Me gusta que él apriete mis pezones. Ejerce una suave
presión entre sus dedos, y los hace girar en uno y otro sentido aun ritmo que a
veces es lento y otras vertiginoso. Mientras tanto me desafía con sus ojos
negros: “A que esto te duelen, ¿no?”. No sé qué me excita más, sino el roce o
su mirada ardiente. Es algo que trato de desentrañar desde que lo conozco, pero
ahora, prefiero dejarme llevar por el placer que invade cada rincón de mi
cuerpo.
Acaba de llegar, pero, como de
costumbre, tiene poco tiempo. Lo esperan en menos de dos horas, así que nuestro
encuentro va a ser breve. El acomodó,
como de costumbre, el dinero, su pañuelo, las llaves y la cruz que usa en el
cuello, sobre la mesa de luz. Colgó los pantalones del traje cuidadosamente
sobre una silla y colocó por encima el saco. Luego puso la corbata sobre el
respaldo, como un lazo que le pone punto final al conjunto.
Me encanta ver la parsimonia con la
que se desnuda. Yo lo hice en un ritmo
completamente distinto. Dejé mi camisolín en algún lugar del living cuando lo
escuché entrar y supongo que mi bombacha de encaje habrá quedado bajo la cama.
Después que se vaya tendré que dedicar un buen tiempo a recuperarla.
En este momento prefiero darle
placer. Al fin y al cabo, para eso se hizo un rato entre tantas reuniones. Como
si conociese de memoria cada reacción de su cuerpo delgado y fibroso deslizo mi
dedo por sus nalgas y me detengo allí donde le gusta. Mientras tanto mi lengua
se desliza hacia abajo desde su ombligo atravesando una maraña de vello hasta
llegar a su miembro. Su respiración se agita y ese sonido me excita más que sus
caricias.
Entre dientes, y con su miembro
completamente erguido en mi boca, comienzo a gemir. Agradezco haber puesto algo
de música ya que el portero parece estar siempre alerta sobre lo que sucede en
mi departamento. Cualquier sonido fuera del quehacer cotidiano hace que se
instale a barrer en mi puerta. No dice nada pero luego saluda con una
semisonrisa de complicidad que lo convierte en un ser detestable. A veces creo
que el hombre fantasea con sumarse en uno de nuestros encuentros, pero no sabe
que jamás será invitado.
Pero esta vez Billie Holliday está
de nuestro lado. Su voz sonora y profunda destripa los versos de XXX. Alguna
vez él y yo hablamos sobre nuestros temas favoritos a la hora de hacer el amor.
Coincidimos en el jazz con preferencia de voces femeninas: Billie, Ella
Fitzgerald y, por supuesto, Nina Simone. Alguna vez hemos probado con algún
bolero pero las letras melosas nos distraen y volvemos al ritmo sincopado y a
la sensualidad del saxo o la trompeta.
Ahora lo estoy lamiendo al ritmo de
la música. Tiene la cadencia justa para que mi lengua se deslice por los
recovecos de su ingle y luego la emprenda con su miembro. El ha encontrado algo
que le gusta en mi pelvis. A veces son sus dedos y otras su lengua pero me la
hacen pasar de maravilla. De vez en cuando escucho la escobar del portero que
golpetea contra mi puerta. El hombre se ha decidido a dejar mi umbral
impecable, y, de paso, a colectar sonidos para sus noches de insomnios.
Hasta ahora no ha sondado su
celular. Tanto da si es una llamada a la que le ha puesto un ringtones de un
tema de Eric Clapton, como la alarma que le anuncia la llegada de un mensaje de
texto o un mail. Más de una vez he tenido que entretenerme con alguna porción
de su cuerpo mientras sus dedos se ocupaban de teclear para responder asuntos
urgentes. Pero hoy, su oficina y sus clientes particulares han estado
complacientes. Casi se han convertido en nuestros cómplices.
Para entonces Billie la ha
emprendido con el último tema del CD. Sé que apenas tiene el tiempo justo para
llegar a la reunión con aquella cámara empresaria. Por eso; con un guiño,
acuerdo con él ponerle fin a la escalada de placer. Con un movimiento rápido me
doy vuelta hasta quedar sentada sobre él, que ha quedado de espaldas. Me muevo
al ritmo lento de la música mientras ambos sentimos una suerte de acople
perfecto que va desde nuestras lenguas que se entrelazan hasta las pelvis que
han quedado unidas indisolublemente.
En este punto, nuestras
respiraciones son rugidos y las miradas, un acuerdo tácito de que llega el
estallido. Muerdo su cuello; intento no gritar pero no tengo éxito y le doy al
portero un motivo para entretenerse esta noche o comentar con las vecinas: el
tiene más suerte y logra ahogar su estallido en la cascada de mi pelo.
Como siempre, no hay tiempo para
despedidas largas. Se da una ducha rápida y corre a su maldita reunión. Yo me
demoro en un baño de inmersión para borrar cualquier huella de su paso por mi
cuerpo. Después me visto y salgo a hacer las compras. Me queda poco tiempo para
preparar el almuerzo antes de ir a buscar a los chicos al colegio. Antes de
irse él prometió que llegaría temprano para que fuésemos a la reunión de
padres del menor. Maldije nuestra
costumbre de hacer el amor a la mañana, después de dejar a nuestros hijos en la
escuela. Pero nos seducía la idea de tener toda la casa para nosotros. Cuando
salí, el portero sonreía.
(*) Seudónimo
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