Es muy difícil
mantener las formas cuando toca relatar hechos que superan el espanto. ¿Cómo
hablar con naturalidad de un grupo de personas si en realidad estaríamos hablando
de un grupo de bestias capaces de matar a un joven a patadas sabiendo que aún,
llamándolos bestias, estamos apelando a una falacia, ya que estas
matan únicamente para sobrevivir.
En Argentina se están repitiendo, en estos días, casos de linchamientos.
Ejecuciones arbitrarias realizadas por personas autoconvocadas espontáneamente,
contra jóvenes delincuentes o supuestos delincuentes, según juicio de valor de
esos a los que se les antoje categorizarlos así.
Se dio el caso hace 48 horas de un muchacho que presuntamente iba
a robarle a una señora. Dije presuntamente, así lo describieron los pasquines
amarillistas.
Más de 50 personas se abalanzaron contra el joven y al reducirlo,
arrojándolo al piso, comenzaron a patearlo hasta dejar su masa encefálica desparramada
sobre el pavimento.
Justicia por mano propia, espanto por inconsciencia, también propia, de
dioses enceguecidos por un odio incomprensible, que los convertiría en
partícipes voluntarios necesarios en momentos en que la inseguridad
crece en el país como respuesta a montones de situaciones
que jamás encontraron respuesta.
Como respuesta a las cantidades ilimitadas de sustancias ilegales, cuyo
consumo es producto de una invitación subliminal permanente desde la caja boba,
donde se publicita su uso y se imponen las modas.
La marginalidad no nace por espontaneidad de la misma manera que “ningún
pibe nace chorro”, sino que es consecuencia de políticas injustas y años de
abandono. No pocos años, la descomposición del tejido social de un
país no aparece imprevistamente sino que se va articulando, tomando cuerpo y
forma a través de décadas de desidia. Se la va amasando como arcilla blanda.
Los medios de comunicación dieron amplia cobertura a la execrable acción
revolcada entre los márgenes de la irracionalidad y la vergüenza y no dejaron
de salir en búsqueda de nuevas noticias que no tardaron, extrañamente, en
producirse.
A pocas horas del asesinato del joven otros hechos
“justicieros” se produjeron en este país donde el viento austral tiene su
residencia fija. Otra vez, otro joven, sufrió el mismo ataque tan deleznable
como el anterior aunque esta vez sí se trataba de un arrebatador.
Nuevamente la horda desquiciada haciendo justicia por “pata” propia. Más
sangre sobre el pavimento dibujando filigranas y otra vida rozando el límite
fronterizo entre este mundo y el más allá. La historia hartamente repetida se
vuelve en sentido inverso: “te matan por una cartera” lo que trata de
justificar que entonces es lógico que “matemos también por una cartera”.
¿Qué sentirán esos “justicieros” al llegar a su casa y encontrar los
ojos de sus hijos? ¿Sentirán que realmente cumplieron un deber que nadie les
obligó a cumplir?
¿Sentirán que de esa manera, siendo partícipes activos se termina con
los actos delictivos? ¿Pensarán qué es la hora de reeditar la Ley del Talión?
¿Se sentirán héroes al ver sus zapatillas salpicadas de sangre de esos “hijos
de puta a los que hay que matar para que no sigan robando” como suelen decir?
Una vez realizada esa especie de catarsis o terapia anti
estrés, luego de un agotador día laboral plagado de injusticias cometidas por
alguien más fuerte que ellos, ¿tomarán conciencia de que se han convertido
en criminales? ¡Criminales!
Hay zonas de la Capital Federal donde desde hace años se vienen realizando
estas aberrantes prácticas justicieras. Se ha visto cómo la policía, ante un
caso de arrebato, con el ladrón reducido, permite que transeúntes
ocasionales apliquen tremendos golpes sobre la osamenta del caco.
La policía deja que la turba enardecida descargue su odio durante
algunos minutos, hasta que cuando el delincuente comienza a ponerse morado,
sentencia con el asco instalado en su mirada “este hijo de puta ya
no jode más”. Y lo hace vistiendo un uniforme con fuerza de ley.
De ley de un Olimpo descarnado donde los dioses se devoran entre ellos y
los pobres,
también.
¿Qué le pasa a esta sociedad que parece no resistir el menor
atisbo de racionalidad?
¿Qué le pasa a esta sociedad que se arrodilla ante los
poderosos, delincuentes de alta monta, rufianes explotadores, a la vez que se
agranda ante alguien tan desprotegido como ellos?
¿Qué le pasa a esta sociedad que llama señor a un banquero, a un
financista, a un narcotraficante mientras que a los pobres los tratan de negros
de mierda?
¿Qué le pasa a esta sociedad que menciona con asco a nuestros hermanos
bolivianos, peruanos, paraguayos, chilenos, pero se babea ante el paso de
importantes señores dueños de automóviles cuya procedencia no pueden
justificar?
¿Es que estamos condenados a aceptar que la maldición de Malinche sigue
vigente?
Ante cada desgarro de la vida hipócrita que nos hacen padecer
a quienes aún mantenemos humanidad y buscamos al enemigo conociendo
su guarida real, mientras me niego a naturalizar el fascismo como algo
cotidiano que renace de su propio excremento cada día con más fuerzas, sigo
haciéndome una pregunta sin encontrar respuesta lógica: ¿será que es cierto que
Hitler ganó la guerra?
Seguramente la prensa, motivada por intereses particulares seguirá
atizando el fuego instando a la reproducción de más justicieros impactando en
el centro de la subjetividad de esos ¿hombres? a los que les “sobran”
testículos para actuar en defensa de la propiedad privada siempre y cuando haya
cerca medio centenar de fascistas como ellos.
Esos, los que seguirán siendo sometidos, como siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario