Fuente: LA
EVA IMPOSIBLE (2012), Salvador Alario Bataller. Lulu.com, USA.
Si
había en la provincia diez personas mimadas por la diosa Fortuna, una era, sin
duda, el jerarca de los Melero Infante. Su familia siempre había tenido
muchísimo dinero. De hecho, de joven había vivido en un palacete en el centro
de la capital; la casa la atendían seis criadas y su padre tenía cochero
uniformado que lo llevaba acá y acullá al requerimiento de sus negocios o a la
molicie de sus queridas. Además estaban las empresas, las fincas agrícolas, los
montes, el náutico, los solares y el piso en París.
Ahora,
don Juan de Dios, el doctor Melero, el patriarca, seguía siendo muy rico, pero
los tiempos –el degenerado siglo XXI como se hartaba de decir apretando los
dientes-, no se prestaban para las pasadas ostentaciones. Además, obsesionado
por el poder y el dinero, más que por la verdad y los ideales, había
aprovechado el talante de la época para constituirse en uno de los máximos
representantes de un destacado partido de izquierdas, razón añadida por la cual
no se debían exhibir en exceso laureles y oros. Entre los íntimos, todos sabían
que odiaba ampliamente la permisividad de la democracia, la anuencia con los
males, múltiples y mestizos, que devastaban la vieja Europa y la madre patria.
Pero todo ello era capaz de soportarlo, siempre y cuando se bañase en lujo y
poder, y mandase en su casa y en la facultad como un rey de taifas. Por lo
demás, la familia seguía viviendo en el palacete, pero solamente un jardinero y
una vieja ama de llaves se ocupaban de atenderles.
A
los treinta años, titular ya de la cátedra de Medicina Legal y Forense, se casó
con Elisa, la unigénita de otra familia pudiente de la ciudad, la cual le dio
cinco hijos, muriendo en el último alumbramiento. Quizás sintiese la pérdida,
pero don Juan de Dios siguió impasible el camino de su vida, ahora con la
fortuna engrosada tras la muerte de su cónyuge. De los chicos se ocupó la
referida ama de llaves -sobre todo de Antonio, el menor-, mujer buena y
diligente que hizo, hasta donde pudo, y bien por cierto, las labores de
gobernanta y de madre putativa.
Teniendo
a gala su condición de católico, apostólico y romano (lo de la política
sucedería bastantes años después), el doctor educó congruentemente a su
progenie, para convertirlos en hombres rectos y destacados; pero sobre todo,
siempre que podía se ufanaba que los Melero Infante, de su amplio conjunto de
cualidades, destacaban por tres condiciones fundamentales: cabeza, bolsillo y
cojones. Nuestro hombre nunca se planteó aquello de la bondad, la caridad, la
piedad o la justicia, pese a ser también virtudes cristianas. Sea como fuere,
lo importante aquí estribaba en que el padre se infatuaba de sus cinco
sementales, de los Melero, a cada cual más hombre, a cada cual más macho, a
cada cual más animal.
Por
su parte, los hijos obedecían al padre no por voluntad decidida o convicción
plena, sino más bien por temor a su inmensa figura, a su carácter granítico. De
esa suerte, cualquier petición suya era una orden, para cualquier determinación
de su parte no había más que aquiescencia, feliz en alguna ocasión, como el
ritual de convertirse en hombre, al cumplir la edad debida. Así, cada uno de
los hijos tuvo su primera vez ante el altar de Eros en la Casa Rosa , un burdel de
lujo a las afueras de la capital, apenas les salieron dos pelos en el escroto.
En
cualquier persona normal, el sexo excesivo acaba convirtiéndose, con el tiempo
y con la misma hembra, en un trabajo de galeote, pero don Juan de Dios, además
de variar la yegua, parecía dotado de un brío sobrehumano, el cual esperaba que
heredasen todos sus hijos, sin excepción, desde el mayor al benjamín. Primero
estaba el poder, después la mujer, tal era el lema de la familia, el oro y el
coño.
Así
pues, cuando la testosterona empujó, los Melero Infante fueron cumpliendo con
un rito familiar, que se llevaba a cabo desde tiempo secular. A decir verdad,
el ilustre médico no tenía noticia cierta de cuál Melero inició aquella
masculina tradición, pero lo tenía como uno de los más altos representantes de
su árbol genealógico. De buena gana los cuatro primeros cumplieron y ninguno de
ellos tenía los quince cuando degustaron los placeres arrebatadores de la
carne. Con todo, se estaba acercando el turno para el menor, el Antonio, el
cual parecía más lento en crecer, menos recio en el porte. Viéndole, de vez en
cuando, una sombra apagaba la mirada del padre, sobre todo en alguna singular
observación, que se obstinaba siempre en arrumbar. Sin embargo, le preocupaba grandemente que no
fuera tan peleón como los demás hermanos, tan orgulloso, que se mostrase menos
pagado de su estirpe superior, que fuera menos destacado en los deportes violentos;
le disgustaba su corazón amable y conciliador, sus perfectos modales y, sobre
todo lo demás, el que fuera tan extremadamente elegante y bello.
Cuando
el Antoñito tuvo la edad, más tardíamente que los otros hermanos, don Juan de
Dios se lo llevó compuesto y perfumado a la Casa Rosada , para que
se hiciese un hombre. Entre temeroso y divertido, el chiquillo se dejaba llevar
como alelado, sin llegar a adivinar de qué iba todo aquello. Una vez en el
local, patriarca y serafín se encontraron con Pedro, el primogénito y con Juan,
el segundo, que ya eran habituales en aquellas geografías y, como la cosa más
natural del mundo, inflaron aún más la fiesta entre tragos, palabras fuertes y
cruzadas miradas de inteligencia. Atolondrado, el pequeño se preguntaba qué
hacía allí y de qué planeta habían venido aquellas mujeres pintarrajeadas y
medio desnudas.
Llegado
el momento, el padre se lo llevó arriba, a una habitación enorme, con cama
adoselada, donde desnuda y plácida se ofrecía la Juana , una muchacha del norte,
experta en estrenar primerizos.
-¡Anda
Antoñito, no te quejarás! ¡Venga, fóllatela! –le azuzó su padre, rojo de
excitación.
Pero
ante aquellas carnes generosas, lo que el cuerpo del niño le pidió, o mejor sus
piernas, fue escapar corriendo, a cien por hora, gritando aterrorizado, como
alma que lleva el diablo, dejando a sus espaldas un viejo pálido y
desconcertado, y (nunca adiviné exactamente el porqué) el aúllo gallináceo de
la mujer, la cual se había quedado sentada en la cama, los ojos como platos,
las grandes pechos subiendo y bajando tratando de recuperar el aliento.
El
Antoñito anduvo tres días escondido, como quien huye del látigo inclemente,
hasta que lo encontraron en el lugar menos esperado y obvio, en el ático de la
casa, estragado por el pánico, el hambre y la sed. Aunque la anciana ama de
llaves trató de evitar el desenlace, don Juan de Dios buscó remedio al
conflicto a su manera: con fuertes correazos aplacó la supuesta indecisión del
muchacho, castigó su gran desobediencia llevándolo cada día a la casa Rosada,
donde jornada tras jornada se repetía lo mismo, el terror, la huida y las
palizas. Al final, don Juan de Dios lo dio por imposible, ignorándolo por
completo, sin dirigirle la palabra, sin prodigarle la menor atención. Sin embargo,
humillado y herido en el alma, lo que más
le desconcertada estribaba en que
no se achantase ni un ápice ante el odio enorme que destilaba su mirada. No se
resignaba, empero, a dar el caso por perdido. Después de un tiempo, renunció a
los varapalos, pero mantuvo la humillación y el rechazo.
-¡Hijo
de la Gran Babilonia !
¡Marica! –le espetaba el viejo cada dos por tres y después seguía despotricando
con la mirada encendida y las mandíbulas prietas.
Pero
aunque el padre lo doblase a correazos primero y lo despreciase abiertamente
después para quitarle el miedo hacia el bello sexo, Antoñito nunca cedió. No
sufrió tanto por el desdén de su padre ni aún por el previo fuego de la férula,
como por aquello que se iba tornando en certidumbre surgiendo con el tiempo
desde la penumbra de su alma, contra lo que por aquel entonces trataba de
luchar, que veía como una naturaleza desatinada. Pero el tiempo fue fraguando
las convicciones, forjando una determinación y, de esta guisa, una mañana,
cuando el ama de llaves subió a la habitación a despertarle, encontró la cama
de Antoñito hecha y una carta que encerraba una inevitable despedida.
Durante
un tiempo, el padre se volvió como loco y lo buscó por la ciudad y por toda la
provincia, hasta que desistió, vencido y amargado. Durante dos años el viudo
infame renegó de su hijo menor, afirmando que sus hijos eran cuatro y no cinco, que el menor había muerto,
prohibiendo tajantemente que se hablase de él. Así se hizo, pero su cabeza autoritaria
maquinaba planes y unos meses después le pudo la rabia nacida de la pérdida de
autoridad, de aquella intolerable desobediencia. Por esta causa, contrató los
servicios de un prestigioso detective para que diese con el paradero del hijo
canalla y desagradecido. Lo arrastraría de nuevo a casa y esta vez sí lo haría
un hombre, un Melero, aunque se dejase el cuero de mil cinturones en el empeño.
Entonces echó cálculos. Antoñito tendría ya los diecinueve, pero daba lo mismo,
porque un padre siempre mandaba, un padre siempre debía ser obedecido.
Por
el detective supo de la ciudad y de la calle donde vivía el hijo desobediente,
en una ciudad principal del país, a casi cuatrocientos kilómetros al noroeste.
Así que, una madrugada, apenas el gallo cantó, don Juan de Dios, enfundado en
un traje gris, con fulgente corbata de seda italiana, subió a su Jaguar y
enfiló en dirección a la nacional. Si briosa y grave fue su partida, su vuelta
fue alicaída y silente. Con la apariencia de un hombre envejecido
prematuramente, dos semanas después, abrió la puerta principal de la casa,
representando el signo vivo de la tristeza, de la derrota y de la
desesperación; de ahí en adelante, su existencia fue una caída indefectible,
ante la cual nada pudieron hacer los mejores médicos del país. Su vida se
apagaba como la llama en el pabilo de un cabo de vela.
Los
hijos y la gobernanta, viéndolo tan mal y atormentados por la incertidumbre, se
le acercaban para consolarlo, pero no sacaron prenda, sino que el viejo se los
quitaba de encima con palabrotas, agravios y aspavientos. Al final, optaron por
comunicarse con él cuando lo demandase. Poco después don Juan de Dios abandonó
sus labores académicas y profesionales, y se encerró como un viejo hurón en su
alcoba, de la cual solamente bajaba a la hora de comer, cosa que hacía solo,
después de sus hijos, que ya daban el caso por imposible. Siguió, pues,
taciturno y resabiado, sin hablar a nadie del motivo de su melancolía, hasta
que el sufrimiento le fue sajando el hilo de su vida, hasta que una madrugada
la vieja criada lo encontró muerto en la cama con el rostro desfigurado por una
horrenda mueca de asco y estupor. Acababa de cumplir los sesenta y parecía una
vieja momia centenaria.
El entierro se celebró
con gran prosopopeya. Grandes personalidades de la política, del arte y de las
ciencias acudieron a los oficios fúnebres para despedirse del prócer. La misa
la ofició el obispo en la catedral y alguien dijo que, entre las altas
dignidades, estaba el presidente de la nación y el mismísimo Papa de Roma. Ya
en el cementerio, los hijos, de negro riguroso, alineados como una escuadra
militar, fueron recibiendo sentidos pésames y no pocas condolencias fementidas.
Todos se les acercaron y graves los rostros les estrecharon las manos, todos
menos aquella joven desconocida, despampanante, enfundada en su traje blanco,
el rostro bello apenas insinuado bajo el ala de la pamela, que asistió a la
inhumación en un rincón lejano del camposanto, apartada de la multitud, y que
se llevó en dos ocasiones un fino pañuelo a la nariz, la que, en silencio,
subió a un Mercedes 500 plateado que estaba estacionado a la entrada,
dirigiéndose después a la salida este de la ciudad. Nadie reparó en ella y
quien lo hizo no le dio más importancia, como Pedro, el mayor, quien, por unos
instantes, la miró con cierta perplejidad, como quien cree reconocer algo que
la mente es incapaz de definir.
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