Cuando
el Gordo murió, el Gato sintió que, de algún modo, había perdido a un padre, a
pesar de que apenas los separaban siete años.
Cierto que no pensó en escribir un son melancólico como cuando murió su
verdadero padre, porque entendió que al contrario de aquella, esta partida le
producía tristeza pero también alivio.
Y es que se había acostumbrado a
crecer y vivir a la sombra del Gordo. Ya sea para imitarlo, ya sea para
repudiarlo y cagarse en sus preceptos. Pero el otro siempre estaba ahí, como un
tótem, como un Buda majestuoso, rey y señor de la patria de los bandoneones.
Todavía podía recordar, como si
fuese ayer la veneración con la que lo había escuchado tocar la primera vez. De
pronto, esas manos regordetas, apenas a unos centímetros de la cara de luna
llena, le habían dado otro significado a aquel instrumento que su padre compró
de segunda mano en una tienda de empeño de Nueva York para mitigar la nostalgia
de estar lejos de casa. Aquel Buda sabía hacer que el fuelle llorase, riese, e
incluso contase una historia.
Después de aquella primera vez,
pasaron meses en los que el Gato se obsesionó con desentrañar la magia que el
Gordo sabía hacer con aquel instrumento. Lo siguió durante meses, a sol y a
sombra, y supo esperar el momento justo para entrar como reemplazo en la
orquesta. Necesitaba saber. Necesitaba aprender el mecanismo de aquel lamento.
Pero la armonía duró poco. Al Buda
no le gustaron sus veleidades modernas y censuraba el desenfado con que el Gato
tocaba el bandoneón. Valoraba su talento y le pedía que le hiciese los arreglos
para los temas, pero los revisaba con una goma de borrar en la mano, listo para
mitigar los excesos. Fueron madrugadas de discusiones filosóficas y de palabras
ásperas mientras los instrumentos exponían sus particulares modos de entender
el tango.
El Gato aguantaba, con mayor o menor
paciencia, mientras se debatía entre aquella música plena de lamentos y la
elegancia de la música clásica. Hasta que una maestra europea, a miles de
kilómetros del río de la Plata, le secreteó que los dos podían coincidir en
algún pliegue del bandoneón. Y él se había propuesto encontrar ese punto en el
que los dos eran uno.
Fue lejos del Gordo y la partida
generó la primera gran pelea entre ellos. El Buda no entendía que él buscase
nuevos horizontes y él no comprendía que el otro no quisiese más. Tenía que
haber otras posibilidades, un punto en el que el lamento pudiese ser un grito
furioso, un aullido desesperado, aunque el resultado escandalizase al público
que buscaba entretenerse y bailar.
Se fue, pero nunca pudo alejarse del
todo. El otro siempre estaba ahí, cono una maldición, en una melodía, en un
arreglo, en un fraseo del fuelle. Nunca se reconciliaron del todo, pero jamás
dejaron de hablarse. Encontraron el modo de limar asperezas para trabajar
juntos y luego separarse para seguir creciendo cada uno por su lado.
Cuando el Gordo murió, su mujer
embaló el fuelle que lo hacía acompañado toda la vida. Se lo mandó la Gato,
para que lo conservase. Le pareció natural ya que ambos habían compartido la
pasión por el bandoneón.
El abrió el paquete con extrañeza.
Lo apoyó sobre sus rodillas como a un niño dormido y comenzó a desgranar uno de
los tangos que había dejado el Buda. Descubrió con espanto que la música que
salía de aquel fuelle no era la suya. Pero tampoco la del muerto. Era un
lamento más profundo aún, como si aquel instrumento llorase la pérdida. O
quizás, como si sus dedos lo estuviese lastimando.
Volvió a embalarlo y lo guardó en
una vitrina, mudo lamento de un tiempo que se fue.
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