: al fin y al cabo, me dije, no eran más que imaginaciones de los
chicos de la cuadra.
En fin, muchísimos años
corrieron, mi vida tomó otros rumbos, dejé de ser niño y adolescente, dejé de
vivir en la calle Costa Rica, me casé, tuve hijos, escribí cuentos, publiqué
libros…
Cierto atardecer del año
2012, viajando en el colectivo 111 hacia el centro, el Conde acudió súbitamente
a mi memoria, sin que hubiera ningún motivo (manifiesto) para que tal cosa
ocurriese.
Un impulso irracional e
irresistible me hizo abandonar el colectivo en la esquina de Bonpland y Costa
Rica, y empecé a caminar por la cuadra de mi niñez en dirección a Fitz Roy. Me
detuve frente a la que había sido mi casa, o sea en la mitad de la cuadra impar
de la calle Costa Rica.
Incliné la cabeza y me dije:
“¿Qué pasaría si ahora mismo, viniendo por su camino habitual, se me apareciera
el Conde, inmodificado, tal como había sido sesenta años atrás, con su mismo
cutis de porcelana, sus atildados cabellos, sus zapatos lustrosos, su expresión
simpática, afable y correcta, y teniendo siempre diez o doce años de edad…?
Creo que yo podría escribir un cuento sobre ese niño que, más allá del desgaste
y la corrosión que traen el paso de las décadas y el roer del tiempo, se mantuviera
siempre igual a sí mismo…”.
Y sentí una suave alegría,
como me ocurre siempre que encuentro una idea que me parece agradablemente
literaria.
Entonces se produjo la
materialización del pensamiento. Caminando con el mismo ritmo juicioso de seis
décadas atrás, apareció el Conde: una vez más, como recién bañado y perfumado,
con ropas finas, impecables y un poco holgadas, flexionando apenas las
rodillas, con los zapatos marrones lustradísimos, y cuyas puntas se dirigían a
ambos lados.
Pero ya no usaba medias tres
cuartos ni pantalones cortos. El Conde tendría ahora unos setenta años, era
canoso, le corrían arrugas por el rostro, había perdido el rubor de los
pómulos, caminaba más despacio, usaba anteojos, sin ser calvo había perdido
mucho cabello, su expresión seguía siendo simpática, pero con cierta moderación
de amargura o desgaste.
Cuando llegó a unos metros
de donde, en medio de la vereda, entre el árbol y la pared, estaba yo, extendió,
con las palmas hacia abajo, un poquito sus manos, como pidiendo, al mismo
tiempo, permiso para pasar y ofrecer disculpas por hacerlo. Me aparté tal vez
medio metro, y el Conde sonrió tímidamente, agradeciéndome la gentileza.
Así pasó frente a mí y, al
darme la espalda, yo esbocé un ademán como para saludarlo, pero no lo hice,
posiblemente por pensar que ya era demasiado tarde para conocer al Conde.
Y el Conde cruzó Bonpland y
continuó por Costa Rica hacia Carranza, hacia Ravignani, ¿hacia Arévalo…?
¿Hacia dónde…?
De pronto sentí una
inexplicable angustia, una oscura desazón… Me dije: “¿Habría sido sensato
formularle al Conde algunas preguntas…?”.
Por ejemplo: “Conde, usted
¿cómo se llama, qué edad tiene, dónde vive, hacia dónde va todos los días a eso
de las seis de la tarde, por dónde vuelve, a qué hora? ¿Tiene hermanos, imagino
que sus padres ya no viven, a qué escuela fue, concurrió a la universidad, le
gusta el fútbol, es hincha de algún cuadro?”.
Hice correr mi mano por el
pecho y se me humedecieron los ojos. Y volví a decirme: “¿Habría sido sensato formularle
al Conde algunas preguntas…?”.
Martínez. Diciembre de 2013.
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