“¡Gorda, largá los postres!”, le
gritó alguien cuando bajó del colectivo. El viaje había resultado más fatigoso
que de costumbre porque el micro iba repleto. Cierto que algunos caballeros le
habían ofrecido el asiento, pero eran lugares en la fila de dos y ella no podía
darse el lujo de caer con toda su humanidad sobre su ocasional vecino. Así que
soportó estoicamente el cansancio en el trayecto Lanús-Once. También se hizo la
desentendida cuando algunos pasajeros refunfuñaban porque quería llegar a la
puerta trasera y encontraba su enorme cuerpo bloqueando el pasillo.
Nada nuevo.
Fabiana estaba acostumbrada a cargar con la osamenta que le había tocado en
suerte y también con la profusión de tejidos adiposos que la cubrían. También
ya había asumido los disgustos que ese conjunto provocaban en los demás. Al fin
y al cabo, era obesa desde que tenía memoria, y aunque a fuerza de sacrificios
inenarrables estaba apenas excedida de peso cuando lo conoció a Gustavo, su
silueta había durado apenas unos años. El antes y después de su vida había sido
andar por la vida con las dimensiones de Obelix y nada del “charme” del
personaje galo.
Casi podía
entender la ida de Gustavo. Se puso en sus zapatos y sintió la repulsión de
despertarse cada mañana con una mujer que se convirtió en ballena. Claro que él
no le había dicho eso. Había argumentado que ella vivía obsesionada con los
alimentos y las calorías, que consumía anfetaminas y toda clase de productos
que le cambiaban el carácter y que no sabía ser buena madre de sus dos hijas:
Juliana y Morena.
Pero en el
último tiempo ella había detectado esa mirada de asco cuando se cambiaba a su
lado por la noche, los ojos inmensamente abiertos al ver sus nalgas
inconmensurables, las manos que le no alcanzaban para aferrar las suyas de
dedos regordetes, la risa contenida toda vez que ella rompía una silla,
arrastraba consigo un mueble o un adorno o era incapaz de caber en una butaca
de un cine, un teatro, un micro o un avión.
También había
notado que Gustavo intentaba disimular el mismo asco y la misma pena al mirar a
sus hijas. Con ellas no habían valido las consultas a pediatras, nutricionistas
y endocrinólogos ni la bateria de productos dietéticos que abarrotaba la
heladera. Juliana y Morena reproducían desde la cuna las dimensiones de su madre.
Con 8 y 10 años usaban ropa de adulto que les quedaba ceñida pero inmensamente
larga. Y estaban sus mofletes, y sus panzas inmensas, y sus ojitos achinados
entre cúmulos de grasa y los brazos macizos y sus jamones inmensos…
Las nenas eran
miniaturas de lo que ella había sido e iban camino a convertirse en el monstruo
que era entonces. Por eso Gustavo las había dejado. Por eso ella había
abandonado los esfuerzos por rescatarlas de ese destino. Se limitaba a verlas crecer, a detectar en los demás las
miradas de espanto o de conmiseración, las burlas solapadas, las risas
contenidas.
Entró al
supermercados apurada y seleccionó los ingredientes para hacer el plato
preferido de Juliana y Morena: fideos con crema. A esa hora hacía rato que
habían vuelto del colegio y estarían hambrientas. No tenía caso someterlas a
regímenes que no hacían más que martirizarlas y no lograban mover la aguja de
la balanza.
Las encontró
sentadas frente al televisor, rodeadas de varios paquetes vacíos de galletitas.
No tenía casos pedirles que lo apagasen. Seguramente ambas habían cumplido con
las tareas escolares. eran inteligentes y aplicadas y sus maestros no hacían
más que felicitarlas. Ahora miraban una telenovela juvenil en la que una
jovencita enfundada en un minishort brillante bailaba en la puerta de su
escuela ante la mirada fascinada del más lindo del curso. El capítulo terminaba
con un beso apasionado de los dos. Las nenas se emocionaron. Ella se asombró ya
que aquella criatura apenas tenía un par de años más que Juliana. Para entonces
los fideos estaban listos. Les había puesto una generosa ración de veneno para
ratas. Como cada día, después de que se fue Gustavo, las tres iban a comer hasta hartarse.
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