No sé si
existe la palabra que encabeza este artículo, seguro que no; ni sé si la Real
Academia de la Lengua, caso de que no exista, la aceptará alguna vez; es
posible que sí; depende de muchas cosas, tanto políticas como lingüísticas y
religiosas. Habrá que esperar, desde luego, pues un diccionario no se imprime
todos los días. Aunque sí cada cierto tiempo, cada vez más breve, signo de
estos aciagos tiempos en los que la paciencia ha dejado de ser una virtud, señal
inequívoca de que todo es mudable y efímero. Y así han entrado en esta última
edición del diccionario algunas voces que no sabemos, y el tiempo lo dirá, si
van a perdurar o van a desaparecer, como tantas y tantas otras de vida muy
provisional. Y muy absurdas algunas de ellas. Pero que, aun así, han gozado de
un cierto favor o predicamento. Se incorporaron tal vez para demostrar que los
académicos están al día y con los ojos bien abiertos en todos los ámbitos de la
sociedad.
En un
diccionario no caben todas las palabras. Un diccionario, como otro libro
cualquiera, es selección, aunque la selección sea abrumadora. Quizás debido a
la aparición del libro electrónico, ya no existe la tiranía de la extensión,
impuesta por el coste del papel y la tinta. Y pese a ello, rara es la novedad
en las librerías que no alcanza las 500 ó 600 páginas. Parece que los autores
no se sienten escritores si no son capaces de pergeñar gruesos volúmenes. Algo
similar sucede con el cine. Cualquier película, que ya no se ruedan con celuloide,
ni se revelan, abaratando costes así, tiene una duración media de un par de
horas. Lo malo de esta extensión, de intentar demostrar que se es artista
despreciando el tiempo del lector o del espectador, es que la trama de la obra
termina por complicarse de tal forma que acaba por darle la razón al viejo
refrán: tanto me lo peino, que al final me lo enredo. La mesura siempre
ha estado bien en todo tiempo y lugar. Y la carencia de ella suele terminar en
la inverosimilitud; y, muy a menudo, en la mera necedad.
Recuerdo una
charla, conferencia o mesa redonda, en la que se vino a decir que la juventud,
de todos los tiempos, siempre es creadora de nuevas y expresivas palabras. La
explicación estaba, según el conferenciante, en que los jóvenes necesitan comunicarse
entre ellos sin que sus padres, la autoridad, sepan de lo que están hablando.
De ser esto cierto, ningún lugar más adecuado para la creación de nuevos
vocablos que la cárcel, donde el preso A se tiene que comunicar con el preso B
sin que el policía o guardián se entere de cuanto se dicen o planean. Ahora
bien: las palabras se desgastan; no hace falta ser muy inteligente para
comprender las nuevas acepciones, el contexto las explica en múltiples
ocasiones. En otros casos las explicaciones vienen dadas por viejas lecturas.
No hay más que volver a don Miguel de Cervantes, al patio de Monipodio.
Monipodio y sus protegidos son tan actuales como la lengua que utilizan. Se les
puede reprochar, eso sí, que no metan en su jerga ningún anglicismo. Cosas de la
época. Padres y guardianes, pues, se hacen con el secreto; y obligan a hijos y
a presos a una creatividad sin descanso. Creatividad que consiste, a menudo, en
volver a poner en circulación monedas caídas en desuso.
Contaba
alguien, no recuerdo si en una charla o mesa redonda, que la primera vez que
oyó la palabra pipa en una película de policías, o gánsters, no
entendió lo que significaba. O, dicho de otro modo, la imagen mental que a él
se le creó, una pipa de fumar, no se adaptaba a la realidad de lo que estaba
viendo en la pantalla. No tenía sentido que un gánster le dijera al dueño de un
bar que la guardara la pipa ya que la policía le iba pisando los
talones. Que él supiera no estaba prohibido fumar en aquella época. Todo le
quedó claro, no obstante, cuando el policía se presenta en dicho bar buscando
al asesino y a la pistola con la que se acaba de cometer un crimen. Así que la
pipa dejó de ser una pipa para convertirse en una pistola de la que no se
especificaba el calibre.
Me decía otra
persona que, a veces, los errores pueden ser hasta divertidos. Me refirió que
leyendo una novela de Bioy Casares, contaba este, o el narrador, que el
protagonista de dicha novela llega a casa, se desviste, y se mete en la pileta.
Como para él, el lector español, pileta es diminutivo de pila, creyó que el
protagonista de la novela era pobre, y se bañaba en algo parecido a una pila
bautismal. Sitió un poco de lástima por aquel hombre que no tenía ni una
bañera. No obstante, a continuación era la mujer de dicho señor quien también
llegaba a casa, y también se metía en la pileta, tras desvestirse, claro. Le
entró la risa, pues pensó que era ya demasiada gente para una pila bautismal en
la que, como mucho, cabe un bebé. Así que recurrió al diccionario, donde se le
aclaró que pileta en Argentina significa piscina. Bioy Casares era argentino y
amigo de Jorge Luis Borges. La lástima se transformó en envidia. Algo similar
le sucedió cuando por otro relato supo que en México los estudiantes iban a la
universidad con carro. Aquello le pareció la mejor exaltación que se había
hecho nunca de la vida rural, ni fray Luis con el Beatus ille... Lo malo
de aquellos carros, como no tardó en saber, es que funcionan con gasolina y que
rugen; y que dos de sus cuatro ruedas siempre llegan al mismo tiempo a la meta.
Supongo que
los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito o poco menos. Y como dijo
alguien, a veces da la impresión de que las lenguas están hechas para que medio
mundo se ría del otro medio. Y desde luego vale más que nos riamos que
lloremos. Ahora bien, hay palabras que son tan efímeras como la juventud que
las inventó. Y tal vez sería conveniente dejar pasar un tiempo antes de
incorporarlas a ningún diccionario. Al fin y al cabo los humanos estamos muy
limitados, y manejamos muy pocas palabras. No sé cuántas, pero desde luego no
todas las que caben en un diccionario. No quiero decir con esto que los
diccionarios no sean útiles, o que tengan que limitarse. Creo haber demostrado,
con las anécdotas contadas más arriba, que sí son útiles y necesarios. No
obstante, en el término medio está la virtud.
Sí, desde
luego: siempre es muy dificultoso definir dónde se halla ese buscado punto
medio. Y más en estos tiempos en los que todo el mundo entiende de todo y sabe
de todo y opina de todo. Quizás por este temor, por el ruido que se puede
generar por aquí y por allá, cuando se dice o se olvida algo que le puede
molestar a algún príncipe de alguna taifa y a la gente que arrastra, se tiende
a admitirlo todo y a aceptarlo todo, pues de lo contrario alguien se puede
sentir discriminado, la palabra mágica de estos tiempos que corren, y se monta
un zafarrancho de mírame y no te menees. Y no es que predique el puritanismo ni
mucho menos. Se trata, sencillamente, de recordar que si cada uno habla como
quiere, sin respetar normas ni gramáticas, dentro de poco nos entenderemos con
el vecino, pero con nadie más. Y desde luego ningún español está autorizado a
decirle a otro hablante del español que no diga mouse, cuando quiere
decir ratón cuando tiene él, en las señales de tráfico, la palabra stop
por la de alto, por ejemplo, y por no ir a más.
Pero la
historia es tan vieja como el hombre. Cicerón, hace ya algunos cuantos años que
se quejaba, con cierta amargura, porque en Roma se oía hablar más el griego que
el latín. O, como sucede ahora, cualquier pisaverde tenía que soltar palabrejas
en griego para demostrar que sabía mucho y estudiaba más. Quizás por eso, por
ese hartazgo de falso helenismo, es por lo que trató de “adaptar” la filosofía
griega al latín. Fue una ingente tarea, digna de los doce trabajos de Hércules.
No por eso los jóvenes pisaverdes dejaron de soltar palabritas en griego; como
no por escribir otras obras, Cuento de cuentos o El dardo en la
palabra, los jóvenes y los periodistas de hoy dejan de utilizar palabras,
tomadas del inglés o del idioma que sea, cuando tienen en castellano una que es
igual o mejor. Pero claro, queda más elegante decir que se ha matado haciendo balconing
que decir que se ha descalabrado haciendo el imbécil; es decir comportándose
como aquel que quiere caminar sin báculo, bastón o andadores, cuando le falta
una pierna y parte de la otra. Y para qué hablar del look: si uno se autopeina
un día de forma distinta a otro, ya ha cambiado de look. Y no se
enriquece el idioma con ello. Las nuevas palabras pasan a ser un latiguillo que
anulan a otras. Hoy, por ejemplo, es raro que algún periodista utilice la
palabra contratar. Todo se ficha, desde el ladrón hasta el jugador de fútbol e
incluso a un auxiliar administrativo. Y la expresión “al día siguiente” ha
desaparecido. Es “el día después”. Se nota mucho que en los institutos y
universidades ya no se leen los clásicos, ni se estudia el latín. Ya vendrán
tiempos mejores.
Nunca llueve
a gusto de todos. Pero la lluvia es necesaria. Por lo tanto, bienvenido sea el
nuevo diccionario, ya que puede evitar errores como el de carro y pileta, entre
otros. Y aunque tenga grandes olvidos, como dicen las abuelitas del chiste de
Forges, pues el nuevo diccionario admite hacker, wifi, y quad y
olvida zorromacho y amoto. También en mi juventud nos quejábamos
algunos estudiantes porque los diccionarios de latín no tenían ni un solo taco.
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