Mi padre confiaba en el
coseno phi más que en cualquier otra cosa en el mundo. Más que en su mujer y en
sus hijos. Le confiaba y a la vez le temía. Lo definía como un factor de
potencia capaz de modificar imprevistamente cualquier cálculo que uno hubiese
hecho sobre electricidad. Sabía de lo que hablaba: desde los seis años llevaba
experimentando con fenómenos eléctricos y químicos. Más o menos por la época en
que dejó de creer en Dios cuando vio morir de cáncer en los huesos a su hermanito
menor.
Aquel nene con el que andaba en triciclo por su pueblo, Pellegrini , donde la Ruta 5 se afana por alcanzar La Pampa volvía a su memoria una y otra vez. Creo que las pocas veces que lo vi llorar fueron al pronunciar su nombre: “Chichicito”, o al recordar sus andanzas como la vez que juntos se colaron en el tren y el guarda aseguró que no pensaba parar hasta llegar a Santa Rosa, a cientos de kilómetros de casa.
Aquel nene con el que andaba en triciclo por su pueblo, Pellegrini , donde la Ruta 5 se afana por alcanzar La Pampa volvía a su memoria una y otra vez. Creo que las pocas veces que lo vi llorar fueron al pronunciar su nombre: “Chichicito”, o al recordar sus andanzas como la vez que juntos se colaron en el tren y el guarda aseguró que no pensaba parar hasta llegar a Santa Rosa, a cientos de kilómetros de casa.
Ese día mi
padre descubrió que no le costaría nada dejar el pueblo y también que estaba
ligado a su hermano menor para toda la vida. Por eso después de la muerte
absurda lo buscó en las certezas que le daba la ciencia y los experimentos. Y
después en las ilusiones que pregonaba el espiritismo. Como aquel Aleph que
Carlos Argentino Daneri entrevió entre dos escalones de un sótano de la avenida
Garay, él descubrió el alma de las cosas dentro de un transformador.
Por eso se
dedicó a la electrónica y dedicó su vida a calcular y diseñar transformadores
para someter una corriente violenta y espeluznante a las necesidades de sus
clientes: una plancha de pelo, un horno de microondas, una computadora o una
consola de videojuegos. Durante más de 50 años acumuló cuadernos con dibujos y
cálculos en los que el coseno phi surgía una y otra vez como un enemigo
irreductible. Su vida se transformó en esas cifras que se sucedían sin ton ni
son. En las anotaciones de los márgenes de las hojas cuadriculadas. Eran
diseños de transformadores, pero también listas de deseos, las cuentas del
presupuesto familiar, o el ránking de los mejores restoranes de Buenos Aires.
En el mundo
de mi padre todo podría cuantificarse y registrarse en el papel cuadriculado,
con una lapicera de tinta. Creó que no lo mató el corazón ni un problema de
circulación. Se apagó el día que no pudo ir a esa fábrica donde acumulaba
cuadernos con cálculos y transformadores que surgían de esos cálculos. Esa
donde le trasmitió el oficio y el temor por el coseno phi a sus dos hijos
varones. Esa que bautizó Digofat, un sonoro nombre ruso que encontró en un
libro de caracteres cirílicos donde buscaba fórmulas para vencer a la corriente
continua. Esa a la que traicionó una vez, cuando cumplí 15 años y garabateó en
un rectángulo de papel cuadriculado para acompañar un ramo de flores que me
hizo mandar: “Te quiero más que a Digofat”. Y me hizo muy feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario