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viernes, 20 de septiembre de 2013

EL NAUSEABUNDO HEDOR QUE NO CESA, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

Hemos llegado a unos extremos en este país en los que ya no se sabe qué es más triste, vomitivo y patético: que haya corrupción en los partidos políticos, que la hay; o las declaraciones de los altos cargos de esos mismos partidos para negarla unas veces, cuando no hay nada probado; hacerse los ignorantes otras, cuando comienza la acusación a tener visos de cosa cierta y probada; y a concluir después, con la condena en firme, que nada les afecta a ellos, por mucho que estén implicados personas de su propio partido, y no militantes de base ni mucho menos, o que la culpa es de los otros, por supuesto. Eso por no hablar de la obstrucción a la justicia, de la recusación de jueces, de las triquiñuelas legales y de toda la nauseabunda porquería que rodea siempre a semejantes asuntos. Oír a los políticos en estas circunstancias, justificando lo injustificable con sus peregrinas afirmaciones, sofismas y demagogias, es sentir vergüenza ajena, cuando no verdadero asco. Es patético, ante cualquier caso de corrupción, y tenemos ya de todos los gustos y colores, ver salir a todo un partido político en tromba para afirmar y decir todos las mismas vaciedades e idénticas necedades. Parece, y sin duda debe ser así, que por las mañanas el sargento guardia les da el santo y seña, que todos repiten, hasta con la misma entonación y casi con idéntico gesto. Recuerdan a ciertos robots de un mundo feliz que dista mucho de llegar a serlo.

Alguien dijo una vez que para ganar una batalla hay que hacer al enemigo más inteligente de lo que es uno mismo. Nunca se debe menospreciar a nadie, ni siquiera al mismo Diablo, al que recomienda don Francisco de Quevedo hablarle de usted porque, en esta vida, nunca se sabe a quién se va a necesitar. Los partidos políticos, que no deben ser muy amantes de la lectura, tiran por el camino del medio; y como cada uno juzga a los demás según quién es él, hacen al público tonto y estúpido, jugando con la necia baza de repetir, una y otra vez, la misma tontería para que pase por una tautología o verdad incuestionable. A este paso dentro de poco se pondrán todos de acuerdo y conseguirán que el Danubio transcurra por Madrid y desemboque en las playas de Barcelona. Así tendremos un nuevo elemento de unión entre las diversas tribus del país o del reino, o de lo que seamos, que con tanto hecho diferencial uno ya no sabe dónde está ni para qué.
Ahora resulta, por eso de repetir una y otra vez la misma cantinela, que un silencio sepulcral, o de monje cartujo, por parte del presidente del gobierno, se ha transformado en que todas las explicaciones sobre el caso Bárcenas ya se nos han dado. Y que sepamos nunca se nos ha dado ninguna. Ni el presidente del gobierno contesta a los periodistas, ni comparece ante los diputados. Y a esto se le llama democracia. Claro, lo justifican todo diciendo que hay que salvar la marca España, que no se sabe muy bien lo que es ni para lo que sirve. Y la marca España se ve que se conserva como moza garrida guardando la porquería debajo de la alfombra. A esta porquería o silencio se le debe añadir el no menos importante “gesto” que consiste en no presentar, por ejemplo, la lista de gastos de ayuntamientos y gobiernos autonómicos. Eso sí: luego se nos repetirá hasta la saciedad que el partido en el poder es el partido más transparente nacido de madre. Habría que comenzar a preguntar qué entienden ellos por transparencia, pues aquí ya no hay que fiarse de nadie que no utilice la lengua para hacerse entender. En el instituto había un chico que confundía el cristal transparente con el translucido, y a Caín con Abel. Y a este respecto siempre sucede lo mismo: quien está en la oposición utiliza un lenguaje claro y sencillo, directo; mientras que el poder se vuelve opaco utilizando palabras y expresiones que no sirven sino para disfrazar la realidad, para estar hablando sin decir nada. Eso cuando se habla porque aquí se ha optado, medida muy democrática, por no responder de nada ante nadie. A veces, por esto mismo, da la impresión de que estamos en la Edad Media: el comportamiento de ciertos presidentes es similar al de los reyes absolutos, que sólo rendían cuentas, cuando morían, ante Dios. Bien es cierto que se creía, en aquellas cercanas épocas, que el rey había sido escogido para su función por la gracia de Dios. No hay más que echar un vistazo a la numismática, con su famosa frase: Rex gratia Dei. Hoy en día se podía acuñar moneda poniendo algo así como Sordo y mudo gracias a la mayoría absoluta. Y si en el centro de la moneda ponemos la imagen de un buey recuperaremos viejas tradiciones: en la Grecia clásica tener el buey en la lengua era símbolo de corrupción.
Posiblemente pocas cosas haya tan nefastas para un país como un gobierno absoluto. Este no tiene que rendir cuentas, y al no tener que hacerlo se cree impune, y hace de su capa un sayo. Debe parecer, en buena lógica, que la democracia ha corregido estos excesos. Pero lo democracia, como se ha visto en más de una ocasión, también se puede convertir en una tiranía, y de hecho se ha convertido en eso: la tiranía del voto, la del miedo a perder unas elecciones, y todas las prebendas que ello conlleva. A este respecto no deja de resultar tan patético como vomitivo que, ante el escándalo promovido por la fortuna del ex tesorero del partido en el gobierno, aparezca el personaje de siempre, el que nunca falta, el que está limpio de polvo y paja, no para denunciar la corrupción y corregir malos usos, sino para alertar de que se está perdiendo la confianza en ellos, para afirmar, ahora se entera, que la gente, ya no se lleva decir pueblo, está midiendo con el mismo rasero a todos los políticos, a los comunistas, a los socialistas, y a ellos mismos: todos son iguales, todos son uno y lo mismo. Hace años, muchos años, que se piensa así. Ya en los albores de la democracia, cuando con los socialistas en el poder nos despertábamos día sí y día también con un nuevo caso de corrupción, al depositar el voto en una urna, una persona de cierta edad se despachaba con un refrán tan viejo como castizo y, por desgracia, cierto, muy cierto: de molinero cambiarás, y de ladrón no escaparás. ¿Para qué votar entonces? Al hombre le hacía ilusión.
Y desde entonces no han cesado los casos de corrupción, que no han prosperado ante los tribunales por triquiñuelas de todo tipo: porque los abogados del partido implicado se han encargado de que prescribieran los presuntos delitos, poniendo alegatos y dando largas, porque han destruido documentación y no se ha podido probar nada, porque tienen mayoría absoluta, y eso les permite hacer lo que les da la gana, porque el juez no era objetivo y se han deshecho de él... Todo este rosario de impedimentos de mal pagador; y de, y perdón por la expresión, verdaderas memeces, cuando no actos criminales, siempre se justifica delante de la televisión con cara de estar descubriendo la teoría de la relatividad. Es patético verlos. A veces parecen bufones sin la más mínima gracia. Una cosa, no obstante, dejan clara como la luz del sol: la ética está subordinada a que se coja o no al delincuente con las manos en la masa y lo sienten en el banquillo de los acusados. Y como los jueces los escogen los políticos, y aquellos pueden medrar gracias a estos, pues entre bobos anda el juego. Y así hemos llegado a tal extremo que lo único que no está corrupto ni corrompido es el agua que mana de la central nuclear de Fukushima.
Son todos tan inocentes que si apareciera el bueno de Cristo ante un caso de corrupción, y dijera aquello de quien esté limpio de pecado, arroje la primera piedra, puede estar seguro de que no se cumplirían las profecías: moriría lapidado que no crucificado. ¿O acaso hemos visto a algún político condenado por malversación de fondos? ¿O a alguien pidiendo perdón por algún error? ¿Ha dimitido alguien y no nos hemos enterado? ¿Y la justicia?
Para el único que existe la justicia, lex dura lex, es para el pobre diablo de tres al cuarto, o para el autor de esa otra estupidez llamada violencia de género. El alevoso asesinato de una mujer se ha convertido, por boca de la necedad, en una película surrealista: la de un adjetivo dándole cuchilladas o papirotazos a un sustantivo porque no concuerda con él. Si el siglo pasado fue el siglo, según Dámaso Alonso, de las siglas, este lo está siendo de los eufemismos. No deja de resultar curioso: cine y televisión cada día muestran imágenes más duras y violentas, pero a la hora de hablar, el poder, los poderosos y los políticos se vuelven más pacatos que una señorita bien criada, y algo tuberculosa, del siglo XIX.
Estaría muy bien, aprovechando la nueva tecnología, que todos los ciudadanos, los que no pertenecen a ningún partido claro está, se pusieran de acuerdo a fin de votar, pero evitando que ningún grupo político se hiciera con la mayoría absoluta. A lo mejor comenzaba de esta forma una cierta regeneración democrática. Lo tenemos duro porque cuando personas, o necios, o con miedo a quedarse en el paro, salen por la televisión defendiendo lo indefendible, y diciendo tal cúmulo de tonterías que provocan vergüenza ajena, la verdad es que lo tenemos difícil. Tal vez nos deberíamos conformar con pedir a estos bufones mediáticos que, como mínimo, hablen bien. Pedir cotufas en el golfo. Porque uno está de la tolerancia cero y de la externalización de los pacientes hasta más arriba de la coronilla. Y eso que tenemos una excelente literatura del siglo de oro. Tan excelente como olvidada, sobre todo por sus graciosas señorías, muy celosas del bienestar de los suyos. Huele todo ya de tal forma que ni los establos del rey Augías, ni las plagas de Egipto. Tal vez deberíamos echar mano de la Iglesia, tal callada ahora, ante estos casos de corrupción, y organizar procesiones penitenciales, con kilos de incienso, para alejar el Mal del interior de nuestras murallas. El Señor nos coja confesados porque lo tenemos bien crudo.

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