El hallazgo del viejo baúl
lo había conmocionado. Permanecía, casi
ignoto, olvidado, en el cuartito del fondo, donde se
guardaban las cosas en desuso.
El hecho había acontecido hacía ya unos
días. Entreveradas, como en un bazar persa del sentimiento, sus manos
tropezaron con los escarpines de Lucía, su hija mayor, ya casada y con hijos;
el primer cuaderno de Francisco, hoy en Estados
Unidos, y el vestido de novia de Ramona, su difunta esposa. Debajo, muy
al fondo, un manojo de cartas amarillentas, recibidas a través de los años,
desde el otro lado del Océano.
Fue
como reencontrar el pasado, así, todo de golpe, bajo la tapa del vetusto arcón.
Releyó
palabras de su madre, de trazo grande y desparejo, por donde circulaban, como
torbellinos, el amor y la nostalgia por el hijo lejano. Repasó los
consejos de su padre, escritos con aquella letra alta y apretada que le era tan
propia. Volvió a verlos de nuevo tal
como los conservaba en la memoria, grandes,
fuertes, llenos de energía y calidez.
Ambos habían muerto hacía mucho tiempo, pero en ese momento, se
irguieron frente al hijo emigrado como si
estuvieran presentes, con una plenitud de presencia que sólo pueden alcanzar los seres que se han amado
profundamente.
Los signos gráficos, algo desdibujados, le decían en una de las misivas: “Y recuerda que tu madre y yo rezamos siempre por ti. Confiamos en poder verte algún día, cuando la economía lo permita”. Una rebeldía inusitada se le fue infiltrando en su espíritu con esas invocaciones y evocaciones tan hondas ¿Dónde quedó su antiguo hogar, la estructura familiar de la que había emergido? ¿La existencia era esto, sólo esto? ¿Todo consistía, simplemente, en nacer, crecer, construir lazos, perder lo construido, y volver a comenzar? Se resistía a pensar así. Buscaba, sin darse cuenta, algún punto de apoyo, sólido, invulnerable, al cual aferrarse, ya en su vejez. Año tras año, sus movimientos se iban volviendo más débiles, y su estructura ósea se resentía visiblemente. Un poco encorvado, las manos sarmentosas, y el rostro, anguloso y cuarteado por los años, esa era la imagen que el espejo del lavabo le ofrecía cada mañana.
Matilde,
su hija menor, seguía soltera. Vivía en la casa con él. Juan trató de disimular
en lo posible su estado de ánimo por el hallazgo, para no preocuparla. Esa tarde, aunque desganado, se fue a jugar
un partido de bochas al club. No quería perder el dominio de sí mismo.- ¡Basta
de sensiblerías!- se dijo. Por lo menos a la vista de los demás.
Reconocía su carácter reservado, testarudo y un tanto patriarcal. ¡Y bueno, qué
se le va a hacer! A él también lo habían criado así. - como Dios manda- no como la juventud de ahora que anda toda revuelta-
sentenció para sus adentros.
Había
hecho lo posible para inculcar férreos principios a sus hijos, pero no le
fue fácil. La mansedumbre y paciencia de Ramona, que siempre los
“apañaba”, disculpando y no pocas veces,
disimulando sus travesuras desde
pequeños, le había dificultado dicho
propósito.
Quizá
esa actitud era producto del propio ambiente argentino, que llevaba a conductas
más sueltas, menos rigurosas. Porque aquí todo era enorme, extendido, difícil
de aprehender y someter a moldes más o
menos rigurosos.
Visualizaba
el país como un territorio provisto de una vastedad impensada en el suyo, pero
a la vez reconocía un sinnúmero de
semejanzas entre ambos.
Eran
parecidos y diferentes, más allá de las apariencias, debido a los sincretismos tácitos, los potenciamientos y la obcecación comunes, llevados a la
quintaesencia de sus aspectos positivos o negativos. Un aquelarre cultural,
desosegado y fascinante, que nunca terminaba de entender del todo. Los argentinos poseían, a su juicio, una
fórmula secreta para conjugar la
Babel que los conformaba.
En
su propio barrio, en ese sentido, podía constatar un mosaico inmigratorio realmente sorprendente. Sus vecinos de la derecha, eran descendientes
de japoneses, los de la izquierda, de italianos. Enfrente, se alojaba una
familia de raíz caboverdiana y en la esquina un matrimonio de judíos
emigrados de la última guerra mundial. Completaban el complejo cuadro
interracial un paraguayo y dos peruanos
cerca de la esquina opuesta -¡Vaya mezcla!- suspiró.
Claro
que en su pueblo natal, cercano a las montañas,
tampoco faltaron ocasiones en la historia para la presencia de grupos diversos de toda
clase, cultura y coloratura. Sólo que en Argentina todo era aluvional y
reciente, mientras que en su tierra
originaria las mezclas habían ido decantando en una población que estabilizaba
sus rasgos culturales y sus
costumbres con mayor firmeza, según él
creía.
Contaba,
entre sus coterráneos, con “un amigo de ley”, como se dice en Argentina. Se
llamaba Martín Pérez. Existía entre
ambos una estrecha amistad y solidaridad, dado el trasfondo común que los
hermanaba. Era con él con quien Juan recuperaba los aromas, los olores, esas
sensaciones del animus de un ambiente que sólo pueden comprender
aquellos que han vivido las mismas experiencias y han compartido emociones
similares de vida. Los unía, asimismo, la sutil melancolía del exilio
autoimpuesto.
Reconoció
que todos esos pensamientos tenían que
ver con el episodio del baúl. Porque el desasosiego que le provocó lo
llevó a replantearse quién era él en
realidad.
¿Podía
considerarse un español, por haber nacido allá, en la península, donde pasó su
infancia y primera juventud? ¿O era casi un argentino, por los largos años
transcurridos aquí? El océano volvió a
su memoria, iluminado por la nostalgia y
las aprensiones de aquel gigantesco cruce de una a otra de sus orillas, junto a tantos
otros seres doloridos como él. Provisto de una valija de cartón y algunas
escasas pertenencias, sus emociones
durante la travesía oscilaron entre
el deseo de echarse al agua (como los marineros de Ulises ante el
canto de las sirenas) y nadar de vuelta a su patria desolada, y la esperanza
de una vida mejor en la mítica
tierra rioplatense. Se mantuvo melancólico durante el viaje. Pero era
joven, y lleno de esperanzas. Al acercarse a Buenos Aires, se sintió más
animoso. Tenía la vida por delante. Por entonces, no se cuestionaba tanto las
cosas. Aún no sabía de la amargura que
provoca la muerte de los seres queridos, la vejez, la soledad cada vez más
solitaria….
Pronto
recibió el mote de “gallego”. -¡Estos argentinos, que creen que todos los que
venimos de España somos gallegos! ¡No conocen nada de nuestra geografía!
-criticaba con sus compatriotas. Lo
cierto es que estaban a la recíproca. Tampoco conocían ellos demasiado de este país y sus
provincias.
Consiguió
trabajo de dependiente de almacén por la zona de San Telmo. El sitio le
agradaba. Con sus calles angostas, sus plazas recoletas y las viejas arquitecturas circundantes, le traía
una vaga recordación de su terruño. Tomó la costumbre de visitar seguido el
Parque Lezama, cubierto de frondosos árboles centenarios, en la barranca que
delimitaba, durante la época colonial, el río y la ciudad de Buenos Aires. En el extremo norte, sobre la calle Brasil,
se alzaba el museo Histórico Nacional, y, como la entrada era gratuita, lo
recorrió en múltiples oportunidades. Le
agradaba sobremanera la semipenumbra del lugar, los pisos relucientes y las
numerosas vitrinas que conservaban valiosos objetos del ayer.
Se
detenía largo rato frente a los cuadros, y meditaba sobre las escenas
representadas. Procuraba interpretar el sentido de la obra de cada autor. Gustaba incorporarse imaginativamente a la situación presentada.
Así
con Colón, el gran Almirante de la Mar
Océana , compartió la emoción del desembarco en Guanahani, y
revivió el asombro mutuo de navegantes e indígenas al verse por primera vez. En
la pintura de las Invasiones Inglesas,
se ubicó al lado de Santiago de Liniers
para recibir la espada del
vencido Guillermo Carr Beresford. Se sintió orgulloso del valor y del
heroísmo de los criollos en la defensa de la ciudad de Buenos Aires.
Frente
al óleo referido al Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810 se vio envuelto en un conflicto difícil de
solucionar. Finalmente se posicionó,
como era dable esperar, junto a los que
exigían la continuidad del virrey Cisneros -
¡Estos revolucionarios! -se indignó.
A cada mueble u objeto lo ubicaba, durante sus habituales visitas al
Museo, en aposentos imaginados, animando
las escenas con los personajes de los óleos o bustos circundantes. Eso sí. Él, siempre él, como protagonista o
como acompañante, pero integrado sin vacilaciones en la mismidad de la
representación respectiva.
No
comprendía entonces que esos juegos inocentes a los que se entregaba, eran un
intento de rescatar su entorno sin pérdidas de identidad. Quería, casi sin
darse cuenta, reencontrarse con sus raíces,
vincular a la nueva patria con la
de origen. Su fantasía trabajaba
en ese hueco de tiempo suspendido que le brindaban las salas del lugar, y donde podía religar el trasfondo común que unía a España con Argentina.
Al
paso del tiempo, otras experiencias vitales lo reclamaron más. Noviazgo,
casamiento, hijos, un negocio de almacén
propio, en fin, la esforzada vida de un
hombre honrado y sencillo, que
luchaba arduamente para conseguir la
felicidad.
La
muerte sorpresiva de su esposa lo desmoronó.
Fue por un infarto. El año pasado.
Se quedó con el peso de la soledad sobre sus hombros. Extrañaba a
“su” Ramona, criolla, querendona y comprensiva como pocas. Siempre había
sabido perdonarle sus arranques temperamentales. Lo entendía muy bien. Incluso después de una discusión, sabía dejar
a un lado rencores y se daba tiempo para
cebarle unos mates de reconciliación ¡Esos mates de los dos, bajo el cómplice
silencio nocturno, mientras los niños dormían, los unían a través de un grato
vínculo de afecto y distensión! -Qué
tiempos!¿Por qué debe acabar así la
felicidad?- se lamentó.
Matilde
notaba que su padre era presa de la
melancolía. Lo veía cada vez más abismado en sus pensamientos y más callado que
de costumbre. Para animarlo, lo instó a realizar una excursión al noroeste
argentino a través de la institución que
nucleaba a los jubilados. Los precios eran accesibles y el costo se descontaba en módicas cuotas mensuales.
La
novedad del viaje lo distrajo un poco de
sus lucubraciones. La mañana del 5 de
enero subió al autobús que lo llevaría a
la Quebrada
de Humahuaca, no sin antes atosigar a su
pobre hija con mil recomendaciones y
advertencias a tener en cuenta durante su ausencia.
Cuando
llegó al lugar, después de un largo trayecto,
debió reconocer que el paisaje era
soberbio. Le agradó sobremanera
el pintoresquismo de las ciudades enclavadas
en los valles, llenas de tradición
indígena y de edificios coloniales.
Pudo observar a los nativos, descendientes de las antiguas
civilizaciones del lugar, diezmados cada
vez más por los continuos mestizajes o desplazamientos.
Al
verlos en su hábitat, todos sus preconceptos se esfumaron como por encanto.
Comprendió la grandeza de esa cultura
que había conocido sus días de gloria y admiró la silenciosa altivez y
sobriedad de que hacían gala. Aún
en medio de su pobreza extrema, eran discretos y educados con el forastero.
Lo
conmovieron los chiquillos, uno de ellos vagamente parecido a su nieto menor,
claro que más moreno. Trató de
calcularle la edad, pero la desnutrición
que se percibía en él lo hacía ver más pequeño de lo que en realidad debía ser.
Le quedó grabado en su memoria el rostro sufrido de la madre, su expresión
triste y resignada frente a una vida sin mayores perspectivas. Con sus polleras superpuestas, su sombrero
pequeño y el cuerpo moreno, se confundía
casi con el paisaje circundante. La mujer repercutió en sus sentimientos con
una fuerza impensada y visceral, tal como si cayera una venda de sus ojos y
supiera, por fin, que no había nada
humano que otro humano no pudiera sentir y comprender. Porque el desasosiego
que él tenía era similar, en el fondo, al de la colla con su drama a cuestas. ¡De tan lejos venía
él! ¡De tan lejos era ella! Y sin embargo, allí estaban, frente a frente, ambos
sin hallar su lugar, su sitio, su locus.
El uno , por haberse trasplantado de su país, la otra, por no ser reconocida en
el suyo. Eran dos caras de una misma moneda y a los dos los perseguía la misma
inquietud. Saber quiénes eran y para
qué.
Un
acontecimiento fortuito trajo nuevas respuestas a los interrogantes de Juan
sobre su identidad. Unos meses después, a comienzos de octubre, Martín lo
invitó al club para escuchar la conferencia de un famoso historiador que se
referiría al V Centenario del Descubrimiento de América. Al cierre, habría
música y cantos alusivos a la conmemoración.
-¡No podemos faltar, Juan- enfatizó -¡Tenemos que sumar españoles para esta
noche! ¡A ver si los italianos, que son mayoría en la zona, quieren
birlarnos nuestro aporte, anteponiendo
la figura de Cristóbal Colón a la de los Reyes Católicos!- enfatizó .Debió
convenir que era verdad lo que su amigo le decía y, aunque a regañadientes,
aceptó ir.
A
las 7 en punto, apareció en el salón. Era temprano, pero él siempre tenía la
costumbre de llegar temprano al trabajo, y no la modificó ni aún de jubilado.
Se lo veía distinto. Traje dominguero, zapatos lustrados, camisa blanca. Eso
sí, no transigió con lo de la boina. La llevaba puesta, imperturbable a las
críticas de Matilde que la consideró
inoportuna para un atuendo formal. Se sentó en la segunda fila. La primera era
para las autoridades y visitantes
expectables. Allí aguardó pacientemente la presencia del resto de los
concurrentes. A las 8 apareció el orador. Lo flanqueaban, solemnes, el
Presidente de la institución y un
Concejal municipal. Una jarrita con agua presagiaba, sobre la mesa, la
exposición del estudioso.
De
manera amena y didáctica, el especialista explicó, entre otros temas, por que a
estas tierras se las denominó “Las Indias”.
América era considerada por entonces como parte integrante de Asia,
dividida así en cuatro partes: La India Infragangética ; la India Pregangética ; la India propiamente dicha o
Gangética y la India Posggangética
u Oriental, que es en realidad esta en la que vivimos. - Por eso éramos “Las
Indias” - aseveró. Se sabía que navegado cierto tiempo hacia el
Oeste se llegaría a esta India Oriental, tal como antes los viajes al Lejano
Oriente lo hacían, desplazándose hacia el Este. Dado que esta última ruta se había vuelvo imposible por la
presencia de los turcos que cerraban ese camino, no hubo más remedio que
realizarlo por el extremo opuesto, cruzando el Mare Tenebrarum , hoy Océano Atlántico- expresó.
Al
escucharlo, una emoción inexplicable invadió a Juan. -¡Yo también crucé el
Océano!- pensó. Entonces, este no era un país perdido, allá, en el sur, desvinculado del mundo del que provenía. Los contactos habían existido desde tiempo
inmemorial, de cabo a rabo.
El
historiador abordaba ya otro tema
crucial: ¿Con qué objetivo navegó Colón hacia el Oeste? Pues para llevarle unas
cartas al Gran Khan de Mongolia de parte de Fernando e Isabel. Actuó como un
diplomático con una misión singular: construir la alianza con los Tártaros
contra el Islam. – No olvidemos que en
aquella época los musulmanes eran una tremenda preocupación para la Cristiandad.
Dominaban el Mediterráneo, habían tomado posesión del Santo
Sepulcro de Jerusalén y en 1453 se apoderaron
de Constantinopla, la hermosa ciudad capital del Imperio Romano de
Oriente - señaló el orador.
- ¡Ni que hablar de la
lucha dentro del propio territorio español - enfatizó. Largos siglos de
ocupación y reconquista, de puebla y
repuebla, obligaron a los españoles al
ejercicio permanente de la defensa y el ataque contra el invasor –. Aún más, esa
contienda de cientos de años fortaleció
particularmente la fe y el espíritu de lucha de los hispanos. Por eso, sus
monarcas fueron capaces de expulsar a los moros del territorio en forma
definitiva pocos meses antes de la epopeya colombina-, recordó.
-Animados por ese espíritu
ecuménico, también concibieron la posibilidad de concertar la alianza con el
Lejano Oriente, como antes les mencioné-
remarcó el distinguido profesor.
-Como pueden comprender, mucho antes de la
existencia de los mass media y de los
satélites, el hombre ya concebía
emprendimientos planetarios, que hoy no se recuerdan a menudo. Como hacen la
mayoría de los historiadores, remató su
conferencia con la consabida conclusión que usan como latiguillo: -Si
entendemos el pasado, actuaremos mejor en el presente y nos proyectaremos con
más posibilidades hacia el futuro- aseveró.
Juan
se levantó transfigurado. Sus
antepasados eran aquellos hispanos que tanto habían hecho por la fe y la
libertad. Ellos pusieron en práctica la concepción abarcadora de todo el planeta.
Vaya, vaya, resulta que lo de “aldea global” ya nos la sabíamos nosotros!-
fanfarroneó con Martín a la salida del club.
Sintió el ramalazo emocional de
su identidad. No de una identidad
personal, egoísta, individual, tenazmente aferrada a un entorno fijo. La suya
era la gran Identidad Humana. El también, como
los grandes españoles del descubrimiento, había cruzado el océano,
siguiendo la ley humana de búsqueda de nuevos y esforzados horizontes. Ley que
recién ahora entendía. Ley del cambio,
del movimiento y de las transformaciones.
A Las Indias había llegado él. A una de
ellas. Y por eso, para siempre,
formaba parte indubitable de esa estirpe generosa y aventurera, volcada
hacia todas las regiones de la
Tierra. Él. Juan Abaurre. Sí señor.
No puedo dejar de deleitarme con una narrativa tan rica,con un relato de informacion historica hermosa,sobre un hecho cotidiano de nuestra vida.
ResponderEliminarMe encanto!! al leer estoy frente a un artista de la literatura.Felicitaciones Irene y gracias!!
Eduardo Daponte (lucho)
Muchas gracias por seguirnos querido amigazo del alma!!!
ResponderEliminarQuerida Irene Mercedes:
ResponderEliminarNuevamente, ¡ mil felicidades por el merecido premio que ha recibido! Me solidarizo con quienes se lo han otorgado, y,claro, con usted, por ese espíritu tan humano. El relato me ha gustado, por la prosa tan clara y limpia, por la sensibilidad humana con la que se ha escrito, por el mensaje que lleva, pues, el tema, el eterno tema del ser humano que se pregunta¿ De dónde vengo y a dónde voy? ¿ A qué he venido a este lugar, es decir, a estas coordenadas existenciales que se nos han dado y a es circunstancia vital que hemos tenido y aún tenemos para desarrollarnos, no son una constante interrogación de todos, mi querida Irene Mercedes? En el relato, los migrantes italianos, españoles, judíos y de otros lugares que han llegado a la Argentina, se encuentran de pronto con ese español, ya argentino por el tiempo que lleva viviendo en esa tierra con una colla, con una india oriunda del lugar, fruto original de la Argentina, y que se siente, y es vista como extraña en su propio país, no es el encuentro de todos llegados de fuera para sentirnos extranjeros en nuestro mundo porque pertenecemos al otro, al que llegaremos después de la muerte para rendir cuentas a Dios, quien nos ha enviado a este lugar. Todos estamos en el mismo baúl, ¡y así es! Comentario del Dr. Jaime Martínez Salguero, La Paz, Bolivia.