Cuando
salí, la calle estaba desierta. Casi pude oír la conversación que se estaba
dando en cada casa, en cada bar, en cada oficina frente al televisor para
evaluar el primer tiempo del partido que la Selección Nacional
le ganaba a Nigeria. Elogios a los delanteros, críticas al referí y un pedido a
la estrella del equipo para que despliegue su magia.
Me hubiese gustado quedarme pero
pudo más mi obsesión por cumplir con el horario de entrada al trabajo. Total,
estaba convencida de que muchos de mis compañeros iban a llegar pasado
largamente el final del partido y que los demás, estarían instalados frente al
televisor y jamás prestarían atención a mi presencia.
No me extrañó encontrarme sola en la
parada e intenté sintonizar algún canal en el celular para enterarme de cómo
iba el partido. El entretiempo no me había dado margen más que para llegar a la
parada y sabía que iba a hacer el viaje en la más absoluta incertidumbre.
Cuando subí al 168 entendí que el
chofer estaba en la misma situación que yo. No había radio a la vista y el
pobre hombre se contentaba con preguntar de vez en cuando a los pasajeros que
subían con los auriculares puestos cómo iba Argentina. Pero hubo algo en su
modo de frenar haciendo chirriar los neumáticos, un dejo de fiereza en su
expresión y el bufido con el que digitó mi boleto en el tablero, que me
convencieron de que le molestaba mi presencia en aquella esquina de Once y que
me consideraba una de las culpables de que él no pudiese estar en algún bar
cercano al trabajo con sus compañeros aplaudiendo la magia de Messi.
Al principio pensé que el enojo del
chofer con todos nosotros era el producto de mi habitual paranoia. Pero, con el
correr del viaje, descubrí que la brusquedad de las frenadas se repetía en cada
parada, el odio en la mirada atacaba a cada pasajero que levantaba su mano para
detener el colectivo o tocaba el timbre para descender en la parada siguiente.
Mientras observaba el odio del
conductor, iba enfrascada en mi propia incertidumbre. Había dejado
al equipo nacional cuando se imponía por dos goles contra uno al africano. Sin
embargo, 45 minutos eran demasiado tiempo y las cosas podían cambiar. Después
de verificar que el 3G de mi celular no funcionaba decidí escrutar en las caras
de los pasajeros con auriculares y más allá aún, de los transeúntes o los
parroquianos de los bares que se veían por la ventanilla la ventura del conjunto nacional.
No tuve suerte. Nada en aquellos
rostros presagiaba un triunfo inminente de la Selección. Tampoco una derrota
funesta. Y los pocos pasajeros que tenían auriculares se guardaban celosamente
el resultado para sí. El chofer también lo había notado y, a través del espejo,
dirigía miradas virulentas a cada uno de los de viajábamos en aquel interno.
A la altura de Avenida San Juan se
oyó un grito de decepción. Un gesto semejante se repitió en los semblantes de
los pasajeros que iban conectados. El conductor volvió a mostrar su odio y dejó
escapar un bufido. Yo preferí acercarme a uno de los conectados y confirmar que
Nigeria había hecho un gol.
La confirmación pareció enojar aún
más al hombre que manejaba, quien comenzó a dirigir todas sus miradas
amenazadoras hacia mí, como si fuese la culpable del empate y de la falta de
pericia de la defensa nacional. En cada parada o en cada bocacalle encontraba
el modo de levantar la vista y mostrarme su odio a través del espejo.
En el cruce con Juan de Garay subió
una anciana con un bastón canadiense. El conductor la insultó en voz baja y yo
me apresuré a ayudarla para evitar que su demora lo enojase. Aceleró apenas se
había sentado y pensé que había encontrado otra víctima para su ira. Pero
pronto descubrí que no. Continuaba siendo el único objeto de su enojo ya que
ahora me consideraba cómplice de la mujer que lo había demorado.
No pude reflexionarlo demasiado
porque me sorprendió un clamor que se oyó en la calle. Llegó atenuado al
colectivo donde se manifestó apenas como un par de gritos aislados y la sonrisa
de satisfacción de mi vecino conectado quien me apuntó que Argentina se había
puesto arriba.
El conductor no se inmutó. Calculé
que la velocidad que adquiría en ciertos tramos alimentaba la secreta
esperanza de llegar a la terminal antes de que el encuentro terminase. Razones
no le faltaban ya que la calle estaba bastante vacía y poca gente esperaba en
las paradas. Sin embargo hubo un corte de calles por repavimentación aquí y un
semáforo que no funcionaba, más allá y el viaje duró más de lo esperado.
A la altura de Constitución bajaron
todos los que iban conectados. A los que quedamos se nos terminó la esperanza
de intuir los goles a partir de sus
rostros o de un grito que no pudieran reprimir. El joven que me había
confirmado el gol nigeriano me saludó con la mano y el chofer no se contentó
con el espejo. Se volvió a mirarme con odio, supongo que atribuyéndome la culpa
de la falta de noticias que nos acompañaría por el resto del viaje.
Pasaron varios minutos interminables
en los que aquel vehículo parecía volar sobre el pavimento y su conductor
empuñaba el volante como si se tratase del timón de un barco pirata. A
intervalos regulares miraba a cada uno de los pocos pasajeros que habían
quedado y detenía sus ojos en mí con un odio indisimulable.
Me tocaba bajar y me preparé con
tiempo para no hacer demorar a aquel hombre ofuscado porque no podía ver el
partido. Pero me enredé con la bolsa que llevaba en la mano y todas las hojas
de una de mis carpetas quedaron esparcidas en el suelo. Comencé a juntarlas
mientras le gritaba que se detuviese en la parada. Creo que se hubiese negado
pero lo frenó el semáforo en rojo.
Bajé mientras me dedicaba la peor de
sus miradas y me apuré a cruzar por delante
del colectivo para tomar la vereda del trabajo. La señal dio la luz
verde. Supongo que funcionaba mal, pero no pude pensarlo demasiado. Ya tenía
aquella mole encima. Lo último que vi fue el destello de aquella mirada de
odio.
Y que trágico efecto producieron esas hojas, que se cayeron y desparramaron, en el momento más inoportuno. Hojas que le impidieron a la protagonista salvar su vida. O por lo menos, salvarse del accidente.
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