No deja de asombrarse
uno al comprobar cómo ciertos tópicos, más o menos irreales, tópicos, se
convierten en una pura y dura realidad llena de cantos y de aristas. Una de las
frases que se ha repetido hasta la saciedad, y que parece cosa de broma, es que
cualquier cosa, dicha una otra vez, adquiere las características de la verdad, se
convierte en real y nadie la pone ya en cuestión. A veces eso que se dice es
tan duro, tan inverosímil, que cuesta creer que alguien lo vaya a tomar por una
verdad incuestionable e indiscutible. Pero, y, tal vez para sorpresa de tirios
y troyanos, así es. Quizás el problema de fondo resida en la pereza mental de
una buena parte de la humanidad, o en su necesidad de creerse que está por
encima de los bajos niveles marcados por su indolencia. Sin olvidar intereses
espúreos de quienes fomentan y propagan la pereza ofreciendo soluciones a todo,
y opinando sobre la sagrado, lo profano y lo del medio.
Llama la atención al
respecto los escasos periodistas que hay hoy en día, y la enorme cantidad de
tertulias que se montan en radios y televisiones. Los participantes en estas
tertulias vienen a ser como aquellas viejas enciclopedias de los años 40: en
ellas había de todo, no se profundizaba en nada y se defendía lo indefendible:
se afirmaba, más o menos, y entre otras cosas, que Viriato defendió a Castilla
frente a los romanos. Con el mismo desparpajo se decía que Séneca era español.
Nunca, no obstante, se atrevieron a dar su DNI: todo tiene sus limitaciones.
Los tertulianos, por el contrario, no tienen empacho en afirmar cualquier cosa
que se les pase por la cabeza, sea de religión, de filosofía o de lo que fuere.
Incluso, a veces, se atreven a hacer pronósticos. Y si la realidad, luego, en
contra de sus augurios, sale cabezona, siempre queda el recurso, muy típico en
estos pagos, del insulto y la descalificación.
Preguntaba un
espectador ingenuo, ante uno de esos programas, quién era el dueño de esa
televisión que permitía tanto insulto y tanta falta de ética y de sentido
común. Al enterarse de quién movía los hilos, o permitía que se movieran, no
salía de su asombro. Y reconoció que un pariente suyo, ya fallecido, tenía toda
la razón del mundo. Así lo afirmó. Decía este su pariente que en este país, tan
pretendidamente católico, apenas se rasca un poco sale el escéptico, cuando no
el gentil, ateo y cínico, que aprovecha la religión no para ser mejor persona
sino para sus necios y caducos intereses.
Tal vez tuviera razón
aquel lejano pariente del chico ingenuo; y la religión haya penetrado tanto en
los hombres como dos gotas de lluvia caídas en la tierra en una tarde de
bochorno. Quizás se hayan dado demasiadas cosas por sabidas. Y por sabido, y
repetido, se ha pretendido hacernos creer que vivimos en el mejor sistema
político de los habidos y por haber: la democracia. Raras son las personas que
saben griego o latín; pero cualquiera es capaz de desmenuzar la palabra
democracia, y explicar su significado. Y de creérselo. No obstante, y no sé muy
bien porqué, aunque lo intuyo, la palabra pueblo ha caído en desgracia. Ahora,
en su lugar, se utiliza la más elegante de ciudadanía. El pueblo, pues, ya no
vota: vota la ciudadanía. Deberíamos, por lo tanto, cambiar la palabra, debería
ser la ciudadanocracia. Es una broma, por supuesto, pues en el fondo,
como siempre, todo seguiría igual. Con un nombre o con otro, el pueblo o el
ciudadano de a pie, como si no se pudiera ir a votar en coche, visitará las
urnas cada cuatro años, depositará una papeleta, y luego los políticos,
amparados en ellas, harán lo que les venga en gana, pues para eso el pueblo
soberano, o la ciudadanía soberana, les ha entregado el poder que reside en sus
entrañas, en las del pueblo o las de la ciudadanía de a pie, para que no se
moleste nadie.
Antes de que unas
cajas les otorguen el poder, los políticos y aledaños aprovecharán otras cajas
para tratar de influir en la gente, y arrancarles su consentimiento a fin de
poder cometer, impunemente, todas sus tropelías. Algunos partidos políticos, y
algunos miembros de ellos, ¡ay, he tenido que vencer una fuerte tentación para
no escribir una burrada!, hechas las votaciones se olvidan de la democracia, y
creen que los votos los han transformado en Luis XVI, en el Rey Sol, y que
después de ellos, el diluvio. Y desde luego, algunos dejan la tierra tan
esquilmada que harían falta varios diluvios para que esta vuelva a su
generosidad primigenia. Y se ha visto y demostrado que denunciar a un
esquilmador es buscar cotufas en el golfo: los partidos políticos han sido
creados para llegar al poder. Y llegados a él, e instalados en él, tragarán
sapos y culebras antes de comenzar a deshacerse de los corruptos porque tal vez
eso sea el final de algún que otro partido, y de alguna que otra prebenda. ¿Dónde
está la democracia? Por supuesto que ahora, cuando se denuncia a uno de los
nuestros, la ciudadanía está equivocada y es manipulada. Faltaría más. Es lo
que sucede cuando los demás no hacen lo que se espera de ellos.
Y es lo que ha
sucedido en estas pasadas elecciones: parece ser que todos los partidos tenían
asumido que iba a haber una gran abstención; algunos incluso se alegraban de
ello, pues eso favorecía sus interes, que no los de la democracia; pero, claro,
también es muy demócrata quedarse en casa y no ir a votar. “Total, ¿para qué?”
decía mucha gente recordando aquel viejo refrán De molinero cambiarás, y de
ladrón no escaparás. Por lo que fuere, y al parecer, un importante puñado
de ciudadanos, y de gente del pueblo, tomaron conciencia de la situación, del
peligro de dejarlo todo como está, y, sí, acudieron a votar. Pero sorpresa de
sorpresas: vataron no lo que tocaba sino lo que ellos quisieron y elegieron. Y
cosa llamativa: en tanto los grandes partidos copaban, como siempre, espacios
de televisiones, radios y periódicos, el partido que ha dado la sorpresa apenas
si, en la persona de su jefe, se ha dejado ver en un par de programas.
Ha sido una sorpresa
el triunfo de este partido, Podemos, y ha sido enormemente revelador ver las
reacciones de unos y de otros ante tan inesperado éxito. Todos, o casi todos, tirios,
troyanos y aqueos, se han puesto de acuerdo en los insultos, las
descalificaciones, las dudas y el cinismo. Y no deja de resultar curioso que se
persiga a la gente, a la ciudadanía, por amenazar a los políticos a través de
las nuevas tecnologías, y no se persiga a estos, y aledaños, y más cuando se
dicen cristianos, por insultar una y otra vez a quien ha votado lo que ellos no
querían. Pese a ello, adobado con los insultos, no se olvidarán de repetirnos,
una y otra vez, que vivimos en una democracia, pues la repetición engendra la
realidad. Pero queda claro, como decía el fallecido pariente del espectador
ingenuo, que ni la religión ni la democracia han penetrado en este reseco país.
Quizás por eso sólo se persigue al delincuente cuando hay sangre o alguien
relevante por el medio. Si no la hay, y se es un ciudadano de a pie, o un
pueblerino, no queda sino recoger el mateo, dar las gracias e irse por donde
uno ha venido. Y para evitar malentendidos: nadie está defendiendo el asesinato
de nadie; se está atacando la malaeducación y el cinismo de algunos pretendidos
demócratas. Y la doble vara de medir. Sin olvidar, por supuesto, que esta es la
tierra de la picaresca y de las malas pulgas.
También cabría decir,
cierto es, que somos demócratas y tenemos libre albedrío; pero ay de aquel que
coma del árbol del que no toca. O en palabras de Joyce: quien no crea que soy
divino, no tendrá parte cuando transforme el agua en vino.
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