Primer premio Sed Rioja 2002 (Logroño)
Primer premio Fundación Francisca Adrover y Diario BN 2022 (Palma de
Mallorca)
Conocí a Thalib, un bosnio musulmán, antes de que
comenzara la guerra en la antigua Yugoeslavia. Cumplidor y respetuoso,
trabajaba de peón en la empresa constructora encargada de remodelar mi casa de
campo. Cuando a mediodía los restantes obreros salían a almorzar al
restaurante, él se quedaba solo bajo el porche con un bocadillo, unas almendras,
unos dátiles y un refresco de naranja. Si me veía rondar a esas horas por allí,
me saludaba con tímidas sonrisas o me ofrecía generoso alguno de sus frutos
secos. Me di cuenta pronto de que la soledad le agobiaba y un día, para
hacérsela menos penosa, me entretuve con él un rato. Aproveché para preguntarle
por su país de origen. Sus ojos se le iluminaron.
-Tú has de venir a verlo –me dijo.
Y en su más que
aceptable castellano –no en vano llevaba ya varios años en España-, me mostró
en breves frases la pasión por su tierra.
Desde
ese día nuestras charlas a la hora del almuerzo se hicieron habituales. Y es
que Thalib sabía describir Bosnia de forma seductora. Me hablaba con tal
sensibilidad de sus campos, de sus bosques, del correr de los ríos, de los
cielos rojizos al atardecer, que terminé por desear su compañía. Yo le
escuchaba con admiración, sorprendido de que aquel hombre, en apariencia
inculto, fuera capaz de esa riqueza expresiva.
Vivía Thalib en un viejo y reducido piso de una localidad cercana que compartía con un extremeño y un nigeriano. No dejó de insistirme en que fuera a visitarle. Gustoso, me prometió, prepararía un cuscus para mí. Al final no pude negarme y acudí a su casa una noche. Finalizaba el mes de noviembre. Me enseñó su dormitorio donde, clavadas con chinchetas a la pared, había infinidad de fotos que recogían escenas de su pueblo natal. Fotos antiguas, ya amarillentas, envejecidas, más de tanto mirarlas que por el paso del tiempo.
-Esta
es mi mujer –me confesó esa velada, ya con los cuencos de comida vacíos,
mostrándome una que guardaba en la cartera. Hacía frío y él acababa de encender
la chimenea. El nigeriano acercaba pensativo las manos al fuego-. Se llama
Sara, ¿sabes?
Entendí
que Thalib me regalaba también su intimidad. Sara era una mujer tan alta como
su marido, de facciones angulosas y
gesto decidido que cubría su cabeza con un shador.
-Yo digo su nombre muy
a menudo –me confesó. Y la sonrisa se le entristeció súbitamente en los
labios-. Decirlo es como si un rastro de miel me endulzara la boca y una rosa
de fuego perfumara mi voz.
Me
vino a la memoria el libro El collar de la paloma, de Ibn Hazm de Córdoba, y me
creí en un oasis bajo palmeras mecidas por la brisa mientras alguien recitaba a
mi lado zéjeles apasionados.
Pero
eran otros vientos los que agitaban y afligían el espíritu de Thalib: las
fuerzas armadas serbias entraban en Bosnia y noticias sobre una posible
limpieza étnica ocupaban las primeras páginas de los diarios.
-Tendría que haberla traído –me
confesó apesadumbrado. Estaba en cuclillas, inclinado sobre el hogar, y con el
atizador removía las brasas que crepitaban airadas. Las llamas iluminaron su
rostro con un rojo muy vivo-. ¿No es sólo un Dios el que en lo
alto llora de tristeza? –añadió de repente-. ¿Por qué, pues, serbios y
musulmanes no podemos ser hermanos en el mismo suelo?
Puso
en mis manos un pedazo de pan ázimo, tibio y aromático. Me pareció adivinar que
luchaba por contener las lágrimas.
-Mira
–murmuró-. La gente olvida que todo el pan es de trigo.
Y se sumió en un
prolongado silencio.
Días después el capataz
de la constructora me informó que Thalib le había entregado una nota dirigida a
mí. Contenía unas pocas líneas.
“Estimado amigo
–había escrito-: Vuelvo a casa, junto a
mi amada esposa, cerca de los míos, a orillas del Neretva. De alguna forma he
de luchar por ellos. Quiera Dios, sin embargo, que no haya de hacerlo con las
armas. Mi tierra, durante tanto tiempo afortunada, fértil y hospitalaria, no
merece que los pájaros sombríos la cubran con sus alas. Todo es un mal sueño y
pronto la paz no ha de ser más extraña entre nosotros que la mies que cada año
nace en primavera. Le estimo enormemente. Thalib.”
Lo
que sucedió en la antigua Yugoeslavia entre la fecha del regreso de Thalib a su
patria y el mes de noviembre de 1995
ha hecho correr ríos de tinta. Y aunque no deseo que
esta historia sea la crónica de una guerra, es imposible dejar de aludir a
ella: el conflicto serbio bosnio marcó con su cruel impronta los últimos años
de la vida de mi amigo musulmán. Cuando firmados los acuerdos de Dayton fui
enviado a Bosnia como uno más de los miembros del Comité Internacional para los
Refugiados, una de las cosas que hice fue interesarme por su paradero. En un país
en ruinas, donde los muertos y desaparecidos se contaban por decenas de miles,
no resultó tarea fácil que alguien me diera noticias de él. Registros civiles
calcinados habían convertido a Bosnia en un país de fantasmas. Yo recordaba
vagamente el nombre de su pueblo natal y la zona en el que estaba situado.
Gracias a estos datos y preguntando, hurgando en archivos salvados del desastre
y examinando, hasta quemarme las cejas, interminables listas de refugiados,
fallecidos y personas reclamadas por sus familiares cuya situación se ignoraba,
supe de un tal Joseph, compañero suyo en más de una escaramuza, con el que pude
contactar por teléfono. Luego de informarle quien era yo y lo que pretendía, me
confirmó que, efectivamente, había conocido a Thalib. Quedamos en vernos en una
cafetería de Srbrenica al atardecer de un día de enero de 1996. Frente a los
ventanales del establecimiento, escarchados por la helada, se extendía una
larga avenida solitaria. A ambos lados, castigados por los morteros, los
edificios se mantenían en pie de puro milagro. Al fondo se adivinaba un parque construido
sobre los flancos de una suave colina. Carecía de árboles, talados durante el
conflicto por los habitantes de la ciudad para combatir el frío. El sol, que
comenzaba a ponerse, teñía de bermellón el paisaje como una mancha de sangre
derramada. Pedí un café y me sirvieron una malta aguada. Tres o cuatro bosnios
fumaban abstraídos largas pipas en un rincón del salón. Una patrulla de las
fuerzas de pacificación salió del parque, cruzó la avenida y desapareció por
una calle lateral. Joseph no tardó en presentarse. Le reconocí porque me había
dicho que era manco del brazo derecho. Una explosión se lo había arrancado de
cuajo durante un ataque serbio. Aun así, era feliz por haber conservado la
vida.
-Luchamos
juntos cerca de Jajce –me informó mientras bebía a pequeños sorbos el té-.
Estábamos sitiados y en situación desesperada... Sí, me habló de su mujer, de
Sara. A su regreso de España quiso ir a buscarla, pero el norte del país ya
estaba ocupado y entrar en él resultaba extremadamente complicado y peligroso,
por no afirmar que suicida. No dejó de temer por ella, de angustiarse por su
destino. Thalib no quería pelear, no vino a eso: era un hombre de paz. Sin
embargo, una vez aquí no tuvo otra opción. O pelear o morir. Salimos ilesos de
aquella emboscada y cuando nos separamos me habló de su intención de volver a
su pueblo finalizada la guerra. Conservaba la esperanza de reencontrar a Sara.
¿Sabía usted –continuó diciéndome luego de una breve pausa-, que la obsesión de
Thalib era plantar un árbol en el patio de su casa? Siempre me hablaba de ello,
y lo hacía con vehemencia. Le perdí de vista. Granos de arena que el viento se
ha llevado, eso hemos sido los bosnios musulmanes...
El
pueblo natal de Thalib se encuentra situado en un valle angosto por el que el
Neretva salta y corre en busca de terrenos más llanos. Un lugar boscoso en el
que en tiempo de paz las riberas del río se aprovechaban para cultivos
modestos, de pura subsistencia. Cuando yo lo visité, en los huertos abandonados
crecían los hierbajos y era muy arriesgado adentrarse en ellos por la multitud
de minas enterradas. Sólo un matrimonio de edad continuaba allí, cobijado en un
pajar y cuidando de un rebaño de cabras. Todo eran muros derruidos, techos
hundidos, vigas caídas, muebles quemados, hierros herrumbrosos... A la guerra le gusta saciar su voracidad con
los indefensos, los humildes, los
limpios de espíritu.
-A
los hombres los fusilaron allí –y Haris, el anciano cabrero, me señaló una
pared al final del pueblo-. Vinieron de noche, y en menos de dos horas acabaron
con ellos. Inmediatamente incendiaron las viviendas. Mi mujer y yo nos
ocultamos en una cisterna con el agua hasta la cintura y así conseguimos
sobrevivir.
Thalib,
siguió contándome, se presentó en el pueblo –o en lo que quedaba de él- hacia
el mes de octubre, semanas antes de que se firmara la paz. Estaba muy
malherido, con una desgarradura profunda en el muslo sin cicatrizar de color
negro y pestilente. Iba descalzo y cargaba un saco al hombro. No explicó de
donde venía, ni que le ocurría ni porque no había acudido a un hospital a
curarse. Tal vez huía. Preguntó por Sara. Haris le dijo que se la habían
llevado los serbios, como a las restantes mujeres y niños, al invadir Bosnia.
No hizo ningún comentario. Se limitó a pedir agua y algo de comer. Luego se
tumbó sobre la paja y durmió largo rato con un sueño inquieto, producto del
cansancio y la fiebre. Al despertar extrajo del saco un ciprés, con cepellón,
de alrededor medio metro de altura, y se encaminó en silencio, cojeando, hacia
lo que había sido su casa. Una vez allí hizo un hoyo en el patio, lo plantó y
se sentó a contemplarlo con los ojos muy abiertos y fijos. En esa posición se
mantuvo hasta el día siguiente, en que murió a media mañana. Haris le dio
sepultura allí mismo.
-Junto a él encontré
este sobre dirigido a su mujer. No lo he abierto.
Yo tampoco debería
haberlo hecho. No me pertenecía. Pero lo hice, esa noche, después de una frugal
cena en compañía de Haris y su esposa. El cabrero me tradujo su contenido –un
par de hojas escritas a mano- que, conmovido, le rogué me volviera a leer
varias veces. Un perro roncaba a mi lado y afuera lloviznaba. Luego dudé acerca
del destino a dar a la carta. La conservé conmigo varios meses, hasta que tuve
plena constancia de que Sara asimismo había muerto. Entonces la rasgué y la
eché al fuego en un campamento de refugiados cerca de la frontera con Albania.
Las llamas se avivaron y un humo grisáceo ascendió por la chimenea hacia el
cielo donde entre jirones de nubes asomaba tímidamente una luna pálida y
amarilla. Creo que fue el mejor destino que podía darle.
No recuerdo todo lo que estaba escrito. Era una
declaración de amor universal. Sólo unos párrafos no se han borrado de mi
memoria. Son éstos: “Ten por seguro,
Sara, que nuestra afligida Bosnia renacerá de sus cenizas, y que ya no habrá
más pájaros sombríos ni serpientes que muerdan los pies a los vencidos porque
está dicho que el cuerpo del soldado ha de descansar bajo el ciprés que alza su
dedo contra el odio y la batalla. Sepas, pues, que allí te aguardo, junto a ese
dios que es el Dios de todos, de hebreos, musulmanes y cristianos, para que un
día acudas a rezarme. Y ese día, tus oraciones y mi corazón dormido harán que,
no sólo en la tierra nuestra si no también en el mundo entero, el árbol de la
paz se doble con el peso de sus frutos”.
Sarajevo, agosto de 1996
Qué hermosura de relato. Excelentemente escrito.
ResponderEliminarSeguiré acudiendo a tu blog.
Con mi abrazo.
d.
Gracias Diana por ser seguidora de nuestra página, que hacemos con esmero y dedicación.
ResponderEliminarEsperamos no defraudarte nunca
Agrazos
Eva y Carlos