Raúl entonces vio la trefiladora gigante de la fábrica. Y no encontró otro remedio. Se subió, apoyó las piernas sobre la madera y la prendió. Fue entonces que con su sinsabor a cuestas, con total resignación vio como el filo de la gigantesca cuchilla le iba rebanando las piernas. Cuando comenzó a cortar la segunda fue que se desvaneció. Vino la oscuridad entre destellos de sangre y astillas de huesos saltando por los aires.
La vida de Raúl no fue nunca un remanso de agua clara. No, qué va. Abandonado por la madre en un hospicio antes de cumplir el año, cuando adolescente los curas jesuitas lo habían educado a palo y fuego. Del padre jamás tuvo noticias ni las tendría a lo largo de toda su vida. La adolescencia lo encontró con un oficio y muchos traumas. Cerca de los treinta trabajaba en una fábrica en González Catán, entre fresadoras, aceros cortados y mala respiración.
Sonaba la sirena y rajaba para la piecita que desde hacía años le alquilaba Doña Clara en el fondo del patio, en la lejana Barracas. En invierno los regresos eran oscuros y húmedos. Y las calles estaban tan opacas y mortecinas que sus zapatos llegaban encharcados, por no saber siquiera dónde pisar y dónde no.
La vida de Raúl era eso. Fábrica y pieza. Nunca un buen laburo. Nunca una mina papirusa, siempre le tocaban raídas. Las pilchas, un asco, una porquería. Sobre el estante y arriba de la cama tres libros de morondanga y a los pies, una tele desvencijada, que lo hacía dormir por las noches.
Una vida de mierda la de Raúl. Casi no tenía amigos y andaba con la cabeza gacha, como pidiendo permiso para entrar al boliche. Tenía el mate lleno de confusión e incertezas. Nada en su vida era común y corriente. Nunca la había tocado la buena. Como dice el refrán, “en la lotería de cartones, le habían cantado letra”.
La única certeza le llegó cuando estaba terminando los treinta. Volvía del laburo y el bondi pasó por una milonga que lo deslumbró. Era un palacete y los puntos entraban bien empilchados, de los brazos de unas minas que estaban de rechupete. Y así fue que tocó esa puerta y se espabiló al mundo del tango. Tango de zapatos charolados, tango de corte y quebrada, tango de gomina y olores pringosos. Y se le hizo la luz al Raúl. Su vida dio un vuelco. Y los viernes lo encontraba entreverado entre fintas y cabeceos. Luces tenues y amarillas. Cinturas chicas y bustos grandes. Durante más de 10 años todas las milongas de Buenos Aires vieron su suelas impecables gastar punta y taco. Sus pobres mangos iban a parar gustosos a los sastres que le hacían las mejores pilchas de la ciudad. Y Raúl aprendía rápido. Con pasión, con premura y sin chamuyo.
En un mundo de sinsabores, de incertezas, de pasmos, Raúl sólo sabía que le gustaba el tango. Lo bailaba mejor que sus mejores maestros. Él arrancaba en De Caro y se plantaba en Pugliese. Hasta ahí. Y que no le vinieran con Piazzolla ni que ocho cuartos. Él era del tango de antes, aunque antes ya no estaba. Y las mejores minas de Buenos Aires sabían que Raúl era de temer en la cancha. Y a veces se peleaban por que las sacase a bailar, y él, bien democrático, no dejaba a naifa sin gusto. Cada tanto sabía que se estaba comiendo a algún yiro, pero a él no le importaba mucho. Si la cosa pintaba, al clarear la mañana estaban en su piecita, revoleando pilchas. Y sino, terminaba tomando un café con Hesperidina en el boliche del barrio, mirando como clareaba el aura, como los bondis asustaban la mañana.
Hasta que apareció ella. Nunca supo su nombre. Sí se dio cuenta al instante que al menos 20 años le llevaba. Que ni importaba porque a la primera estaban en el catre entrelazados como dos lampalaguas. Era la mejor mina que tuvo Raúl en la cama y en la pista. La gente se juntaba así, para verlos bailar. Y en el conventillo también, pero para escucharlos aullar. A los tres meses ya se decían algo. Ya hablaban de alguna que otra boludez. En definitiva cuando dos cuerpos hablan, están de más las palabras.
Esa mañana la confesión vino fulería. Lo dejó pasmado. Le contó cuando y adónde abandono a su pibe. Le dijo su nombre y de qué laburaba. Le dio más detalles de los que Raúl estaba dispuesto a escuchar. Y el pobre sumó dos más dos cuatro y se dio cuenta que se estaba encamando con su Vieja.
Por eso fue esa mañana a la fábrica y se puso en la trefiladora. Para cortarse lo que más quería, la fuente de sus placeres en los últimos años. Las piernas. Años después, en el hogar de lisiados le contaron del un tal Edipo que se sacó los ojos. A Raúl ya qué le importaba, si se había pirobado a su madre. ¡¡La pucha, carajo!! Qué vida de mierda, ésta.
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