Hemos llegado a unos extremos en este país en los que ya no
se sabe qué es más triste, vomitivo y patético: que haya corrupción en los
partidos políticos, que la hay; o las declaraciones de los altos cargos de esos
mismos partidos para negarla unas veces, cuando no hay nada probado; hacerse
los ignorantes otras, cuando comienza la acusación a tener visos de cosa cierta
y probada; y a concluir después, con la condena en firme, que nada les afecta a
ellos, por mucho que estén implicados personas de su propio partido, y no
militantes de base ni mucho menos, o que la culpa es de los otros, por
supuesto. Eso por no hablar de la obstrucción a la justicia, de la recusación
de jueces, de las triquiñuelas legales y de toda la nauseabunda porquería que
rodea siempre a semejantes asuntos. Oír a los políticos en estas
circunstancias, justificando lo injustificable con sus peregrinas afirmaciones,
sofismas y demagogias, es sentir vergüenza ajena, cuando no verdadero asco. Es
patético, ante cualquier caso de corrupción, y tenemos ya de todos los gustos y
colores, ver salir a todo un partido político en tromba para afirmar y decir
todos las mismas vaciedades e idénticas necedades. Parece, y sin duda debe ser
así, que por las mañanas el sargento guardia les da el santo y seña, que todos
repiten, hasta con la misma entonación y casi con idéntico gesto. Recuerdan a
ciertos robots de un mundo feliz que dista mucho de llegar a serlo.
Alguien dijo una vez que para ganar
una batalla hay que hacer al enemigo más inteligente de lo que es uno mismo.
Nunca se debe menospreciar a nadie, ni siquiera al mismo Diablo, al que
recomienda don Francisco de Quevedo hablarle de usted porque, en esta vida,
nunca se sabe a quién se va a necesitar. Los partidos políticos, que no deben
ser muy amantes de la lectura, tiran por el camino del medio; y como cada uno
juzga a los demás según quién es él, hacen al público tonto y estúpido, jugando
con la necia baza de repetir, una y otra vez, la misma tontería para que pase
por una tautología o verdad incuestionable. A este paso dentro de poco se
pondrán todos de acuerdo y conseguirán que el Danubio transcurra por Madrid y
desemboque en las playas de Barcelona. Así tendremos un nuevo elemento de unión
entre las diversas tribus del país o del reino, o de lo que seamos, que con
tanto hecho diferencial uno ya no sabe dónde está ni para qué.
Ahora resulta, por eso de repetir
una y otra vez la misma cantinela, que un silencio sepulcral, o de monje
cartujo, por parte del presidente del gobierno, se ha transformado en que todas
las explicaciones sobre el caso Bárcenas ya se nos han dado. Y que sepamos
nunca se nos ha dado ninguna. Ni el presidente del gobierno contesta a los
periodistas, ni comparece ante los diputados. Y a esto se le llama democracia.
Claro, lo justifican todo diciendo que hay que salvar la marca España, que no
se sabe muy bien lo que es ni para lo que sirve. Y la marca España se ve que se
conserva como moza garrida guardando la porquería debajo de la alfombra. A esta
porquería o silencio se le debe añadir el no menos importante “gesto” que
consiste en no presentar, por ejemplo, la lista de gastos de ayuntamientos y
gobiernos autonómicos. Eso sí: luego se nos repetirá hasta la saciedad que el
partido en el poder es el partido más transparente nacido de madre. Habría que
comenzar a preguntar qué entienden ellos por transparencia, pues aquí ya no hay
que fiarse de nadie que no utilice la lengua para hacerse entender. En el
instituto había un chico que confundía el cristal transparente con el
translucido, y a Caín con Abel. Y a este respecto siempre sucede lo mismo:
quien está en la oposición utiliza un lenguaje claro y sencillo, directo;
mientras que el poder se vuelve opaco utilizando palabras y expresiones que no
sirven sino para disfrazar la realidad, para estar hablando sin decir nada. Eso
cuando se habla porque aquí se ha optado, medida muy democrática, por no
responder de nada ante nadie. A veces, por esto mismo, da la impresión de que
estamos en la Edad Media: el comportamiento de ciertos presidentes es similar
al de los reyes absolutos, que sólo rendían cuentas, cuando morían, ante Dios.
Bien es cierto que se creía, en aquellas cercanas épocas, que el rey había sido
escogido para su función por la gracia de Dios. No hay más que echar un vistazo
a la numismática, con su famosa frase: Rex gratia Dei. Hoy en día se podía
acuñar moneda poniendo algo así como Sordo y mudo gracias a la mayoría
absoluta. Y si en el centro de la moneda ponemos la imagen de un buey
recuperaremos viejas tradiciones: en la Grecia clásica tener el buey en la
lengua era símbolo de corrupción.
Posiblemente pocas cosas haya tan
nefastas para un país como un gobierno absoluto. Este no tiene que rendir
cuentas, y al no tener que hacerlo se cree impune, y hace de su capa un sayo.
Debe parecer, en buena lógica, que la democracia ha corregido estos excesos.
Pero lo democracia, como se ha visto en más de una ocasión, también se puede
convertir en una tiranía, y de hecho se ha convertido en eso: la tiranía del
voto, la del miedo a perder unas elecciones, y todas las prebendas que ello
conlleva. A este respecto no deja de resultar tan patético como vomitivo que,
ante el escándalo promovido por la fortuna del ex tesorero del partido en el
gobierno, aparezca el personaje de siempre, el que nunca falta, el que está
limpio de polvo y paja, no para denunciar la corrupción y corregir malos usos,
sino para alertar de que se está perdiendo la confianza en ellos, para afirmar,
ahora se entera, que la gente, ya no se lleva decir pueblo, está midiendo con
el mismo rasero a todos los políticos, a los comunistas, a los socialistas, y a
ellos mismos: todos son iguales, todos son uno y lo mismo. Hace años, muchos
años, que se piensa así. Ya en los albores de la democracia, cuando con los
socialistas en el poder nos despertábamos día sí y día también con un nuevo
caso de corrupción, al depositar el voto en una urna, una persona de cierta
edad se despachaba con un refrán tan viejo como castizo y, por desgracia,
cierto, muy cierto: de molinero cambiarás, y de ladrón no escaparás. ¿Para qué
votar entonces? Al hombre le hacía ilusión.
Y desde entonces no han cesado los
casos de corrupción, que no han prosperado ante los tribunales por triquiñuelas
de todo tipo: porque los abogados del partido implicado se han encargado de que
prescribieran los presuntos delitos, poniendo alegatos y dando largas, porque
han destruido documentación y no se ha podido probar nada, porque tienen
mayoría absoluta, y eso les permite hacer lo que les da la gana, porque el juez
no era objetivo y se han deshecho de él... Todo este rosario de impedimentos de
mal pagador; y de, y perdón por la expresión, verdaderas memeces, cuando no
actos criminales, siempre se justifica delante de la televisión con cara de
estar descubriendo la teoría de la relatividad. Es patético verlos. A veces
parecen bufones sin la más mínima gracia. Una cosa, no obstante, dejan clara
como la luz del sol: la ética está subordinada a que se coja o no al
delincuente con las manos en la masa y lo sienten en el banquillo de los
acusados. Y como los jueces los escogen los políticos, y aquellos pueden medrar
gracias a estos, pues entre bobos anda el juego. Y así hemos llegado a tal
extremo que lo único que no está corrupto ni corrompido es el agua que mana de
la central nuclear de Fukushima.
Son todos tan inocentes que si apareciera el bueno de Cristo
ante un caso de corrupción, y dijera aquello de quien esté limpio de pecado,
arroje la primera piedra, puede estar seguro de que no se cumplirían las
profecías: moriría lapidado que no crucificado. ¿O acaso hemos visto a algún
político condenado por malversación de fondos? ¿O a alguien pidiendo perdón por
algún error? ¿Ha dimitido alguien y no nos hemos enterado? ¿Y la justicia?
Para el único que existe la
justicia, lex dura lex, es para el pobre diablo de tres al cuarto, o para el
autor de esa otra estupidez llamada violencia de género. El alevoso asesinato
de una mujer se ha convertido, por boca de la necedad, en una película
surrealista: la de un adjetivo dándole cuchilladas o papirotazos a un
sustantivo porque no concuerda con él. Si el siglo pasado fue el siglo, según
Dámaso Alonso, de las siglas, este lo está siendo de los eufemismos. No deja de
resultar curioso: cine y televisión cada día muestran imágenes más duras y
violentas, pero a la hora de hablar, el poder, los poderosos y los políticos se
vuelven más pacatos que una señorita bien criada, y algo tuberculosa, del siglo
XIX.
Estaría muy bien, aprovechando la
nueva tecnología, que todos los ciudadanos, los que no pertenecen a ningún
partido claro está, se pusieran de acuerdo a fin de votar, pero evitando que
ningún grupo político se hiciera con la mayoría absoluta. A lo mejor comenzaba
de esta forma una cierta regeneración democrática. Lo tenemos duro porque
cuando personas, o necios, o con miedo a quedarse en el paro, salen por la
televisión defendiendo lo indefendible, y diciendo tal cúmulo de tonterías que
provocan vergüenza ajena, la verdad es que lo tenemos difícil. Tal vez nos
deberíamos conformar con pedir a estos bufones mediáticos que, como mínimo,
hablen bien. Pedir cotufas en el golfo. Porque uno está de la tolerancia cero y
de la externalización de los pacientes hasta más arriba de la coronilla. Y eso
que tenemos una excelente literatura del siglo de oro. Tan excelente como
olvidada, sobre todo por sus graciosas señorías, muy celosas del bienestar de
los suyos. Huele todo ya de tal forma que ni los establos del rey Augías, ni
las plagas de Egipto. Tal vez deberíamos echar mano de la Iglesia, tal callada
ahora, ante estos casos de corrupción, y organizar procesiones penitenciales,
con kilos de incienso, para alejar el Mal del interior de nuestras murallas. El
Señor nos coja confesados porque lo tenemos bien crudo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario