De “CUENTOS MENGUANTES - Relatos de fantasía y misterio”, lulu.com,
Rockville. USA:
A la memoria de Jorge Luis
Borges
Dijo Claude Mauriac que después de leer a Borges uno
cambiaba, que ya no era el mismo, y estaba en lo cierto. Influido claramente
por la notable excitación que había producido en mí la reciente relectura de
los cuentos del ilustre argentino, aquella noche me dormí fascinado y soñé con
un libro. Soñé también con un hombre que lo encontraba : el soñado que yo
soñaba, soñó a su vez con su propio libro cuyo título significativo y
coincidente era aquél de Tartius Tesius,
transcriptor del Corán ; también, como mi libro soñado, tenía letras
negras sobre envejecidos planos amarillos. Del mismo modo, tuve la impresión
que él me dijo que yo era el transcriptor de historias ya escritas en lo alto y
que, cumpliendo con ese papel, las daría a conocer a los hombres: más específicamente
esa voz antigua me aseguró, para mi injustificable vanidad, que yo escribía y
Borges me contaba.
Me
acosté tarde, como de costumbre y, a poco de quedar vencido por el sueño, lo
que éste me mostró, acabó despertándome. Ese breve lapso de tiempo no disipó
mis recuerdos y, por ello, el dato precioso vislumbrado en el mar incierto del
sueño no se convirtió en nada. Encendí la luz de la mesilla de noche y escribí
cuanto había soñado, recurriendo a la cuartilla y al lápiz que siempre tenía
allí, a mano, y que utilizaba muchas veces cuando, desde lo empíreo, alguien
rompía mi sueño después de poner en mi cerebro hermosas palabras o sentencias
graves. Después, cuando la noche me aherrojó y volví a dormir, el sueño
continuó.
A la
mañana siguiente lo recordé todo vívidamente, sin dejar de asombrarme: cómo
azorado tomé nota en el papel que -como quedó dicho- dejaba siempre para este
uso en la mesita de noche, la frescura de las imágenes, el recuerdo indeleble
del libro amarillo, facsímil, con letras negras caratulando el lomo. No
obstante, la historia era idéntica a la que escribiera la pasada noche, cuando
me desperté al poco, creo, de conciliar el sueño. No recordaba haberla
terminado en mi incómoda vigilia, pero ahora las palabras acababan la historia,
siguiendo el contenido exacto de lo soñado.
También supe inmediatamente cuando desperté y esta
certeza no menguó ni un ardite en las semanas venideras, que el caprichoso azar
le había dado un título, al que, según se me aseguraba desde lo alto a través de
mi sueño, era el libro por excelencia, el libro de todos los libros.
En el
celebérrimo Anecdotario del Absurdo,
editado en Tubinga en 1.851, Aurelius Tauffmann, refiere el caso de Tartius
Tesius, el que fue conocido, por equívocas y oscuras circunstancias, como
“creador del Corán”. Ese calificativo, implicando falacia y generación era, por
supuesto, excesivo y en su ámbito numinoso, la misma mano mórfica cambió la
palabra y en su lugar, el que soñaba, acabó leyendo transcriptor. También le
fue sugerido que cualquier libro podía tener un transcriptor y aún un creador
antes que él y así, mientras todo sucedía, a él no le pareció impío.
Aún en el mismo sueño, del Real fue consciente de
que el título del libro era una chanza del propio Hipnos, que igualmente podría
haberse tratado de la Biblia
o del Libro de los Muertos. Es sobradamente conocido lo dispar existente entre
el contenido manifiesto del sueño y el latente o profundo, como bien Freud nos
enseño de manera clara y fructuosa.
Tartius
Tesius era, a todas luces, un hombre impar, máxime cuando de él ninguna
referencia se tenía en enciclopedias o libros eruditos -más allá del aludido
“Anecdotario”-, pero nuestro hombre supo que algo le ligaba al personaje, un
hecho profundo y trascendente : que tanto para él como para el otro, eran
más importantes los libros que las gentes ; como su oscuro predecesor,
anuló los males que el mundo dejaba en su carne y en su espíritu mediante los
libros, huyendo casi completamente de los deseos comunes ; sí, se maravilló
con aquel libro, como antes lo había hecho con cada uno de los volúmenes que
nutrían su biblioteca, como se maravillaría siempre ante las cosas
bellas ; y supo entonces, si bien siempre lo había sabido, que la belleza
era la palabra de Dios y que el placer que dimanaba de esa belleza era, así
mismo, la obra de Dios.
Nuestro
hombre se llamaba, algo hemos dicho al respecto, Felipe del Real y Fuenbuena y
era un estudioso autodidacta que había ganado cierta notoriedad escribiendo
ensayos sobre temas ocultos y mitológicos. Tenía fama de ser, por lo demás,
persona de carácter taciturno, melancólica -y lo era en verdad-, que fue
ganando algo la batalla a la tristeza mediante el enclaustramiento y la
dedicación casi exclusiva a la lectura de sus temas predilectos. La obstinación
en la creación literaria le ayudaría ulteriormente a arrumbar, en mayor grado,
su infelicidad, que sentía innata, produciendo algunos relatos que fueron
considerados excelentes, al menos por un círculo allegado de escritores de
dudoso reconocimiento. Pese a ser un ser apocado, lamentoso y débil, su pluma
encarnaba personajes generalmente bizarros y de gran violencia, como más que
probable compensación para una vida anodina y sin vitalidad. Acabó sintiéndose
mejor entre los libros que entre los hombres y, por ello en parte, habitó la
noche, huyendo del dominio del sol y sus adustos moradores.
Bien es
cierto que, en una de las escasas fases no abúlicas de su vida y por ello mismo
memorable, (sobrepasaría ya los cuarenta) del Real pudo salir vagamente de su
apocamiento e intentó acercarse al Alma
Mater, pero se le desacomodó pronto el magín, disintiendo del empeño; una
cosa era la autodeterminación en materia intelectual y otra que le cayesen
encima onerosas asignaturas, rigurosos exámenes e imposiciones académicas
insoslayables. A trancas y barrancas consiguió llegar al segundo curso, pero
allí se encontró con el óbice definitivo, con la piedra que le detendría los
pasos. Después recordaría estos años preteridos como una aventura irrazonable,
disculpándose para sí: a la postre el había perdido ya el hábito del estudio
sistemático y flaqueaba en las energías necesarias más propias de la juventud,
pero sobre todo no podía negarse a sí mismo. El era, al fin y al cabo, un
autodidacta. De esta guisa razonaba en las pocas ocasiones que hablaba por
necesidad de aquellos tiempos, recuerdos que vivía para sí, las más de las
veces, con gran fatiga y zozobra, por cuanto reconocía, para su coleto, que no
pudo con ello, máxime cuando se relacionó con académicos de la talla de don
Edmundo Ardente, quien era, de todo punto, un espíritu sublime, una cabeza
privilegiada ; debelaba con las armas del pensamiento las fortalezas de la
duda y solía afirmar que la meta de la ciencia no era buscar la certeza sino
luchar contra la incertidumbre. Y esto lo aseveraba con su vozarrón
contundente, hinchando el pecho sobre sus fuertes piernas, atravesando el aire
con su cara angulosa y severa. Al fin de cuentas, en la naturaleza nada se daba
en un ciento por ciento, por lo cual el hombre de pensamiento (entiéndase
científico), tenía que establecer experimentos rigurosos con los que obtener ps iguales o menores a 0,05, como mínimo.
La
resultante, en lo que atañía a nuestro personaje, consistió en que, entre dimes
y diretes, nunca entendió bien aquello, aunque se justificaba aduciendo que la
suya era una mente verbal, no lógico-matemática. Con estos argumentos estaba
diciendo que no deseaba meterse en camisa de once varas, prefiriendo terminar
en otros lares. Así que retornó a su vida limitada y sin mucha luz, asumiendo
sus posibilidades y a cobijo en el vano de sus limitaciones. Sin embargo, sabía
que, pese a aquel fracaso casi secreto, ahora tenía algo que, bien manejado,
podría llevarle al relumbre, a la notoriedad.
Asunto
que nunca llegó a explicarse cabalmente fue el relativo a que, en ciertos
círculos se comenzase a propalar, primero como un rumor y como un dato
consolidado después, la existencia de un libro sacro de primera enjundia y a
susurrarse el nombre de su supuesto propietario. Algunas miradas le circuían,
algunos dedos le señalaron y llegaron a sus oídos palabras insidiosas en las
escasas reuniones literarias a que asistía o en las sesiones de algún café.
Por ese
mismo tiempo, Carpelius, un poderoso aunque poco escrupuloso editor, comenzó a
frecuentarle y, por fin, le habló abiertamente del asunto, haciéndole una
substanciosa oferta. El negó contumazmente y en todo momento la existencia del
libro. Sin embargo, Carpelius no le quitaba ojo y todo este asunto comenzó a
inquietarle. Del Real fue sabedor, unas veces por palabras sueltas que llegaban
a sus oídos, por rumores intencionados o por la intervención directa de algún
amigo sincero, que la obra era casi un asunto público, de interés general, y
que alguien se estaba interesando demasiado en el seno de determinados círculos
teológicos y herméticos.
El miedo
comenzó a invadir sus días y sus noches y en las esquinas y calles recoletas,
que tenía que atravesar para llegar a su hogar, comenzó a temer sombras
agoreras que le amenazaban.
Con
todo, del Real continuó con sus acendradas costumbres. Alguna vez gozaba de la
compañía de Amargo y otras nocturnidades, aunque pasaba la mayor parte del
tiempo encerrado en su biblioteca. Entre el véspero y la aurora gastó muchas
horas de muchos días en su labor fecunda. La fatiga le derrotó en las altas
horas de la noche y en muchos amaneceres, encontrándolo sumido y circunspecto
encorvándose sobre las páginas amarillentas del viejo libro.
En suma,
llegó a la conclusión de que Tartius Tesius era un hombre, en parte como él,
entretejido de dudas y angustias, pero con mayor fortuna en la tarea que lo
divino dispuso para él en este mundo. Fue persona singular y de mucha
relevancia y él la sabía como de las más polifacéticas de su tiempo, tal vez de
la historia. Dominó la pintura y la escultura, y su saber y arte fueron grandes
también en las matemáticas y en la arquitectura. De igual forma, por el sueño,
le vino la certeza de que vivió en una de los tiempos de mayor renovación en
todos los órdenes del pensamiento y de la ciencia y que fue realmente uno de
los artífices de dicha revolución; del mismo modo concluyó que el libro le
pertenecía, pese a los rumores que apuntaban un origen más antiguo, un hallazgo
en un lugar que nunca se determinó. No guardaba la menor duda relativa a su
autenticidad. El pliego hablaba de pensamientos y también de placeres que, a
despecho de lo que suele pensarse, van juntos casi siempre.
Una
tarde cualquiera, a eso de las cinco y siguiendo la costumbre, holló con sus
pasos solitarios el deslucido éter de la biblioteca atardecida, donde se
retiraba a trabajar cada día. La tarde declinaba tras los cristales y, al fin,
un gris plúmbeo invadió la estancia. El encendió la lámpara y continuó leyendo,
durante un tiempo que no sabría precisar. En el pasillo escuchó opacos rumores
que, al poco, se agolparon en su pecho como densos presentimientos negros, que,
en un segundo, se convirtieron en una sorda certidumbre cuando la puerta se
abrió. También sonó sordo y sombrío su cuerpo cuando cayó sobre la madera
añosa, desmadejado, al ser abatido por los disparos.
Nadie
conoció nunca la identidad del ejecutor, aunque se habló de él largamente y
durante mucho tiempo en la pequeña ciudad; pero solamente el ojo invisible y
los genios del aire pudieron ver cuanto aconteció en aquella habitación
retirada, donde el polvo y el fin del tiempo de una vida se unieron al olor de
la pólvora y al miedo; nadie supo jamás lo que sucedió en aquel breve
lapso, el que mediaba entre el vil acto y la salida furtiva del agresor. Fue al
escritorio y sus ojos ávidos se posaron sobre el libro, cuyo lomo admiró y el
cual abrió, con una expresión de honda sorpresa.
Libro notable era, por cierto, pero no hablaba de
Dios, pero sí de cuestiones que siempre fueron gratas a los hombres, la
esencial comida, de la pluma de aquel que fue maestro de banquetes en la corte
de Ludovico Sforza, el Moro, durante más de treinta años, el conocido como Codex Romanoff que, en lo empírico,
sería descubierto en 1.981. El libro que propicio el desvelo y la sangre no fue
otro que el que compilaba las notas de cocina de Leonardo da Vinci.
Ante todo estaba el hecho execrable de que el
hombre había derramado la sangre de su hermano mil veces y por mil motivos,
ninguno de ellos justificados. Nada podía lavar el estigma de la muerte, nada
podía perdonar el acto de Caín. Si breve fue el sufrimiento del Real, menor fue
la causa de su óbito.
Cuando del Real murió, algo mío partió con él; un
adarme de mi espíritu vagó no sé donde, pero entendí que entrañaba un
significado capital, como ese mismo libro que tengo entre las manos, que me
conturba, que me amedrenta. Experimento un vago temor que me lleva a un
presentimiento funesto y a una certidumbre cada vez mayor que ni me atrevo a
expresar con palabras, la certeza de que alguien ha muerto y me ha precedido.
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