Ilustración:
“El hombre” de Beatriz Palmieri.
Caminaba el hombre por las calles
adoquinadas del viejo poblado con la lentitud que el peso de los años exigía a los
pasos. Cada mañana, cuando el sol se acomodaba sobre el cielo y las aves
saludaban con trinos de colores el despertar imprescindible para que la vida
transcurriera solemne, rutinaria, creía ser la reencarnación de algún personaje
de esos que bailotean, marcando presencia, por las hojas amarillentas del libro
que acumula retazos de la historia del mundo.
Así fue que un día
dijo haber sido Zeus, en otro tiempo, y salió a juntar hojas de olivo para
hacerse una corona. Pero las hojas se secaban. No logró que alguien le temiera
y tampoco tuvo hijos para poder deglutir.
Entonces, dejó a un
costado de su casa la rama seca que creyó su cetro y cambió el personaje, a la
mañana siguiente.
Amaneció otro día
creyendo haber sido Atila, pero se dio cuenta que no era azote de nadie. No
tenía caballo y por donde pisaba seguía creciendo el pasto. Le faltó fuerza, le
faltó coraje, le sobró cobardía y entonces dijo:
-Mejor cambio, me
dedico a otra cosa. Este mundo está muy loco y ya nadie respeta a nadie. Se
murieron los códigos, se perforan los sueños, esto se está poniendo demasiado
extraño.
Fue cuando se le
ocurrió que mejor era ser santo y al no encontrar a nadie que se hincara a su
paso; o que se asustara con sus órdenes que sonaban tragicómicas y al carecer
de un espíritu gregario capaz de aglutinar voluntades, de buenas a primeras
cambió el rol asumido por unas horas y se borró del santoral donde creyó estar
ubicado. Fue bajando despacito hacia la entraña de una tierra partida donde
volvía a ser el hombre gris que fuera hasta ese día de su revelación final.
Una vez allí,
acosado por una realidad que abofetea cuando menos te das cuenta, el tipo creyó
ser distintos entes en poco tiempo. Pero no fue ninguno.
No pudo ser
Napoleón, como pensara. Le faltaron batallas y teoría expansionista. También le
faltó un 18 de Brumario, lo que le impidió hacer un Golpe que descuajeringara
la historia. Cambió de rumbo, buscó por otro lado.
Se imaginó siendo
Apolo pero volvió a derrumbarse su sueño por no tener belleza. Tampoco Cíclope,
pues le sobraba un ojo. Ni qué hablar de ser Caronte, ya que no tenía barca y
por más intentos que hizo tampoco llegó a ser Cerbero por tener tan solo una
cabeza.
Tampoco pudo ser
filósofo como creyó que podría ser, porque no le interesó el principio
fundamental del universo y además le estaban sobrando mitos y no tuvo forma de
acceder a la escuela de Mileto. No la encontró en la guía.
Quiso ser
Anaxímenes, pero le faltó aire. El poco que había estaba contaminado.
Se sintió
Heráclito, pero estaba incompleto y le falló el juego de los opuestos que no
supo iniciar.
Trató de ser
Pitágoras, pero le faltaron números y cuando quiso ser ParménIdes se le
mezclaron todos los seres creando un caos infernal en su pobre cabecita
alucinante.
Entonces, inició un
viaje acercándose a un pasado más reciente creyendo que sería más fácil
encontrar un personaje donde poder alojarse. Intentó ser Franco, por un rato,
pero enseguida se dio cuenta que para eso, le haría falta un Guernica. Además,
si bien era un hombre gris con su cerebro medio volado, mantenía pedacitos de
alma enamorada. No podía así nomás, por propia voluntad, dejar su esencia
herrumbrándose en el margen de su vida.
Pensó que bien
podría ser un Jesús contemporáneo. Multiplicar los peces y los panes. Sanar a
los enfermos. Redimir a las putas, ayudarlas a ser mujeres aceptadas porque
ellas también tienen alma, como todos. Quiso ser transgresor. Quiso expulsar
los demonios que habitaban en él mismo, los que no le permitían ser lo que
quería sino parte de otra extraña vida que no aceptaba como suya. Como si todo
eso fuera poco impedimento, no encontró a Poncio Pilatos y vio una imagen de
Jesús ubicada muy lejos de donde el hijo de Dios, cuentan que había nacido. Y
vio manchones de sangre, sintió ruidos que parecían partirle los tímpanos. Huyó
de ahí, había alrededor demasiado espanto. Demasiado odio. Demasiado escarnio.
¡Ya no quería ser judío!
La realidad,
sacudiéndolo por sus hombros, se encargó de demostrarle que no podría ser Jesús
de ningún modo. No había cerca leprosos, no encontró la Decápolis así como
tampoco pudo encontrar a un “demonio mudo” en este mundo donde los demonios se
reúnen en ágapes festivos. Y hablan en todos los idiomas, dan órdenes y se
reparten los pedazos de tierra y riquezas que generan los pobres.
Se convenció a
duras penas que ser Jesús no era para él, que además no soportaba los
genocidios y allá por donde el Cristo anduviera, eran moneda corriente.
Todo esto lo
descolocó mucho más y ante cada desorden el tipo huía buscando otra figura que
lo reemplazara. Apostaba a la elección por descarte.
Quiso ser Hitler y
le faltaron judíos, homosexuales, gitanos, negros y comunistas. Y le seguía
sobrando amor y eso resultaba excluyente.
Cuando trató de ser
pintor notó con tristeza que había perdido un color y que sin ese, su obra
quedaría incompleta. Arrojó su paleta de cartón y la ramita con la punta
deshilada que creyó era un pincel de trazo desparejo incapaz de filetear
bordes.
Una mañana, cansado
de tantas frustraciones, eligió ser astronauta y nuevamente fue invadido por
una terrible sensación de fracaso. Además, la luna estaba llena y tuvo miedo de
ahogarse en esa panza de hielo. Y tuvo miedo de quedar ensartado en las puntas
de las estrellas que cumplían el papel de custodios de la luna en un cielo
amorfo, oscurecido.
El hombre gris, con
el pelo alborotado y el alma en estado de transformación continua, quiso
sentirse rey pero tampoco lo logró pese a realizar ingentes esfuerzos. Para ser
rey, pensó, primero debía convertirse en parásito, esa es la ley y las leyes no
se rompen así nomás. Y no hay rey cuando se tiene alma como tenía el tipo. Y no
hay rey si sobra el sentimiento. Y no hay rey si se mantiene un poquito de
cordura y mucho menos hay rey si sobra el sentido más común de los comunes.
-¡Ya se quién soy!
Exclamó una mañana nublada ni bien abrió los ojos. ¡Yo soy Ícaro y puedo volar,
acariciaré el sol y besaré la luna! Llegaré tan alto como nunca, seré grande,
intocable. Seré un hombre sin sueños abortados.
Subió a la parte
más alta del techo de su casa; abrió sus brazos imaginando que eran alas y
comenzó a agitarlos.
El hombre gris cayó
al vacío de su propia existencia. Remontó un vuelo efímero para acabar su
proeza estampado contra el piso adoquinado del viejo poblado.
En el mismo lugar
donde naufragaran sus sueños de alas rotas carcomidas por la realidad más
descarnada, el hombre se despidió de la vida sin haber llegado a saber quién
fue realmente.
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