Subieron
en la parada siguiente a la Plaza Once. Ya los había visto otras veces. El
padre se acercaba a los 50 y la hija apenas contaba 10 años. Ella llevaba un
guardapolvo blanco y él cargaba la mochila escolar. Eran la única pareja
cualquiera fuera su tipo en el colectivo, así que su
conversación se convirtió en el centro de atención de los pasajeros y del mismo
chofer que los miraba por el espejito.
Hablaron de las tareas escolares, de
un compañero enfermo de gripe y de la clase especial de Tecnología. Después
llegó el comentario de ella sobre una señora de la cuadra que estaba como ida.
"Debe tener Alzheimer"- dijo su
padre. Pero ella aseguró que no sabía qué era eso. "Es una enfermedad que
deteriora las neuronas. Te vas olvidando de lo que te pasó. Y al olvidarte de
tu pasado, te olvidás de quién sos"- aclaró él mientras ella fruncía la
nariz para pensar mejor.
Ahí el padre arrancó una historia
que ella desconocía o había olvidado: "Hace muchos años a la abuela le
diagnosticaron un principio de Alzheimer. Al principio no tenía síntomas. Sólo
pequeños olvidos o distracciones. Una canilla abierta, una hornalla encendida.
Algún problema para recordar el nombre del nieto de la vecina de enfrente y una
ligera perplejidad en las mañanas, como si le costase ubicarse en tiempo y
lugar".
"¿No los reconocía? No me puedo
imaginar que tu abuela no sepa quién sos", dijo la hija.
"Pero fue así. De a poco nos
acostumbramos a saludarla y decirle nuestros nombres y llamarla constantemente
abuela para evitarle el mal momento de no saber si nos conocía o debía
tratarnos de usted en medio de una conversación”.
A esa altura tanto el chofer como
los pasajeros habíamos hecho silencio. Todos viajábamos pendientes de la
historia de la abuela de memoria frágil. Entonces la chica preguntó algo que
todos nos hubiésemos planteado de saber que aquella anciana llevaba 60 años
casada con el mismo hombre.
"El abuelo habrá sufrido mucho
de verla así", adivinó ella, apoyada en el carrito de su mochila.
"Claro que sí. Al principio se empeñaba en narrarle la vida que habían
tenido juntos una y otra vez con la ilusión de que ella volviese a aprenderla.
Después no sólo terminó por resignarse sino que acabó contagiándose del mal
de ella. Los médicos nunca pudieron explicarles a los
hijos como es que él comenzó a manifestar signos de Alzheimer. Hablaron de que era un caso
rarísimo en la historia de la Medicina y que era digno de ser estudiado en
alguna universidad extranjera. Pero nadie sabía cómo apartar a los abuelos del
camino hacia la desmemoria", retomó el
padre, sumido en una
tristeza añosa.
Después la hija quiso saber si el abuelo
también se olvidaba de los nombres de sus nietos. “No sólo eso- le contestó él-
Había sido un hombre fuerte que sorprendía a los clientes de su carnicería
cuando transportaba al hombro un res como si fuese un chico de jardín de
infantes. Pero la niebla en su mente lo acobardó. No perdió su tamaño
inconmensurable, peor empezó a dar la mano con timidez. Un apretón blando que atestiguaba
a la claras que ya no era el mismo”.
Ella
insistió para que la historia continuase. Algo que agradecimos todos los que
íbamos en el colectivo: “¿Y siguieron viviendo juntos?”. “Claro que sí, aunque
fue bastante complicado. Hubo algún intento de contratar a alguien que los acompañase, pero los pobres
abuelos se asustaban muchísimo cada vez que se despertaban de noche y
encontraban en la casa a alguien completamente desconocido. Para el caso, lo
mismo hubiese sido que se quedase uno de sus hijos ya que nunca podían recordar
quién era quién. Sin embargo, había una extraña unión entre ellos. Quizás no
tenían memoria de los pormenores de su vida en común, pero se veían como
pasajeros de un mismo barco hacia el naufragio”.
Pensó
un momento y siguió sin conciencia de que todos estábamos pendientes de sus
palabras: “A veces, encontrábamos las canillas abiertas o la heladera llena de
alimentos putrefactos. El portero entraba a cada rato para controlar que no
tuviesen abierto el gas y nosotros nos turnábamos para evitar que se olvidasen de comer. Sin embargo, lo más triste era verlos mirarse
con la certeza de que habían perdido los recuerdos compartidos”.
Dejó
de hablar, sumido en sus pensamientos tristes. Su hija le pasó suavemente la
mano por la espalda y le indicó en vos baja que habían llegado a su parada.
Mientras él la ayudaba con la mochila, ella preguntó para ayudarlo a continuar:
“¿Y qué pasó con los abuelos?”.
Fue
lo último que escuchamos mientras bajaban del colectivo. Se perdieron caminando
por avenida San Juan hacia el Oeste. Caminaban de la mano compartiendo el final
de aquella historia de los abuelos sin memoria. El chofer suspiró antes de
arrancar. Algunos pasajeros nos miramos compartiendo la angustia de aquel
relato trunco. Pensé que quizás fue lo más adecuado para aquella pareja que
cayó en el olvido.
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