Posiblemente haya pocas cosas que
retraten mejor a un país, y de forma tan patética, como un debate montado en un
escenario televisivo, y retransmitido en directo. A los pocos segundos de iniciado
lo que parecía iba a ser un educado intercambio de ideas, de formas de
entender, explicar y solucionar una determinada situación o problema, el debate
se convierte en un gallinero en el que todos insultan a todos; y todos, por
supuesto, hablan al mismo tiempo haciendo bueno aquello de que tiene razón
quien más grita. Es lo que hacen para hacerse oír. Y todos chillan. Nadie, ni
el mismo moderador, recuerda al supuesto público que está viendo el debate, y
al que no le llegan sino unos gritos, que se solapan unos a otros, resultando
de todo ello una confusión tal en la que no hay forma de entender nada. Tampoco
es que esto sea muy importante, pues en todos los debates, día tras día, o
noche tras noche, aparecen los mismos personajes diciendo, día tras día, o
noche tras noche, lo mismo que ya dijeron el otro día poco antes de que se
interrumpieran. Afortunadamente, en los anuncios, siempre hay anuncios en los
debates, que tienen que dar un mensaje claro, los actores hablan uno detrás de
otro.
Es posible, incidiendo
en otro aspecto del problema, que, en algún momento de la historia, el
periodismo fuera un “poder” independiente sin más miras que la imparcialidad a
fin de informar al lector, lo más verazmente posible, de cuanto acontece o
sucede en la rúa o en el Senado. Sancho Panza diría ante esta situación así
descrita que De largas tierras, largas mentiras, o En todas partes cuecen habas
y en mi casa a calderadas. Habría que estudiar con mucho detenimiento, sine ira
et studio, la influencia de la prensa en ciertos momentos de la historia, y por
qué se editan unas cosas y en unos espacios, y se silencian otras en otros o en
todos. Por supuesto a nadie se le puede exigir pureza y virginidad en un mundo
en el que es preciso vender parte del alma, a veces partes muy considerables,
para poder seguir subsistiendo. La prensa, como el teatro y el cine, necesita
del público. Y si bien, y no lo dudamos, todos han tenido su siglo o siglos de
oro, no menos cierto es que todo verdor perecerá, y que en esta vida ni la
inestabilidad es estable. Así el teatro está en crisis permanente, el cine, o
buena parte de él, ha decidido suicidarse antes de que lo derroten: cada vez
hay más efectos especiales, menos diálogos y más ruido, barullo y explosiones o
desastres universales cuando no cósmicas. Y la prensa, mal que bien, tiene que
entonar los cantos y alabanzas del grupo que está en el poder a fin de poder
subsistir, pues los periódicos, con la competencia de la radio, la televisión e
Internet, los leen, si los leen, los últimos románticos. Están las empresas
periodísticas tan endeudadas que han pasado a ser pobres dependientes del
gobierno de turno, o de la Hacienda de turno. Y en esta vida, ya se sabe: no
hay nada sin nada. Quid pro quo, por decirlo de una forma concisa, clara y clásica.
Y las televisiones ya sabemos quién las controla y a quién sirven. No hace
falta recurrir, para percatarse de ello, ni a la lingüística ni a las marcas de
modalización: cada vez los mensajes son más burdos, y, por tanto, menos
inteligentes: vivo retratos de quien los manipula o maneja.
No hay grandes
diferencias entre los periódicos ni las distintas cadenas de televisión. O esas
diferencias son más aparentes que reales. Evidentemente hay que dar la
impresión de variedad, diversidad de criterios y todo lo demás. No se debe
olvidar que estamos en una democracia. Pero todos los periódicos, y las
televisiones, llegados a un límite, coinciden en lo mismo, o silencian
idénticas cosas. Así no deja de ser significativo, ahora, cerca ya de las
elecciones, que todos, a bombo y platillo, es decir con letras de gran tamaño y
en negrita, anuncien que hemos salido de la recesión, que estamos creciendo,
que hemos dejado atrás la crisis, que está bajando el paro, y que el sol va a
salir por Antequera. Nadie explica, sin embargo, qué se ha hecho para salir de
esta situación que se percibe de forma trágica, pese a las trompetas y a los tambores.
Sin olvidar, por supuesto, que no ve lo mismo en una barra de pan un hambriento
que una persona medio saciada. Aquí quien más y quien menos ha tenido que darse
de baja en muchas prestaciones que antes tenía o de las que disfrutaba, y a las
que ahora resulta complicado hacerles frente. Los salarios no crecen, y los
precios suben como la espuma. Y el paro. Que ahora, vísperas electorales,
resulta que también ha descendido. Y vuelve la pregunta, una y otra vez: ¿Qué
han hecho los políticos para sacarnos de esta situación? Porque, evidentemente,
oyéndolos a ellos, no hemos salido de la supuesta crisis por los sacrificios de
la población sino por la excelente guía que ha ejercido el político tal o cual,
arropado, faltaría más, por tal o cual periódico y contertulio televisivo.
Igual que se produjo la Transición en España de una dictadura a una cierta
libertad tutelada: porque tuvimos a un Rey y a un Presidente. Parece como si
gobernaran sobre el vacío o sobre un grupo de marionetas. Y tal vez tengan
razón. Eso es lo malo, que tal vez tengan razón.
Imagino que si un una
televisión se mantiene un programa es porque estudiosos y analistas, que los
hay, dicen, datos en mano, que son vistos y seguidos por un número determinado
de personas. De lo contrario, dichos programas desaparecerían, pues la
publicidad dejaría de contratar sus espacios para vender, y se acabaría la
fuente de ingresos. Creo. Y debe seguirlos mucha gente cuando, noche tras
noche, lo compruebo por mera curiosidad, vuelven a aparecer los mismos
personajes y vuelven a interrumpirse los unos a los otros. No se cansan.
Hace tiempo algunas
personas bien pensantes empezaron a dar la matraca con los contenidos de
algunos programas televisivos. Estamos en democracia y no se puede censurar
casi nada, aunque se pueden clasificar papeles y documentos. Ya se sabe: la
razón de estado. Se insistió entonces, ya que un programa no se puede clasificar
ni desclasificar, en pasar esos programas, un poco fuertes, a una hora en la
que los niños no los pudieran ver. Y así un infante estará a salvo de una
película pornográfica, salvo que, insomnes, vea la tele a las cuatro de la
mañana, pero no del mal gusto, que cada vez es mayor, de las mentiras de los
políticos, que como se las creen ellos dejan de ser falacias, y de la estupidez
que rige nuestra vida pública. La deshonestidad está, pues, en las partes del
cuerpo que se utilicen. Y para que todo resulte más digerible, aparecerán las
grandes palabras, los proyectos, los anteproyectos, las leyes y los ministros.
Con todo ello se montará una especie de debate televisivo en la que el ruido,
la estulticia y la furia sea lo predominante. Pues tener ciudadanos, periodistas
y alumnos con un cierto sentido crítico no le interesa a nadie. Y contra más
vacío es un gobierno, más necio y absurdo, también, lo tienen que ser los
periódicos, las televisiones y quienes los leen o las contemplan. Hasta el
punto de que una necedad: una señora huyendo de la policía para que no la
multen, es noticia durante quince días o más. Claro, la señora es un cargo de
un partido político, y a los periodistas, que, en algún lugar del universo, se
dejaron su sentido crítico, todo cuanto sale de su boca, necedad tras necedad,
les parece relevante y pertinente. Y eso, como la cosa más normal del mundo, lo
ve cualquier infante y a cualquier hora del día.
Por cierto, y de
pasada, no se les ocurra abrir un periódico español sin saber inglés porque
entenderán poco de lo que dicen. Lo cual, qué quieren que les diga, ya comienza
a ser una ventaja. Sólo falta que los políticos también recurran al inglés,
pues ya hasta la canción que representa a España, una e indivisible, en un
festival la cantan en inglés. Al principio creí, ingenuo de mí, que se trataba
de un homenaje a Catalina de Aragón; pero un día pregunté en una clase de
segundo de bachiller si sabían quién era Catalina de Aragón; y los alumnos me
hablaron, gritando y todos a la vez, haciéndome un favor, de una tal Carla
Martínez que se había dejado los estudios a principio de curso. ¿Era ella? ¿Era
ella? ¿Qué ha hecho ahora?.. Me fui de allí recordando, no sé porqué, que Catón
el Censor se puso a estudiar griego clásico, en aquella época no existía el
moderno, en una edad muy avanzada, a los 84 años, creo. Ignoro si llegó a leer
a Platón. Y a comprenderlo. Pero con personajes como Catón hay que pensar que
no todo está perdido. Harina de otro costa, por supuesto, es cómo trataba a sus
esclavos. No se puede tener todo en esta vida.
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