A Carlos y
Eva, mis amigos argentinos
Ya me gustaría, si ello
fuera posible, y con toda la humildad del mundo, hacer hoy en día un canto y
alabanza de la vejez, tal y como lo hizo Cicerón en su momento. Pero la vejez
hace mucho tiempo que dejó de tener el pretendido valor y prestigio que tenía
en la época del famoso orador. Entonces, cierto es, había un senado que dirigía
un imperio, dictaba leyes y manejaba varios e importantes asuntos de la res
publica. Ahora, por el contrario, el senado es un mero adorno, un cubículo a
donde van a parar algunos políticos con los que no saben qué hacer sus
respectivos partidos. Se ha convertido en una especie de buhardilla o cuarto
trastero. El senado, en consecuencia, no decide nada, ni sirve para nada. Y en
la vida civil se ha prestigiado, tal vez sobre manera, a la juventud. Pero no
una juventud cualquiera, sino la juventud que trabaja y puede permitirse el
lujo de mantener un par de hipotecas y disfrutar de sus deudas y su nómina. Los
ancianos, sin trabajo ni hipotecas, son, por el contrario, una carga para estos
jóvenes, habitantes de una sociedad en permanente crisis, porque exigen todo
aquel dinero que han pagado a lo largo de su vida de trabajadores cotizando a
la seguridad social. Dicen, desde altas instancias, que no hay dinero para
devolverles lo que es suyo. Parte, pues, de la nómina de la juventud se tiene
que destinar para los ancianos. De ahí la peregrina idea de un cierto ministro
japonés que recomendaba a los mayores que se murieran pronto a fin de dejar de
ser una insoportable carga para el resto de los ciudadanos. Sobra el consejo de
tan sabio ministro: seguramente los ancianos se morirán, unos antes que otros,
pero se morirán. Como también lo harán esos jóvenes con varias hipotecas y un
trabajo sujeto con papel engomado. Y hasta el propio ministro envejecerá y
morirá. Salvo que los dioses, que puede ser, dispongan otra cosa.
Siendo mal
pensado, entendí la recomendación del bienintencionado ministro como una
reivindicación de La balada del Narayama. En aquella película a los
ancianos, en una economía de subsistencia, para no mantenerlos, los enviaban a
lo alto de una montaña donde, desde luego, sin alimentos ni dientes, debían
parecer de hambre e inanición Una boca menos que alimentar. No es una mala
solución. Aunque hay otras mucho mejores y menos crueles. Entre ellas, por
ejemplo, limitar los cargos políticos de los cuales estamos más que sobrados, y
que no se caracterizan, precisamente, ni por su sabiduría dictando leyes ni por
la ejemplaridad de sus comportamientos y de sus silencios. Y no estoy hablando
solo de los políticos de este corralón lleno de sol. Me refiero también o todos
esos organismos internacionales, que costeamos entre todos, y que nunca se sabe
muy bien para qué sirven, si es que sirven para algo. Casualmente en las
noticias, sea en los periódicos o en las radios y televisiones, nunca se habla
del coste de estos lujos; pero sí, y mucho, del problema que generan las
pensiones. Y, últimamente, como no podía dejar de suceder, del pretendido
elevado sueldo del profesorado español. Algún día algún periódico
verdaderamente independiente, qué utopía, debería hacer un serio y profundo
estudio sobre estos organismos, incluyendo su elevado coste.
Cicerón habla
de la vejez como de la residencia de la experiencia y de la sabiduría. Y pone
infinidad de ejemplos para ilustrarlo. A veces cuenta fábulas preciosas. Como
aquella de Sófocles. Obsesionado este por su obra Edipo en Colono, según
sus hijos descuidó los asuntos familiares. Estos, que debían ser de cuidado, lo
denunciaron ante los jueces a fin de que le quitaran, por estar medio demente,
el poder de decisión, la patria potestas; pero Sófocles, en el juicio,
se defendió leyendo un fragmento de su obra. Los jueces se percataron, ante
tanta belleza, de que era imposible que su autor estuviera loco.
La historia
tiene un trasfondo importante: los jueces, al parecer, no se dejaron sobornar,
ni dependían de ningún poder político; y, además, tenían sentido de la estética.
Es muy posible que hoy en día, si alguien leyera un poema o una obra suya en un
juicio, durmiera a todo el respetable. Y no le hicieran ni caso.
No todos los
tiempos son uno, ni todos los ancianos se llamaban Sófocles. ¿Cuántos ancianos
murieron, en aquella época, a manos de sus parientes, hijos o nueras? Imposible
saberlo. En la literatura clásica sí que se habla, y bastante, del
infanticidio. Y ya se sabe que los niños son, junto con los ancianos, las
personas más indefensas de este mundo. Por eso la respuesta de cierto
legislador espartano, cuando le preguntaron cómo no había tenido en cuenta el
parricidio en su constitución, fue preciosa, digna de escribirse en letras de
oro, pero que ocultaba la realidad que sí ponía de manifiesto la pregunta. No mencionaba
el parricidio en su constitución, dijo el legislador, porque no le pasaba por
la cabeza que semejante crimen se pudiera cometer en su estado. La pregunta
ponía bien a las claras la falsedad de la respuesta.
En las
sociedades del bienestar se ha generado bastante miedo a la muerte. Pocas
personas, y menos los jóvenes, ven muertos o cadáveres. Estos causan repulsa y
repugnancia. Y a menudo el anciano es visto como aquel que está muy cercano a
la muerte, que ya pertenece más al otro mundo que a este. Eso cuando no corre,
con su magra pensión, con el cuidado y atención de toda su familia. En ese caso
el anciano casi es adorado, reverenciado, y puesto en una probeta, con formol,
para que dure, al menos hasta que la familia se coloque.
Por otra
parte que un anciano tenga sabiduría o no, depende no de los años sino de
varias y diversas cualidades, el entendimiento entre otras. Ya dijo don Miguel
de Cervantes, dirigiéndose a Fernández de Avellaneda cuando este lo acusó de
ser un viejo, que se escribe con el ingenio, no con las canas. No tienen porqué
ser inteligentes todos los ancianos ni tiene porqué ser excelente la sopa que
hace la abuela, con una supuesta receta casera. Hay gente, como España, para la
que no pasan los años. Y hay tradiciones que es mejor olvidarlas.
También, y de
esto no dice nada Cicerón, hay ancianos tan inútiles como sus propios nietos:
basta y sobra con verlos día tras día jugando a las cartas, al dominó o
sentados frente a la televisión sin nada mejor que hacer. Muchos de ellos, con
una vida tan vacía como un vaso lleno de aire, se aburren soberanamente y echan
de menos su odiado trabajo. No saben qué hacer con su tiempo. Otros, por el
contrario, estallan de gozo y alegría cuando tienen las veinticuatro horas del
día para hacer con ellas lo que les venga en gana.
Para mí, que
no soy Cicerón, la ventaja de la vejez está en la jubilación, en poder salir
del mundo del trabajo, y eso que he trabajado en lo que me gusta, o me gusta el
trabajo que he hecho. Lo cual no impide que haya terminado más que cansado y
harto. He pasado años y años deseando tener todo el tiempo del mundo para mí.
Lo he conseguido con la vejez, así que soy un hombre relativamente feliz.
¿Estoy cerca de la muerte? Sí, más cerca, si se quiere, que cuando tenía cinco
años; pero estos años que me queden son exclusivamente míos. Me los voy a
dedicar a mí; voy a hacer lo que más me gusta, y para lo cual no necesito
dinero, ni préstamos ni promesas de políticos, ni cruceros, ni nada de nada. Y
cuando llegue la hora me iré tranquilamente, sabiendo que he gozado cuanto he
podido, y que hay que saber retirarse a tiempo. Al fin y al cabo este mundo
tampoco es el paraíso terrenal, ni es digno de que estemos aquí más años de los
que estamos. Lo contrario sería ver la misma película una y otra vez. Así, si
leemos la historia de Roma podemos encontrar en ella tanta corrupción y mala fe
como la podemos hallar hoy en día en esta vieja provincia romana, Hispania, y
en muchísimos de sus gobernantes.
Los años dan
una cierta serenidad, una aceptación de las cosas, una sonrisa cervantina, y un
enorme placer por las cosas pequeñas: los amigos, los libros, las
conversaciones, la música... Y ya no hay prisa, ni carreras, pues no hay nada
que alcanzar como no sea el sueño, el cerrar los ojos y dejar de llorar, como
dijo el poeta. Y de sonreír. Hay que disfrutar de la vida. Y cada momento tiene
sus cosas. ¿Quién iba a decirme a mí que iba a tener paciencia para leerme a
Cicerón en latín? Ni en sueños me lo hubiera creído.
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