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miércoles, 10 de septiembre de 2014

EL HOMBRE QUE CREYÓ SER, por Nechi Dorado, de Santa Teresita, Argentina

Ilustración: “El hombre” de Beatriz Palmieri.

Caminaba el hombre por las calles adoquinadas del viejo poblado con la lentitud que el peso de los años exigía a los pasos. Cada mañana, cuando el sol se acomodaba sobre el cielo y las aves saludaban con trinos de colores el despertar imprescindible para que la vida transcurriera solemne, rutinaria, creía ser la reencarnación de algún personaje de esos que bailotean, marcando presencia, por las hojas amarillentas del libro que acumula retazos de la historia del mundo.

Así fue que un día dijo haber sido Zeus, en otro tiempo, y salió a juntar hojas de olivo para hacerse una corona. Pero las hojas se secaban. No logró que alguien le temiera y tampoco tuvo hijos para poder deglutir.
Entonces, dejó a un costado de su casa la rama seca que creyó su cetro y cambió el personaje, a la mañana siguiente.
Amaneció otro día creyendo haber sido Atila, pero se dio cuenta que no era azote de nadie. No tenía caballo y por donde pisaba seguía creciendo el pasto. Le faltó fuerza, le faltó coraje, le sobró cobardía y entonces dijo:
-Mejor cambio, me dedico a otra cosa. Este mundo está muy loco y ya nadie respeta a nadie. Se murieron los códigos, se perforan los sueños, esto se está poniendo demasiado extraño.
Fue cuando se le ocurrió que mejor era ser santo y al no encontrar a nadie que se hincara a su paso; o que se asustara con sus órdenes que sonaban tragicómicas y al carecer de un espíritu gregario capaz de aglutinar voluntades, de buenas a primeras cambió el rol asumido por unas horas y se borró del santoral donde creyó estar ubicado. Fue bajando despacito hacia la entraña de una tierra partida donde volvía a ser el hombre gris que fuera hasta ese día de su revelación final.
Una vez allí, acosado por una realidad que abofetea cuando menos te das cuenta, el tipo creyó ser distintos entes en poco tiempo. Pero no fue ninguno.
No pudo ser Napoleón, como pensara. Le faltaron batallas y teoría expansionista. También le faltó un 18 de Brumario, lo que le impidió hacer un Golpe que descuajeringara la historia. Cambió de rumbo, buscó por otro lado.
Se imaginó siendo Apolo pero volvió a derrumbarse su sueño por no tener belleza. Tampoco Cíclope, pues le sobraba un ojo. Ni qué hablar de ser Caronte, ya que no tenía barca y por más intentos que hizo tampoco llegó a ser Cerbero por tener tan solo una cabeza.
Tampoco pudo ser filósofo como creyó que podría ser, porque no le interesó el principio fundamental del universo y además le estaban sobrando mitos y no tuvo forma de acceder a la escuela de Mileto. No la encontró en la guía.
Quiso ser Anaxímenes, pero le faltó aire. El poco que había estaba contaminado.
Se sintió Heráclito, pero estaba incompleto y le falló el juego de los opuestos que no supo iniciar.
Trató de ser Pitágoras, pero le faltaron números y cuando quiso ser ParménIdes se le mezclaron todos los seres creando un caos infernal en su pobre cabecita alucinante.
Entonces, inició un viaje acercándose a un pasado más reciente creyendo que sería más fácil encontrar un personaje donde poder alojarse. Intentó ser Franco, por un rato, pero enseguida se dio cuenta que para eso, le haría falta un Guernica. Además, si bien era un hombre gris con su cerebro medio volado, mantenía pedacitos de alma enamorada. No podía así nomás, por propia voluntad, dejar su esencia herrumbrándose en el margen de su vida.
Pensó que bien podría ser un Jesús contemporáneo. Multiplicar los peces y los panes. Sanar a los enfermos. Redimir a las putas, ayudarlas a ser mujeres aceptadas porque ellas también tienen alma, como todos. Quiso ser transgresor. Quiso expulsar los demonios que habitaban en él mismo, los que no le permitían ser lo que quería sino parte de otra extraña vida que no aceptaba como suya. Como si todo eso fuera poco impedimento, no encontró a Poncio Pilatos y vio una imagen de Jesús ubicada muy lejos de donde el hijo de Dios, cuentan que había nacido. Y vio manchones de sangre, sintió ruidos que parecían partirle los tímpanos. Huyó de ahí, había alrededor demasiado espanto. Demasiado odio. Demasiado escarnio. ¡Ya no quería ser judío!
La realidad, sacudiéndolo por sus hombros, se encargó de demostrarle que no podría ser Jesús de ningún modo. No había cerca leprosos, no encontró la Decápolis así como tampoco pudo encontrar a un “demonio mudo” en este mundo donde los demonios se reúnen en ágapes festivos. Y hablan en todos los idiomas, dan órdenes y se reparten los pedazos de tierra y riquezas que generan los pobres.
Se convenció a duras penas que ser Jesús no era para él, que además no soportaba los genocidios y allá por donde el Cristo anduviera, eran moneda corriente.
Todo esto lo descolocó mucho más y ante cada desorden el tipo huía buscando otra figura que lo reemplazara. Apostaba a la elección por descarte.
Quiso ser Hitler y le faltaron judíos, homosexuales, gitanos, negros y comunistas. Y le seguía sobrando amor y eso resultaba excluyente.
Cuando trató de ser pintor notó con tristeza que había perdido un color y que sin ese, su obra quedaría incompleta. Arrojó su paleta de cartón y la ramita con la punta deshilada que creyó era un pincel de trazo desparejo incapaz de filetear bordes.
Una mañana, cansado de tantas frustraciones, eligió ser astronauta y nuevamente fue invadido por una terrible sensación de fracaso. Además, la luna estaba llena y tuvo miedo de ahogarse en esa panza de hielo. Y tuvo miedo de quedar ensartado en las puntas de las estrellas que cumplían el papel de custodios de la luna en un cielo amorfo, oscurecido.
El hombre gris, con el pelo alborotado y el alma en estado de transformación continua, quiso sentirse rey pero tampoco lo logró pese a realizar ingentes esfuerzos. Para ser rey, pensó, primero debía convertirse en parásito, esa es la ley y las leyes no se rompen así nomás. Y no hay rey cuando se tiene alma como tenía el tipo. Y no hay rey si sobra el sentimiento. Y no hay rey si se mantiene un poquito de cordura y mucho menos hay rey si sobra el sentido más común de los comunes.
-¡Ya se quién soy! Exclamó una mañana nublada ni bien abrió los ojos. ¡Yo soy Ícaro y puedo volar, acariciaré el sol y besaré la luna! Llegaré tan alto como nunca, seré grande, intocable. Seré un hombre sin sueños abortados.
Subió a la parte más alta del techo de su casa; abrió sus brazos imaginando que eran alas y comenzó a agitarlos.
El hombre gris cayó al vacío de su propia existencia. Remontó un vuelo efímero para acabar su proeza estampado contra el piso adoquinado del viejo poblado.
En el mismo lugar donde naufragaran sus sueños de alas rotas carcomidas por la realidad más descarnada, el hombre se despidió de la vida sin haber llegado a saber quién fue realmente.

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