Era la mañana
cargada de olores. Un vendaval de grillos mantenía al aire vibrando, y el sudor
se empozaba en el alma desde antes de salir el sol.
A tal hora,
Pepín se espantaba los entumecimientos de la noche. Hinchado a más no poder, el
campo de pangola, que iba creciendo desde la ventana de la cocina hasta los
primeros rayos, le pareció un espejismo hasta que vio abrirse paso el polvo
azorado de la guardarraya, y a poco, el jeep del Moro descabezando terrones y
dando saltos sobre ellos como un sapo viejo.
Ya en camino,
Pepín recordaba a su padre como una lluvia fresca y se arrellanaba un poco más.
Iba riéndose solo.El Moro, cuando manejaba, no sabía hacer otra cosa. Su perfil cincelado contra el azul de afuera, subía y bajaba con los tirones.
Si la vieja no
hubiera tenido que ir a operarse a la Habana con el puerco de diciembre como
paga, Pepín no hubiera estado ahora con todas las truchas en la imaginación,
como si las tocara.
De pronto el
Moro se cagó en su madre y saltó al suelo dando patadas.
_ ¡Carajo, por
apurarme!_
_ ¡Qué apuro,
si vamos a catorce!_
_Venía
cogiendo la loma. Ésa no es velocidad para esta mierda.
Pepín sintió
todo perdido. Aquella “cafetera” se estremecía con el motor apagado, como si
fuera a huir mundo arriba desvistiéndose de todos los hierros. De no haber sido
por el tractor de Bernardo, que los pasó de la loma, hubieran muerto de puro
desespero.
Eran las diez.
Las truchas
estarían despiertas, resbalando por un agua descansada y levantando piedras
para comerse todas las cosas vivas de la laguna.
El jolgorio de
los sinsontes les embobecían los oídos. Los pitirres espantaban unas tiñosas
que les doblaban el tamaño; y para colmo
los sabaneros, como si fueran a dejarse atrapar con la mano, hasta que echaban a correr para levantar un vuelo que a
Pepín le daba lástima.
Los ojos
nudosos del Moro se agarraron cien varas por delante de los almácigos para
impulsar al jeep. A cada rato metía unos ronquidos que lo levantaban en peso.
_ ¡Este
catarro!_
Pepín se puso
a revolver las lombrices. Una de ellas alcanzó el borde de la lata y saltó al
rollo de polvo que huía hacia atrás. Cualquiera, a trote corto, los hubiera
adelantado fácilmente.
_ ¡Cuidado,
que viene el puente!_
Ahora se
fueron contra el parabrisas para ver los tablones renegridos y separados unos
de otros, con huecos llenos de yerbajos espinosos que no dejaban ver el agua.
Al lado de allá dejarían el camino y saltando sobre los terrones,
atravesarían el potrero de Ambrosio
Mental, para alcanzar la laguna y arrancarle el peje muerto de hambre.
Las gomas
delanteras astillaron un tablón y Pepín
se sujetó de la puerta.
El Moro
aceleró como nunca para salvar los lomos de madera de una vez; pero algo pasó
en el corazón podrido del puente y lo primero que oyeron fue un rajarse de
leñas como en estampida, y vieron, a través del parabrisas, un bando de
codornices que salían a más no poder, hacia donde se calentaba la Luna Nueva.
Todo fue
sustituido por un vacío en los pechos, parecido al miedo.
El agua partió
los cristales y les llenó la boca.
Pepín se salió
por la ventanilla. Los guajacones le escarbaban los oídos buscando lombrices.
Forcejeó contra las raíces del fondo y las uñas de gato le arrancaron la carne.
Abrió los ojos
y vio menos.
No le quedaba
otra cosa que morir, y a su edad ese pensamiento nunca llega. Fue arrastrado
por la corriente hacia delante y arriba, como si fuera a llegar al cielo por
dentro del líquido. Tuvo ganas de respirar y se tragó los renacuajos sin poder
toser.
Casi imperceptiblemente
fue aliviándose.
Resbalaba
suavemente por las cosas, y el hueco del pecho se le llenó de vuelos de
pájaros. Ahora no supo qué hacer, tenía deseos de reír sin precisar de qué.
Y hasta de
ello se fue olvidando. Sintió sueño. Iba a quedarse dormido.
Y pensar que
el Moro ya estaría echando los primeros anzuelos.
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