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miércoles, 4 de septiembre de 2013

EL ASADO Y LOS APLAUSOS FUERA DE ARGENTINA, por Mariano Catoni, de Rosario, Argentina


Ustedes no saben. Es terrible. Estar lejos de Argentina y hacer un asado es mucho más que hacer un asado. Es un espectáculo durísimo, un examen severo. Uno tiene que ser lo suficientemente argentino como para no frustrarle la esperanza al otro. El otro supone, da por hecho, que un argentino sabe. Pero uno no sabe si en verdad sabe tanto como lo que presupone el otro, el de afuera. Entonces uno exagera y se mueve con muchísima soltura ahí junto a la única oxidada parrilla en mil kilómetros a la redonda. Inventa cosas, como eso de que en Argentina hay una vieja ley que obliga a todas las personas a proveer carbón si un ciudadano lo necesitare y no pudiere pagárselo y cuyo incumplimiento se castigará con una pena semejante a la que hay para el abandono de personas. Pavadas así, para distenderse mientras el miedo tóxico acecha, porque si la única bolsa de carbón en mil kilómetros a la redonda estuviera húmeda, uno no podría encender el fuego, y entonces Maradona nada, ni respetos, y el tango una porquería y bien merecido todo, por argentino canchero, creído, argentino maricón. Hay que ir con cuidado, hay que ir.

Porque estar lejos y hacer un asado es mucho más que hacer un asado. Es un acontecimiento olímpico lleno de medallas simbólicas. Si el asado sale bien, gana Argentina, si sale mal, se acabó, es el fin de la alegría y hasta la expatriación deshonrosa estaría justificada. A mí, que estoy lejos, nunca se me ha dado por rezar o cruzar los dedos antes de elegir el fósforo iniciático, pero tendría sentido asegurarse el fuego vital mediante alguna plegaria o cábala, sí, y que sobre, siempre que sobre.
Una vez vino un tipo de no sé qué país invitado por no sé quién de qué país y elucubró dos o tres palabritas en castellano para decir que esos embutidos —chorizos criollos que conseguí después de varios llamados, deudas y favores— tenían poco fuego. Me hice el distraído para no contestarle. El tipo insistió con cierto desprecio y yo ya me crucé. Si te gustan los chorizos reventados tomá la pala y hacelos vos, dije apestado de humo. El tipo estaba en pedo. Y yo también, meta vino y vino. Creo que se achicó, porque volvió a la mesa, calladito, tambaleándose.
Al rato se me acercó un cura tucumano invitado por no sé quién —éramos un mapamundi de gente— y me preguntó si necesitaba ayuda con algo. Usted pregunta, no da indicaciones, le agradecí. Faltaría más, me respondió. Es que recién tuve que fletar a aquél de allá —señalé—, empezó a meterse con los chorizos, a decirme que les faltaba fuego. Su respuesta me extrañó, pues uno no espera algo así de un cura: ¡Qué hijo de puta!, ¡qué sabrá!, hay gente que no entiende una mierda de la vida y va por ahí opinando. Le daba el mismo sentido al asado que a la vida y yo quise agradecerle la solidaridad con la causa haciendo lo mismo con la suya: Tengo muchos amigos que son creyentes, gente muy noble, muy macanuda. Mi comentario no le interesó, no había venido a hablar conmigo. Tenía hambre. Los curas siempre tienen hambre y sed.
¿Puedo tostar un poco de pan?, se acercó la mujer del rompebolas de los chorizos; hablaba el castellano mejor que su marido. Podés, le respondí. Se quedó un rato ahí junto a la parrilla y dijo: Yo creo que a esos chorizos les falta fuego. Cuando estaba por revolear todo y marcharme la tipa largó una carcajada y me palmeó el hombro afectuosamente. Caí como un boludo. Es que no puede haber más de un asador, es un tema muy delicado, le expliqué. No pasa nada, no pasa nada, dijo, hazlo como tú sabes, que eres argentino, y los argentinos sois especialistas en esto, mi marido habla por hablar. Mi retribución fue dedicarle especial atención a sus rodajas de pan.
Después vino alguien con una bolsa de carbón —la bolsa tenía por lo menos cinco años y no servía— y comentó: por si hace falta. ¿Quién te mandó?, le pregunté decidido a enojarme. A mí nadie, ¿por? ¿Estás seguro? Sí, ¿ocurre algo? No, nada, nada.
Pero lo peor vino cuando al pinchar una morcilla —la única que había— ésta se me cayó sobre las brasas y se despedazó casi en el acto. Son una mierda, esto no debería haber pasado, le dije al que sostenía la bandeja mientras la morcilla se achicharraba y alguien, por ahí atrás, comentaba entusiastamente: huele bien.
Aquella morcilla era, como no podía ser de otra manera, del rompebolas de los chorizos. Imposible salvarla. Más intentaba rescatarla, más se chamuscaba. En ese momento sentí, con todo el cuerpo, furioso y melancólico, que acababa de defraudar a todos los habitantes de la República Argentina, y me imaginé pidiendo perdón por cadena nacional a través de un discurso de una hora. En mi cabeza sonaba el himno, sonaba mal, arrítmico y desafinado. La muerte de la bandera, pensé. Hoy las cacerolas gritan lemas insospechados y no callarán hasta las tres de la mañana: ¡vergüenza, vergüenza, el asador nuestra vergüenza! Gente a favor mío, gente en contra, a favor de la morcilla, en contra. No podía mentir ni conseguir una nueva morcilla. El de la bandeja conocía los detalles del accidente. ¿Llegar a un acuerdo con él?, pensé, ¿prometerle un buen pedazo de asado? Humillante. ¿Y si me iba?, ¿y si desaparecía?, ¿y si alegaba alguna urgencia? Una buena alternativa consistía en conseguir un gato por los alrededores, llevarlo escondido hasta el sector de la parrilla. Gritar. Perseguirlo: ¡Se nos quiso comer la carne y me tiró todo a la mierda el hijo de puta! Inverosímil.
En eso apareció gente nueva, llegaban tarde, una pareja. ¿Podré poner por ahí unas berenjenas?, dijo ella, es que soy vegetariana. Ponelas, le contesté, pero yo nunca hice verduras, así que no te aseguro que salgan bien. Fue una manera educada de decirle que no pensaba ocuparme, que no estaba dispuesto a que alguien me relacionara con esas berenjenas, nada peor para un asador que prestarse a la prostitución gratuita de su parrilla. Un asado es carne. Y carne. Se ve que el asunto de la morcilla me tenía muy mal y estaba distraído, y cedí, de otro modo le hubiera dicho que no, que carne o carne. La situación empezaba a sobrepasarme.
Y en eso alguien más: Toma, si puede ser que la carne de cerdo no toque este pedazo de carne de ternera, me dijo un tipo desde atrás, mi amigo es musulmán, te lo pido por favor, es muy importante, no puede comerla si ha tocado el cerdo. Transpiraba de calor, de nervios, de vino y de complicadas solicitudes.
Tuve que dividir la parrilla en dos. Por un lado asado y por el otro cuestiones varias. Cuando por fin estuvo todo listo y servido —es curioso, pero el rompebolas de los chorizos no reclamó su morcilla— recibí varios elogios, pero nadie aplaudió. Nadie. Fue tristísimo; a Mercedes Sosa nunca le hicieron algo así, y ella regaló cantidades semejantes de folclore.
Esa noche llegué a casa y me comí un churrasco para superar el mal día. 

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