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viernes, 27 de marzo de 2015

ASUSTADOS Y SIN VOZ, PERO CON VOTO, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

Y es que, así como el esperma de los intemperantes en las relaciones sexuales es, en general, estéril e improductivo, lo mismo la falta de recato para charlar vuelve la palabra vana y necia.

Plutarco, Vidas paralelas, Licurgo.
Creo que, en esta vida, y quizás en la otra, no hay nada más cansino, repetitivo y aburrido, que un político español con miedo a perder las elecciones. Se pasa el día, las horas, las semanas y los meses, hablando de lo mismo, de lo único que sabe hacer y le han dicho, en el partido, que haga y repita: cantar todas las maldades que nos esperan si no le votamos a él, a su partido, y lo hacemos, por el contrario, a los otros, a sus enemigos, ya no rivales, que son, poco menos, que el apestoso demonio que nos va a llevar a las calderas de Pedro Botero. O como les gusta repetir día tras día, a dar un paso hacia delante cuando ya estamos al borde del abismo. La segunda vez que oí al político de marras pintando tan idílico panorama recordé un cuento infantil, Pedro y el lobo, creo que se titulaba. El tal Pedro siempre estaba anunciando la llegada del lobo con la finalidad de meter miedo en los pastores, y de divertirse con sus carreras y terrores. Ahora no se trata de divertirse sino de conservar el sillón o la butaca. Planteamiento que evidencia, por si no estaba claro, que la política no es un servicio público o a la cosa pública. O es eso y algo más, mucho más. Algo que hay que defender hasta el absurdo y el patetismo. Hasta la esterilidad.

A los planteamientos de estos aterrorizados políticos les siguen los de los pretendidos periodistas que cierran filas en torno a ellos. Estos, día sí y día también, ofrecen, periodismo de investigación, exclusivas y grandes titulares. Y en la inmensa mayoría de los casos dichas exclusivas recuerdan aquello de gemirán los montes y parirán un ratón. Y de esta forma, con exclusivas, con investigaciones, etc., hemos descubierto que todos, absolutamente todos quienes se dedican, o lo pretenden, a la política, son unos corruptos. Todos tienen dinero oculto o han defraudado a hacienda en algún momento de sus vidas. A veces estas cacareadas exclusivas ofrecen datos que, ya de por sí, son irrisorios. Pero los mantienen pese a su más absoluta carencia de verosimilitud, tal vez por aquello de que la verdad tiene que ser lo que se repite una y otra vez, sin descanso, hasta aturdir al paciente ciudadano. O porque se ha perdido la vergüenza y hasta la más elemental de las éticas.
Llama la atención, no obstante, que sean, según dicen, los programas televisivos de debate, entre políticos y periodistas, los más seguidos por los telespectadores. Seguramente será porque el debate queda reducido a un continuo cruce de acusaciones en el que brilla el cinismo, la mentira y la obcecación. Tropezarse con un político que reconozca haberse equivocado es pedirle peras al olmo o buscar cotufas en el golfo. Los políticos se parecen a esos adolescentes que siempre tienen una justificación, absurda las más de las veces, para creerse que quedan a salvo. Y, por supuesto, su palabra siempre es la última. Ignoro qué diversión puede haber en semejantes espectáculos.
La primera vez que leí la famosas Filípicas, de Cicerón me asombró la cantidad de insultos, soeces, que este le dirige a Marco Antonio. Lo pone cual no digan dueñas, y no se para en barras. No es que Marco Antonio sea santo de mi devoción; pero, gracias a las Filípicas terminé odiando a Cicerón. No me cabía en la cabeza que un hombre tan inteligente, con perdón de Mommsen, tuviera tan malas entrañas, o tan mala baba. Luego me enteré de que ese tipo de insultos, incestuoso, borracho, depravado, comilón, cruel, proxeneta... era normal entre los políticos romanos dado que ellos, pobrecillos, no tenían partidos políticos. En consecuencia no podían atacar el programa de Craso o de Lucio porque no existía. Nadie poseía ningún programa de acción social. ¿Para qué querían entonces el poder?, me preguntaba ingenuamente. ¿Acaso no pretendían lo mismo Pompeyo y César? Sí, pero tal vez haya una diferencia de matices. Y quizás los hermanos Graco no fueran tan desencaminados. Pero, claro, los señores senadores ya se encargaron de eliminarlos calumniándolos primero y matándolos después: temían perder sus privilegios. Así que los acusaron de todo. Y de lo peor: de traición a la patria. Por supuesto que habría que preguntarse qué entendían los patriotas senadores por patria.
Ahora ya no se lleva acusar a nadie de apátrida, incestuoso o traidor. Cada época tiene sus enfermedades y sus insultos. Hasta hace poco lo peor que podía hacer un político era defender algún tipo de terrorismo, ser ambiguo con esta lacra, o tratar de comprender, si se puede, a un terrorista. Lo estigmatizaban como Cicerón estigmatizó a Marco Antonio. Todavía funciona, dado el trauma que ha supuesto en España, la acusación de terrorista o filoterrorista. Pero como quiera que este se ha diluido bastante; y la preocupación principal del español medio ha sido, y es, el paro y la corrupción, el mejor insulto es el de acusar de corrupto al político que viene, aunque sólo haya defraudado, o la parezca, un euro. De esta forma se equiparan millones de euros en paraísos fiscales con el cobro de una beca. Y no es que trate de justificar esto último. Pero ya puestos, podían investigar el funcionamiento de la universidad, de la obtención de cátedras, de la contratación de los profesores y demás. Pero eso no interesa. O no es llamativo dado el escaso rédito político que podría tener. No se trata de buscar la raíz del mal y de atajarlo, sino de borrar al rival, de hacerlo desaparecer y seguir en la butaca unos cuantos años más. Y para ello, y cuando no hay razones, se recurre a la mera palabrería, al intento de inculcar miedo y de asustar a toda la población. Y el razonamiento, entonces, ante el lobo que viene, es muy claro y lógico: es posible que tengan razón, y que tras ellos aparezca el diluvio, pero a uno le dan ganas de que llegue, de que limpie todo esto, estos apestosos establos, y podamos respirar aire puro. Eso por no hablar de los temores de los viejos senadores a la savia nueva. Ya se encargarán sus escribas de hacernos ver que no son tan nuevos, sino igual o peor que ellos. Y ya puestos, vale más lo viejo conocido que no nuevo por conocer. Ahora bien, lo viejo conocido es triste, patético, estéril y aburrido. ¿Por qué no buscar fórmulas nuevas? ¿Porque los experimentos se hacen con gaseosa? Si pensáramos así todavía estaríamos en la época de los godos. El miedo paraliza, y no hay nada peor, aparte de un político español asustado, que una sociedad paralizada o temerosa. Así que ya que no tenemos voz, ejerzamos el voto, si es que vale la pena, aunque solo sea para atemorizar un poco más a los temerosos. Tengan en cuenta, si van a votar, que no estos no irán a la cola del paro. Y es una pena. A lo mejor allì perdían la palabrería y la necedad.

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