Cuando se mudó del campo a la ciudad, Raúl supo
inmediatamente que había perdido para siempre ciertas cosas. Las tardes de
truco o bochas en el club, el andar torpe y bullanguero de las batarazas en el
patio, el sabor de los duraznos recién cortados y la delicia de noches con
cielo cuajado de estrellas que se extiende más allá de dond ellega la vista.
No le
preocupaban los amigos que dejaba ya que muchos se habían ido antes, a otros
pueblos, a la ciudad, o habían inscripto
sus nombres en el pequeño cementerio del pueblo. Además tenía la promesa de sus
hijos de volver los fines de semana para matear con los vecinos que quedaban y
visitar parientes. Pero nunca pensó que iba a extrañar los sonidos del poblado
que dejaba con su mujer, Catalina, para acceder al pedido de sus hijos de
tenerlos más cerca.
Sin
embargo, la nostalgia lo asaltó ni bien el micro llegó al Retiro y se encontró
con su mujer inmersos en un mar de bocinazos y pregones de venta de lo más
diversos que no se parecían en nada a la amable placidez del pueblo.
Las cosas
no mejoraron cuando estuvieron instalados en el departamentito que Marta y
Claudio habían elegido para ellos. Claro que tenía unas lindas cortinas
floreadas, macetas con flores en el balcón, muebles rústicos de algarrobo y un
montón de fotos de sus nietos. Pero el quinto piso a la calle garantizaba una
platea preferencial para los conciertos de bocinazos que se ejecutaban en
continuado durante todo el día en la avenida Rivadavia.
Al principio
aquellos sonidos agudos y constantes se le hicieron intolerables. Pasó varios
días crispándose ante cada bocinazo. Luego empezó a escucharlos como en
sordinas y comenzó a interesarse por las sirenas que rompían el aire con sus
alaridos. No le costó mucho distinguir la de los patrulleros que llegaban
acompañadas por un resplandor azul, la de los bomberos más aguda y estridente y
las de las ambulancias que se repetían a cada rato.
Incluso
cuando lograba aislarse del fragor de la calle, cerrando las persianas y
corriendo las cortinas, el propio edificio era una fuente inagotable de
sonidos: llantos de bebé, discusiones de pareja, aullidos de placer de tórridas
noches de sexo, platos que se apilaban, muebles que se corrían, puertas que se
cierran y el ascensor que iba entre paredes de papel que no lograban atenuar ni
siquiera los pasos en la escalera.
Cuando
salía a la calle, Raúl se sentía apabullado por los ruidos. Apenas podía
balbucear palabras y jamás entendía lo que le decían sus hijos o Catalina. Se sentía
inmensamente provinciano a pesar de que no era la primera vez que visitaba
Buenos Aires y añoraba cada día más la calma del pueblo.
Un día
cualquiera, mientras una de sus nietas lo acompañaba al médico, comparó el
estruendo que lo rodeaba diariamente en Buenos Aires con los sonidos que había
dejado: el canto de los pájaros, la cháchara de las gallinas y el rumor del
viento entre las hojas, el fluir del agua en un arroyo cercano, y los saludos
cordiales de los vecinos. Tan enfrascado estaba en sus pensamientos que apenas
oyó lo que el doctor le decía a su nieta. Tampoco le importaba demasiado ya que
de momento lo tenía preocupado una manifestación con cánticos y bombos que se
colaba por la ventana.
Sus hijos
no entiendieron su nostalgia por los ruidos del pueblo. Lo atribuyeron a la
chochera de un hombre mayor y le recomendaron a Catalina vigilarlo más de
cerca. Ella intentó explicarles, pero apenas podía con su alma, alejada de sus
plantas y sus gallinas, de las vecinas generosas siempre dispuestas a convidar
un mate y del cura que llegaba de visita cada tarde para confesarla y escuchar
sus cuitas.
Por eso no
pudo ayudar a Raúl y él siguió obsesionado con ese estruendo que se le hacía
insoportable de día, y lo ahogaba en un insomnio de angustia, durante la noche.
En la madrugada, no había bocinas ni transeúntes ruidosos, pero las frenadas
eran más agudas y las sirenas parecían jactarse del desparpajo con el que
rompían el silencio. Además estaban los gritos, las peleas, los tableteos que
se le antojaban tiros y un miedo absurdo y constante que le impedía dormir más
que de a ratos. En esos escasos momentos soñaba que volvía al pueblo y se
reencontraba con sus pájaros y sus gallinas, con los muchachos del bar y los
amigos de la cancha de bochas. Pero siempre había un ruido que lo llamaba a la
realidad y lo sumía en la eterna búsqueda del silencio de cada noche.
A la mañana
las cosas parecían estar mejor y casi podía seguir con su vida diaria, sumido
en una banda sonora que le resultaba ajena y hostil. Por eso decidió resistir
en su departamento con un continuado musical de folclore que solo interrumpía
para poner algún tango de Darienzo.
Pero a la
caída del sol, no quería molestar a Catalina con su música y estaba poco
habituado a auriculares y otros implementos tecnológicos. Así que se abandonaba
al insomnio y a la sucesión de ruidos de la noche, siempre distintos, siempre
ajenos.
Hasta
aquella noche en la que aquel sueño en el que volvía al pueblo, a los pájaros,
al viento entre las hojas y al saludo cálido de la gente de la tierra se le
hizo más vívido. Sin embargo, por algún motivo, era conciente de que estaban
muy lejos, cada vez más lejos. Intentó sentarse, y despertar a Catalina, pero
no pudo hacerlo, apenas alcanzó a mover la mano para aferrarse a la de ella que
dormía a su lado. Lo último que escuchó fue el ulular de la sirena de la
ambulancia, cada vez más cerca.
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