Hace tiempo que la busco. Mucho
tiempo. Desde aquella niñez de prepizza comprada en el almacén de Don Agustín,
o del simil-pizza que mi madre hacía con las tapas para pascualina La Salteña.
Ya de adolescente, las escapadas del Liceo a las calles del centro de San
Martín, me permitieron descubrir esa pizza regordeta de muzzarella aceitosa que
se vendía al paso cerca de la estación.
Después, con la facultad,
el pibe empezó a disfrutar de las “luces del centro” y de las pizzas “fashion”
de Pizza Piola, Pizza Cero, y Pizza no sé qué. Encima, en los 90, llegó la
época del pizza-party y la ¡pizza con champán!
Después, durante una
estadía otomesina en Italia, mitad beca-mitad luna de miel, degustamos la
típica pizza de masa finita e ingredientes generosos, comenzando por la humilde
“Margherita” y terminando en la (¿a quién se le ocurre?) ¡pizza con papas
fritas! Antes, en Estados Unidos, comí desde la acartonada “pizza-hut” hasta la
gruesísima “pan-pizza” de la adorable Chicago.
En los últimos veinte años,
probé casi todas. Si hablamos de pizzerías, pasé por La Continental, Banchero, Kentucky,
Torino, El Chiste, Plaza del Carmen, La Farola, Almacén de, La Americana, Don
José, Kass, Sofía y muchas otras, sin olvidar a clásicos como Los Inmortales,
Las Cuartetas, El Cuartito y la Meseta.
Comí pizza en Buenos Aires,
cien ciudades de provincias, de América Latina, Estados Unidos, Europa y hasta
en China. Probé mil gustos: muzzarela, muzza doble, con jamón, y con morrones, napolitana
con ajo, calabresa, con queso azul (hasta hace un rato roquefort), cuatro
quesos, con palmitos, fugazza, fugazzeta, fugazzeta con jamón, y las más
sofisticadas con rúcula, parmesano, jamón crudo, queso brie y verduras
grilladas. Hay para todos los tipos de gente también: desde la brava pizza de
cancha hasta la casi afeminada jamón glacé y ananá; desde la alemana con
leberwurst hasta la armenia con bastermá… Y me indigné cuando supe que hacían
una “especial” con frula. ¡Con la pizza no muchachos!
Las compré hechas: recién
horneadas, listas para llevar al horno, o congeladas. Las hicimos a partir de
una masa adquirida en el más industrializado supermercado hasta en la querida
panadería del barrio. También las amasamos en casa, y hasta las hicimos a la
parrilla y en horno de barro, una vez hasta la madrugada en la quinta que se
caía a pedazos de una tía, pero ella igual hacía maravillas desde una cocinita
de 2 x 2. Me viene a la memoria, con aromas incluidos, otra memorable noche de
parrillada de pizzas, que terminamos haciendo de dulce de leche y de dulce de
leche con banana. La última: el domingo al mediodía, casera y a la parrilla,
como “fin de fiesta” de un asado en la casa que fuera de mi abuelos, prolongando
por generaciones la sana costumbre de la familia reunida en torno al almuerzo.
Y ella, la pizza claro, siempre presente.
Que de molde, media masa o
a la piedra. Que redonda, cuadrada o rectangular por metro. Con o sin fainá. Con
orégano o sin. Caliente, recalentada o fría en el desayuno de mañana. Con la
mano o servida en bandeja de plata. Con gaseosa, cerveza, vino tinto o blanco,
moscato, sidra o champán. Mil formas de prepararla, comerla, compartirla y
recordarla…
Pero hasta ahora no la
encontré. La pizza perfecta no la encontré.
Sin embargo, siempre ha
estado allí. En las meriendas divertidas que se le ocurrían a mis viejos los sábados
a la tardecita. En las salidas con amigos, donde el presupuesto se acomodaba
más a una buena pizzería que a cualquier otro restaurant. En las primeras
noches con la mujer de mi vida y en la de cada domingo en familia. Como cuando
cortada en porciones me ayudó a explicarles fracciones a mis hijos. En Buenos
Aires, Gualeguaychú o Piriápolis.
Por eso, la sabiduría o la
resignación que acarrean los años, me están haciendo pensar que, en realidad,
lo perfecto de la pizza está en su variedad y universalidad; en ser simple y
versátil a la vez; en ser manjar de príncipes y laburantes por igual. En que,
más que cualquier otra cosa, es “la” comida que elegimos para compartir.
¿Pedimos una pizza?
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