Desde hacía tiempo, el Hombre se
sentía tenso y vigilante, sin saber por qué.
Percibía algo oscuro en el aire, como un presagio que se aproximaba por
las noches y revoloteaba sobre su cabeza, agitándolo. Al parecer, los demás
nada notaban. En la vasta ciudad silenciosa, los eficientes robots realizaban
las tareas indispensables bajo la tenue luminosidad circundante. Ajenos a todo,
sin pasado, dormían los demás humanos en literas idénticas y en cuartos semejantes. Hacía ya mucho tiempo
que el ayer se había borrado de sus mentes y de sus emociones.
El caso del Hombre era realmente
excepcional en muchos aspectos. Había nacido, como todos los de su especie, de
padre y madre desconocidos, a través de una combinación genética programada, en
los laboratorios situados al este de la Tierra de los Volcanes. Allí, la
calidad de la reproducción humana nunca
había sido cuestionada… hasta que él nació. El Hombre era una muestra acabada
de que las fallas podían ocurrir en ese mundo aparentemente tan predecible y
seguro. En efecto, en aquellos tiempos de nuestra historia, se necesitaban
individuos que se ajustaran estrictamente a los objetivos de los programas en
marcha y él respondía precariamente a tales expectativas. Tal vez, durante la
manipulación de los genes que le dieron vida, se combinaron en niveles demasiado sutiles, que orillaban
peligrosamente un perfil y una sensibilidad que aquella sociedad quería
desterrar por completo. Tal vez los médicos estuvieron recombinando al borde de la mística y la imaginación
desbordante. Nunca se supo con certeza
el origen de la falla. Lo concreto fue el
resultado. Resultó un individuo con características altamente novedosas
y fuera de lugar, en un mundo encuadrado en férreas normas de comportamiento
racional, pragmático y eficiente.
El Hombre se aburría en ese ámbito que
le resultaba monótono y triste, exactamente igual de monótono y triste que los
de cualquier otra parte. Flotaba en todos lados (y él lo percibía confusamente),
la sensación de inutilidad y el desarraigo de la vida. Considerado como una
“falla” humana, se le permitía vagar libremente, tildándolo en voz baja de
loco. Aún así, todos lo consideraban un ser
pleno de mansedumbre. Apenas se le exigían algunas colaboraciones
esporádicas en tareas de menor cuantía fuera del complejo. Esta circunstancia
había contribuido al desarrollo de sus singulares meditaciones, sin mayores
tropiezos. En apariencia, era alguien
como los demás pero había desarrollado la capacidad, innata en él, de analizar críticamente su medio, las actitudes, las falencias, las falacias, en todo lo que lo
rodeaba. Captaba el encierro de los demás hombres, aún sin que ellos mismos se dieran cuenta. Los veía transcurrir su existencia dentro de
un círculo de soledad y dolor, opacado su entendimiento por la ignorancia acerca de quiénes eran en realidad.
Porque les faltaba una dimensión a todos ellos que el Hombre oscuramente
intuía en su sensitivo cerebro. El
presente, reflexionaba, no puedo asirlo, ya que a medida que lo vivo va pasando
inexorablemente. Del futuro nada sé
concluía, salvo tener una proyección en
función de lo que ocurre hoy. Y luego recapacitaba que todo depende de un número tan enorme de
factores que es casi imposible predecir lo que vendrá. Entonces ¿Quién podría darle la comprensión
cabal de quién era? Tal vez, se dijo
para sus adentros, la clave del asunto esté en otra parte, en el pasado, del
que nada sabía, igual que los demás.
Para salir de dudas, pidió y obtuvo
permiso para reorganizar los archivos del
edificio denominado “Zona de
documentación reservada”. Era gris e imponente, ubicado en la Avenida
Novena, a pocos metros de la Plaza Mayor de Convocatorias. Al penetrar en esa atmósfera enrarecida y las salas donde reinaban el des cuido, la
humedad y la desidia, percibió olores que le eran vagamente familiares. Es que las enormes carpetas con fotografías,
los estantes cargados con libros polvorientos y las cajas conteniendo viejas
publicaciones de todo tipo, le susurraban rumores de otras épocas, donde
abundaban las bibliotecas, los
aromas de café en mesas de estudiantes,
las tensiones por los exámenes, las confidencias y discusiones entre amigos, en
fin, cuando la vida reinaba. Cada búsqueda y cada encuentro, en los
meses que estuvo dedicado a dicha tarea,
le fueron despertando universos
dormidos, soñados, añorados, secretos…. Y la pregunta inevitable rondó
entonces por su cabeza ¿Qué había ocurrido para que los hombres olvidaran lo más propia de ellos, dejando de
lado la memoria y abandonando la búsqueda
de sí mismos y del sentido del mundo que los rodeaba?
Al parecer, todo había comenzado a
fines del siglo anterior, cuando los humanos dejaron de preguntarse, cada vez en mayor número, acerca de los porqués de la
existencia. Se habían convencido, casi
sin darse cuenta, que las respuestas a
esas preguntas resultaban siempre muy
fatigosas e inquietantes, y que además no les aportaban soluciones
prácticas para el diario vivir. Así,
poco a poco, los hombres cubrieron con un manto de olvido a sus antepasados, a
las tradiciones, a las costumbres y
modos de otros tiempos, por
considerarlos temas irrelevantes para su vida presente. Al perderse el gran
tesoro del pasado, los hombres se ensimismaron en su hoy, en lo nuevo, en lo
inmediato y fueron perdiendo la
capacidad de comparar, de soñar, de crear, de atender a perspectivas y ejemplos. En lo referente a las relaciones entre los
sexos, se concretó la tendencia insinuada en la centuria anterior. La pareja,
que conllevaba con su presencia las
responsabilidades y alegrías del hogar, los hijos, el amor, fue dejada de lado
por inoperante y riesgosa ante las enfermedades y la trasmisión de taras
hereditarias. Ahora, a fines del siglo
XXII, los nacimientos se programaban exclusivamente en asépticos y fríos
laboratorios, cuidadosamente controlados y en función de las necesidades laborales, económicas y políticas del
momento. Predominaba, como es natural, el requerimiento por el hombre común, el
hombre-masa. Ese que es indispensable como sustrato básico de las distintas agrupaciones humanas. Si
bien ya no cargaban ellos sobre sus espaldas con la obligación de trabajos manuales –gracias
al desarrollo de la robótica- cumplían, sin embargo, con un cúmulo de tareas
relativamente sencillas dentro de la
esfera que les competía y, por sobre todo, se procuraba mantenerlos en un nivel
de ignorancia supina , disimulada a través de los medios de comunicación
centralizados, con vagas alusiones retóricas a la igualdad del hombre, la
fraternidad planetaria y la nueva era que se avecinaba para la Humanidad. Cierto
era, reconoció el Hombre, que podía considerarse superada aquella frase “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”
por los adelantos tecnológicos. La vida de las personas se había extendido enormemente
(110 años de edad promedio), pero el Hombre se preguntaba si podía llamarse a
esa duración “vivir” ó “permanecer”. Su respuesta siempre apuntaba a lo
segundo. Mientras hacía sus
comparaciones, meditaba sobre los otros individuos de la sociedad en que vivía.
Había especialistas en áreas de aplicación de conocimientos, que poseían una gran
capacidad de invención práctica y
estaban orientados hacia la reconversión
empírica de contenidos teóricos. Eran
ellos los que ampliaban o mejoraban
estructuras altamente complejas como plataformas espaciales, instalación de
colonias extraterrestres, aplicación de productos químicos para delicados
procesos industriales avanzados y cosas por el estilo. Por encima de los
nombrados, constituyendo una superestructura , se encontraban los grandes
científicos. Yo debí ser uno de ellos, se dijo el Hombre para sus adentros. De
cualquier modo, ser un científico en ese momento no implicaba tener una concepción unificada
del ser humano y del universo.
El científico del siglo XXII consideraba
que su tarea consistía en ir despejando las dudas sobre la naturaleza de las
cosas, para el mejor y mayor control de un mundo desacralizado, vacío de
fuerzas primordiales que no pudieran explicarse mediante el entendimiento, la
razón y las investigaciones sistemáticas. Por último e íntimamente relacionados con ellos, se
encontraban los políticos, quienes mediante discursos simples y escuetos, con hipérboles y
sofismas operativos, explicaban a la
población en ciertas ocasiones, las ventajas de vivir en un presente tan
prometedor, que había dejado atrás el
pesado lastre del pasado. Claro que evitaban señalar a los habitantes que su libre albedrío no podía ejercitarse en un mundo con tales características. Mostraron por doquier, cuáles
eran los parámetros adecuados para ser
individuos exitosos y ajustados a las exigencias de la sociedad actual.
Mientras que en otras épocas la aspiración era entrar “Al templo de la Gloria”, a fines del siglo XX y sobre todo en el
XXI, se incidió sobre el imaginario colectivo para tener como meta entrar “Al Templo del éxito”. Los cúmulos de
información y persuasión fueron embotando el sentido estético, crítico y
ético y, especialmente, se produjo la
pérdida paulatina de la memoria histórica.
Ahora, todo estaba racionalmente bajo
control. A través de individuos de alta eficiencia organizativa, colaborando
estrechamente con los líderes de turno.
Lamentablemente, ninguno de ellos podía dar ya lo que no tenían, pues sufrían
como todos el olvido del pasado. Por
ello consideraron, con las limitaciones que les imponía su entorno, que había
que terminar con los resabios de los viejos “mitos” que siempre habían
alimentado la imaginación de la Humanidad. Nada de religión que sólo sirvió,
por lo que sabían, para provocar guerras entre gentes de distintos credos, para
aumentar la intolerancia y recrudecer los resentimientos. Claro que olvidaron
–reflexionó nuestro Hombre- que los desacuerdos sobre la naturaleza de Dios,
habían llevado a los humanos, pese a todo, a intentar procesos de tolerancia
que los habían enriquecido sobremanera. Nada
de Artes ni Música excelsas. Nada de mensajeros de sonidos y colores de las
altas esferas celestiales. Además de
juzgarlas falsas, ese tipo de expresiones tenían el inconveniente de provocar
emoción en el público ¿Qué podría hacerse en un mundo racional con las emociones? Era algo totalmente
inconducente. Nada de novelas, ensayos, teatro, poesía… . ¿Para qué servían? Sólo
eran exteriorizaciones escritas de mundos ficticios, que confundían los
pensamientos de la gente, y las conducían a irrealidades que poco tenían que
ver con el progreso continuo, al que uno debe abocarse por completo. Apagados los viejos mitos, ya estaba expedito
el camino para la venturosa marcha de la Humanidad hacia un destino mejor.
Nuestro Hombre rastreaba todo el proceso
con la lectura de viejos papeles, durante largas horas de búsqueda en
el desolado archivo. Conoció el modo en
que se fueron equilibrando, insensiblemente, las diferencias entre lo bueno y
lo malo, entre lo noble y lo malvado.
Conoció el ascenso y profundización desmedida de la temible afirmación “El fin
justifica los medios”. Así, aparecieron diferentes explicaciones según el ángulo de observación de cada uno.
Las conductas inmorales comenzaron
a verse como “simpáticas”, “divertidas”, “alegremente
transgresoras”, en todas las formas
posibles de difusión. Libre ya de basamentos morales reconocibles, la
conciencia se adormeció entre ruidos, efectos especiales, violencia y juegos de
cámaras de TV. Como resultado de tal
estado de cosas, aparecieron conductas que se volvieron más indiferentes a la
cuestión moral. Después, no fue difícil para los políticos consolidar su
posición dominante, mediante discursos
que apuntaban a prometer progresos materiales antes que a defender principios
éticos, borrosamente comprendidos y raramente puestos en acción. Además, los gobiernos se preocuparon, eso sí,
por señalar las ventajas de una democracia de estas características,
dando muestras de viva simpatía por el pueblo bajo su administración. No podía
negarse, reconoció el Hombre, que los políticos
tenían la rara virtud de emitir palabras combinadas entre sí con una
ambigüedad admirable, para dar la sensación de que todo era posible y a la vez,
dejar todas las cosas como estaban. Fue allí donde nuestro héroe comprendió que
el cúmulo de esos hechos (y omisiones) contenía la explicación del error
humano, en el sentido más profundo y completo del concepto: equivocar el
camino, no haber asumido la responsabilidad y negarse a la libertad de pensar, de vivir, de soñar,
de ser personas en plenitud. ¡Pues claro, se dijo, la libertad no es un don
graciosamente otorgado por un poder cualquiera, sino que es necesario bregar para obtenerla,
conquistarla con esfuerzo, con las lágrimas a flor de los ojos desorbitados y,
sobre todo, no cejar jamás en el intento por obtenerla. Ante su mirada, se
reveló el cómo y el porqué de las
circunstancias que habían llevado a tal grado de deshumanización de la civilización presente. Esa convicción,
basada en el conocimiento de lo
ocurrido, lo abrumó más aún.
Entonces, huyó del Archivo y los recuerdos que despertaba. Era como
escapar del vientre materno, de la existencia social basada en el amor, la
ilusión y la fe. Desalentado
y sintiendo su total aislamiento de los demás, vagó, desesperado, por
las calles de la ciudad que ahora se le aparecía como fantasmagórica, como un
no-lugar.
Tan conmocionado estaba, que tardó en
darse cuenta del movimiento desacostumbrado de gente que pasaba a su lado. Se percató después que iban hacia el
Centro de Convocatorias, lo cual ocurría
muy de tanto en tanto. Dirigió sus pasos
hacia allí y se sorprendió sobremanera
al ver al Prefecto Mayor subido sobre un pequeño estrado, quien iba a dirigir
la palabra al público congregado en el lugar. Carraspeando por la falta de costumbre de
semejantes encuentros comunicacionales, explicó como pudo que, por la
utilización de ciertos productos
químicos de vanguardia, se había producido una opacidad manifiesta en la
atmósfera terrestre, que no permitiría por un tiempo el paso de los rayos solares.
Las autoridades esperaban, mejor dicho, no dudaban (un político no duda jamás),
que se trataba de un fenómeno temporario. Sin embargo, y para prevenir cualquier
eventualidad, se aconsejaba a la población que se recluyera en sus casas. Se le indicaba también proveerse de todo lo
necesario para el caso de una permanencia más prolongada de lo esperado, lo
cual era muy improbable, se apresuró a señalar el funcionario. Todos cumplieron
lo pedido al pie de la letra, dirigiéndose luego a sus respectivos
alojamientos. El Hombre, ante la extraña situación, meditó, filosóficamente,
que si tenía que quedarse encerrado por mucho tiempo, lo mejor era proveerse de
algunos libros del Archivo donde trabajaba. Provisto de los mismos, entró en su
habitación, se preparó una bebida caliente y sentado en su lecho, comenzó a
leer:
“Los
hermanos sean unidos,
porque
esa es la ley primera,
tengan
unión verdadera
en
cualquier tiempo que sea,
porque
si entre ellos pelean,
los
devoran los de afuera… “.
Leyó el nombre del autor, José
Hernández. El libro se llamaba Martín Fierro y se refería a las andanzas de un
gaucho que había vivido en el siglo XIX
en la pampa húmeda donde antes se encontraba la República Argentina. Encontró
en esos versos, bella y justamente
expresados, sentimientos que eran el motor de sus búsquedas, como el amor al
prójimo, considerado como el Otro igual a mí.
Y también halló en esas palabras la idea de continuidad, de la
permanencia a través de la cadena generacional de padres a hijos, de hijos a
nietos… . Cantaba allí un hombre que había sido engendrado por amor y no por la
manipulación en un frío y ascético laboratorio de reproducción. Acostumbrado
a la más profunda soledad, unos golpes
en la puerta lo sobresaltaron y lo sacaron de su ensimismamiento. ¿Vendrían a
llevarlo preso por haber retirado sin permiso material del Archivo? Temblando,
abrió con precaución la puerta, esperando ver las caras adustas de los guardias
de seguridad.
Estupefacto, se encontró frente a sus
vecinos del complejo. Se trataba de una
presencia tan impensada que por unos momentos no atinó a decir nada. Ellos le
dijeron que querían conversar con él, pues estaban angustiados por lo que había
informado el Prefecto. Tenían idea que el asunto era más grave de lo que
parecía. Y como siempre lo habían visto actuar sereno y reflexivo, querían oír
de sus labios alguna frase tranquilizadora. Por otra parte, algunos le
confesaron que en ciertas ocasiones, los comentarios del Hombre los habían inquietado y llevado a pensar
sobre la forma en que vivían, pero luego los desechaban y seguían con su rutina
acostumbrada. Al oírlos, los ojos del Hombre se iluminaron. Se preguntó para
sus adentros, si aún era posible intentar un viraje de la clase de vida que
hacían, desestructurarse, des - concretizar la existencia, realizar juntos un
objetivo común, aunque fueran unos pocos ¿Sería posible lograr ese ideal con el
que soñaba? ¿Aunar razón con imaginación, mente con corazón, convicción con emoción…?
Exultante, los hizo pasar a su
estrecho hogar. Los ocho visitantes se sentaron como pudieron. Entonces, el
Hombre habló de todo lo perdido y lo que podría recuperarse con el esfuerzo conjunto. Leyó pasajes de grandes
escritores y ensalzó a los poetas. Recitó unos versos dedicados a Heinse del poema titulado Pan y Vino:
Entretanto,
a veces me parece
que
es mejor dormir que vivir sin compañeros
y
en constante espera…
……………………………………
¿Y
para qué poetas en tiempos de miseria?
Pero
son, dices tú, como los sacerdotes
del
dios de las viñas
que
erraban de tierra en tierra
en
la noche sagrada…”.
Afuera, el sol se apagaba. Una a una,
se oscurecían sus miríadas de esplendor, en esos fatídicos ocho minutos que
tardan los rayos del sol en llegar a la Tierra. Pero en la pequeña
habitación, resplandecía la luz de una
Humanidad recuperada.
Como suele pasar en historias de organización a costa de la perdida de humanidad, surge alguien anomalo, que cuestiona toda. Y que hace caer al sistema. Algo de lo que pasa en The Matrix.
ResponderEliminarTal vez tenga que ver la teoría del caos.
Precioso y reflexivo cuento de Irene que nos acerca y golpea las épocas actuales.."Zona de documentación reservada"..pero sin olvidar qeu los hombres sean unidos , esa es la ley primera..Excelente Irene querida..
ResponderEliminarabrazos del alma..Susana..
roberts_susana, escritora por la Paz
ResponderEliminar@hotmail.com
Susana Roberts: Precioso y reflexivo cuento de Irene que nos acerca y golpea las épocas actuales.."Zona de documentación reservada"..pero sin olvidar que los hombres sean unidos , esa es la ley primera..Excelente Irene querida..
abrazos del alma..Susana..
Dra. Ewa Stala, Directora de Filología, Universidad Jagelliana, Cracovia,Polonia
ewastala@hotmail.com
Querida Irene,
Te escirbo recién ahora porque acabo de leer tu relato Ocho minutos. Simplemente necesitaba un momento tranquilo para darle la atención que merece. Y estoy impresionada. Porque justo ahora, en Polonia, tenemos una discusión nacional sobre la condición de las Ciencias humanas. Y este relato se inscribe en ella perfectamente. Gracias por la voz de apoyo.
Espero difundirla donde pueda.
Un abrazo muy humano,
Ewa Stala, junio 2014
Rodolfo Virginio Leiro
leiropoesia@hotmail.com
Reibido el 22 de junio 2014
Irene Mercedes Aguirre, está en la linea de las grandes expresiones culturales. con tu jerarquía. Te admiro. mi beso y adelante! Rodolfo Leiro
Ernesto Rodríguez del Valle, editor en Miami, USA
yarabey@gmail.com
Este relato es soberbio y resulta de enorme actualidad, aunque hable desde el futuro. Felicitaciones, querida Irene.
Susana Aguerre, de Avellaneda, Provincia de Buenops Aires, email. saguerre@yahoo.com.ar
ResponderEliminarIrene: Me parecio maravilloso, nos ubicas en el futuro pero rescatas que el ser humano siempre vuelve a las fuentes. Otra clase magistral. Te felicito Susana Aguerre.