Ustedes
no saben. Es terrible. Estar lejos de Argentina y hacer un asado es mucho más
que hacer un asado. Es un espectáculo durísimo, un examen severo. Uno tiene que
ser lo suficientemente argentino como para no frustrarle la esperanza al otro.
El otro supone, da por hecho, que un argentino sabe. Pero uno no sabe si en
verdad sabe tanto como lo que presupone el otro, el de afuera. Entonces uno
exagera y se mueve con muchísima soltura ahí junto a la única oxidada parrilla
en mil kilómetros a la
redonda. Inventa cosas, como eso de que en Argentina hay una
vieja ley que obliga a todas las personas a proveer carbón si un ciudadano lo
necesitare y no pudiere pagárselo y cuyo incumplimiento se castigará con una
pena semejante a la que hay para el abandono de personas. Pavadas así, para
distenderse mientras el miedo tóxico acecha, porque si la única bolsa de carbón
en mil kilómetros a la redonda estuviera húmeda, uno no podría encender el
fuego, y entonces Maradona nada, ni respetos, y el tango una porquería y bien
merecido todo, por argentino canchero, creído, argentino maricón. Hay que ir
con cuidado, hay que ir.
Porque estar lejos y hacer un asado es mucho más que
hacer un asado. Es un acontecimiento olímpico lleno de medallas simbólicas. Si
el asado sale bien, gana Argentina, si sale mal, se acabó, es el fin de la
alegría y hasta la expatriación deshonrosa estaría justificada. A mí, que estoy
lejos, nunca se me ha dado por rezar o cruzar los dedos antes de elegir el
fósforo iniciático, pero tendría sentido asegurarse el fuego vital mediante
alguna plegaria o cábala, sí, y que sobre, siempre que sobre.
Una vez vino un tipo de no sé qué país invitado por
no sé quién de qué país y elucubró dos o tres palabritas en castellano para
decir que esos embutidos —chorizos criollos que conseguí después de varios
llamados, deudas y favores— tenían poco fuego. Me hice el distraído para no
contestarle. El tipo insistió con cierto desprecio y yo ya me crucé. Si te
gustan los chorizos reventados tomá la pala y hacelos vos, dije apestado de
humo. El tipo estaba en pedo. Y yo también, meta vino y vino. Creo que se
achicó, porque volvió a la mesa, calladito, tambaleándose.
Al rato se me acercó un cura tucumano invitado por no
sé quién —éramos un mapamundi de gente— y me preguntó si necesitaba ayuda con
algo. Usted pregunta, no da indicaciones, le agradecí. Faltaría más, me
respondió. Es que recién tuve que fletar a aquél de allá —señalé—, empezó a meterse
con los chorizos, a decirme que les faltaba fuego. Su respuesta me extrañó,
pues uno no espera algo así de un cura: ¡Qué hijo de puta!, ¡qué sabrá!, hay
gente que no entiende una mierda de la vida y va por ahí opinando. Le daba el
mismo sentido al asado que a la vida y yo quise agradecerle la solidaridad con
la causa haciendo lo mismo con la suya: Tengo muchos amigos que son creyentes,
gente muy noble, muy macanuda. Mi comentario no le interesó, no había venido a
hablar conmigo. Tenía hambre. Los curas siempre tienen hambre y sed.
¿Puedo tostar un poco de pan?, se acercó la mujer del
rompebolas de los chorizos; hablaba el castellano mejor que su marido. Podés,
le respondí. Se quedó un rato ahí junto a la parrilla y dijo: Yo creo que a
esos chorizos les falta fuego. Cuando estaba por revolear todo y marcharme la
tipa largó una carcajada y me palmeó el hombro afectuosamente. Caí como un
boludo. Es que no puede haber más de un asador, es un tema muy delicado, le
expliqué. No pasa nada, no pasa nada, dijo, hazlo como tú sabes, que eres
argentino, y los argentinos sois especialistas en esto, mi marido habla por
hablar. Mi retribución fue dedicarle especial atención a sus rodajas de pan.
Después vino alguien con una bolsa de carbón —la
bolsa tenía por lo menos cinco años y no servía— y comentó: por si hace falta.
¿Quién te mandó?, le pregunté decidido a enojarme. A mí nadie, ¿por? ¿Estás
seguro? Sí, ¿ocurre algo? No, nada, nada.
Pero lo peor vino cuando al pinchar una morcilla —la
única que había— ésta se me cayó sobre las brasas y se despedazó casi en el
acto. Son una mierda, esto no debería haber pasado, le dije al que sostenía la
bandeja mientras la morcilla se achicharraba y alguien, por ahí atrás,
comentaba entusiastamente: huele bien.
Aquella morcilla era, como no podía ser de otra
manera, del rompebolas de los chorizos. Imposible salvarla. Más intentaba
rescatarla, más se chamuscaba. En ese momento sentí, con todo el cuerpo,
furioso y melancólico, que acababa de defraudar a todos los habitantes de la República Argentina ,
y me imaginé pidiendo perdón por cadena nacional a través de un discurso de una
hora. En mi cabeza sonaba el himno, sonaba mal, arrítmico y desafinado. La
muerte de la bandera, pensé. Hoy las cacerolas gritan lemas insospechados y no
callarán hasta las tres de la mañana: ¡vergüenza, vergüenza, el asador nuestra
vergüenza! Gente a favor mío, gente en contra, a favor de la morcilla, en
contra. No podía mentir ni conseguir una nueva morcilla. El de la bandeja
conocía los detalles del accidente. ¿Llegar a un acuerdo con él?, pensé,
¿prometerle un buen pedazo de asado? Humillante. ¿Y si me iba?, ¿y si
desaparecía?, ¿y si alegaba alguna urgencia? Una buena alternativa consistía en
conseguir un gato por los alrededores, llevarlo escondido hasta el sector de la parrilla. Gritar.
Perseguirlo : ¡Se nos quiso comer la carne y me tiró todo a la
mierda el hijo de puta! Inverosímil.
En eso apareció gente nueva, llegaban tarde, una
pareja. ¿Podré poner por ahí unas berenjenas?, dijo ella, es que soy vegetariana.
Ponelas, le contesté, pero yo nunca hice verduras, así que no te aseguro que
salgan bien. Fue una manera educada de decirle que no pensaba ocuparme, que no
estaba dispuesto a que alguien me relacionara con esas berenjenas, nada peor
para un asador que prestarse a la prostitución gratuita de su parrilla. Un
asado es carne. Y carne. Se ve que el asunto de la morcilla me tenía muy mal y
estaba distraído, y cedí, de otro modo le hubiera dicho que no, que carne o
carne. La situación empezaba a sobrepasarme.
Y en eso alguien más: Toma, si puede ser que la carne
de cerdo no toque este pedazo de carne de ternera, me dijo un tipo desde atrás,
mi amigo es
musulmán, te lo pido por favor, es muy importante, no puede comerla si ha
tocado el cerdo. Transpiraba de calor, de nervios, de vino y de complicadas
solicitudes.
Tuve que dividir la parrilla en dos. Por un lado
asado y por el otro cuestiones varias. Cuando por fin estuvo todo listo y
servido —es curioso, pero el rompebolas de los chorizos no reclamó su morcilla—
recibí varios elogios, pero nadie aplaudió. Nadie. Fue tristísimo; a Mercedes
Sosa nunca le hicieron algo así, y ella regaló cantidades semejantes de
folclore.
Esa noche llegué a casa y me comí un churrasco para
superar el mal día.
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