En la
cuadra que bordea la autopista ya no hay árboles de moras. Los tiraron abajo o
los arrancaron de raíz para emprolijar la entrada al barrio cerrado. Parece ser
que las primeras señoras que se mudaron empezaron a quejarse de que aquellos frutos
rojos les ponían a la miseria los parabrisas de los autos. Así que Nahuel no
tendrá moras este verano. Tampoco tendrá zapatillas porque el agujero en la
lona de la punta se hizo tan inmenso que dejaba ver la mitad de sus dedos. Las
tiró después de una cargada de los pibes de la esquina.
No sabe
muy bien si le importan más las zapatillas o las moras. Total ya viene el
verano y no le molesta andar con unas ojotas que encontró en la basura. Cierto
que son bastante grandes para su pie, pero aquel pedazo de goma mugriento lo mantiene
alejado del calor del asfalto y de las espinas de las veredas más salvajes.
Hoy faltó
a la escuela. Una vez más. Pero a la vieja no le importa. Sabe que el
certificado de la Primaria Completa no le va a garantizar un trabajo ni un
plato de comida en la mesa. Más de una vez lo mandó a manguear monedas a los
autos que entran y salen de los barrios cerrados de la zona.
Pero a
Nahuel no le gusta pedir. Va con su hermana mayor, que lleva al más chico a upa,
siempre con los mocos afuera. Cuando estira la mano sucia, los hombres lo miran
con asco y uno que otro le manda una puteada. Con las mujeres le va un poco
mejor, algunas se compadecen y sacan algunas monedas o un billete chico de la
cartera y se lo tiran desde la altura para no tener que tocarlo. Lo peor son
los chicos que lo miran desde el asiento de atrás, con una mezcla de
fascinación y terror, como si fuese un ser de otro planeta o un animalito
escapado del zoológico.
Por
suerte están las carreras. Los únicos momentos en los que se siente libre.
Cuando corre, el viento le da en la cara y juega a estirar sus rulos para atrás
o para adelante. También hace ondear la remera que heredó de la última pareja
de su mamá, después de que ella lo sacó a palazos de la casa.
El de
correr es el juego que más le gusta. Por prenderse con los más grandes incluso dejó
el fútbol. Hace tiempo que los compañeros de escuela no lo ven por la canchita
del costado de la estación. Y eso que insistieron con que andaba rondando el
técnico de un club del barrio que quería fichar pibes para las categorías
inferiores. Les dijo que no le interesaba. Que había encontrado un
entretenimiento que tenía mucha más emoción que un par de goles por partido.
Le había
gustado tener que ganarse un lugar entre los más grandes. Ellos no dejaban
entrar a cualquiera al juego. Tuvo que demostrarles que, aunque era menos
fuerte, podía ser más rápido y tan valiente como cualquiera de ellos. Por eso
lo dejaban jugar y, a veces, lo convidaban con el porrito del final, “para
bajar la adrenalina”.
Esta
tarde son más pibes que de costumbre. Parece que va a estar más que divertido.
Al arranque del fin de semana muchos oficinistas y ejecutivos aprovecharon para
escaparse temprano del trabajo para adelantar las compras de Navidad. Manejan
con la impaciencia de quién no tiene tiempo para perder, ni siquiera en la
previa del descanso.
El Negro
da la voz de mando y todos se ubican en la línea de salida, del otro lado del
guardarrail en el carril central de la Panamericana. El brazo baja para indicar
la partida y el grupo sale a la carrera para cruzar la autopista. Nahuel
esquiva con soltura un Ford K y ve cómo la mujer que maneja lo mira con
fastidio. Sortea a una camioneta y puede escuchar el insulto del conductor.
Mide el Toyota que viene y acelera la carrera. Sabe que es él o la máquina y no
se va a dejar ganar. En ese momento, la tira de la ojota que pasaba entre sus
dedos se cortó. Empieza a chancletear y pierde velocidad. El hombre del Toyota
intenta dar un volantazo pero no hace a tiempo. Mientras el auto se le viene
encima Nahuel ve la mirada de terror del chico que va sentado en el asiento del
acompañante.
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