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viernes, 23 de noviembre de 2012

AQUEL DÍA EN LA VIDA DE ANTOÑITO MELERO INFANTE, por Salvador Alario Bataller, de Valencia, España.



Fuente: LA EVA IMPOSIBLE (2012), Salvador Alario Bataller. Lulu.com, USA.

Si había en la provincia diez personas mimadas por la diosa Fortuna, una era, sin duda, el jerarca de los Melero Infante. Su familia siempre había tenido muchísimo dinero. De hecho, de joven había vivido en un palacete en el centro de la capital; la casa la atendían seis criadas y su padre tenía cochero uniformado que lo llevaba acá y acullá al requerimiento de sus negocios o a la molicie de sus queridas. Además estaban las empresas, las fincas agrícolas, los montes, el náutico, los solares y el piso en París.
            Ahora, don Juan de Dios, el doctor Melero, el patriarca, seguía siendo muy rico, pero los tiempos –el degenerado siglo XXI como se hartaba de decir apretando los dientes-, no se prestaban para las pasadas ostentaciones. Además, obsesionado por el poder y el dinero, más que por la verdad y los ideales, había aprovechado el talante de la época para constituirse en uno de los máximos representantes de un destacado partido de izquierdas, razón añadida por la cual no se debían exhibir en exceso laureles y oros. Entre los íntimos, todos sabían que odiaba ampliamente la permisividad de la democracia, la anuencia con los males, múltiples y mestizos, que devastaban la vieja Europa y la madre patria. Pero todo ello era capaz de soportarlo, siempre y cuando se bañase en lujo y poder, y mandase en su casa y en la facultad como un rey de taifas. Por lo demás, la familia seguía viviendo en el palacete, pero solamente un jardinero y una vieja ama de llaves se ocupaban de atenderles.
            A los treinta años, titular ya de la cátedra de Medicina Legal y Forense, se casó con Elisa, la unigénita de otra familia pudiente de la ciudad, la cual le dio cinco hijos, muriendo en el último alumbramiento. Quizás sintiese la pérdida, pero don Juan de Dios siguió impasible el camino de su vida, ahora con la fortuna engrosada tras la muerte de su cónyuge. De los chicos se ocupó la referida ama de llaves -sobre todo de Antonio, el menor-, mujer buena y diligente que hizo, hasta donde pudo, y bien por cierto, las labores de gobernanta y de madre putativa.
            Teniendo a gala su condición de católico, apostólico y romano (lo de la política sucedería bastantes años después), el doctor educó congruentemente a su progenie, para convertirlos en hombres rectos y destacados; pero sobre todo, siempre que podía se ufanaba que los Melero Infante, de su amplio conjunto de cualidades, destacaban por tres condiciones fundamentales: cabeza, bolsillo y cojones. Nuestro hombre nunca se planteó aquello de la bondad, la caridad, la piedad o la justicia, pese a ser también virtudes cristianas. Sea como fuere, lo importante aquí estribaba en que el padre se infatuaba de sus cinco sementales, de los Melero, a cada cual más hombre, a cada cual más macho, a cada cual más animal.
            Por su parte, los hijos obedecían al padre no por voluntad decidida o convicción plena, sino más bien por temor a su inmensa figura, a su carácter granítico. De esa suerte, cualquier petición suya era una orden, para cualquier determinación de su parte no había más que aquiescencia, feliz en alguna ocasión, como el ritual de convertirse en hombre, al cumplir la edad debida. Así, cada uno de los hijos tuvo su primera vez ante el altar de Eros en la Casa Rosa, un burdel de lujo a las afueras de la capital, apenas les salieron dos pelos en el escroto.
            En cualquier persona normal, el sexo excesivo acaba convirtiéndose, con el tiempo y con la misma hembra, en un trabajo de galeote, pero don Juan de Dios, además de variar la yegua, parecía dotado de un brío sobrehumano, el cual esperaba que heredasen todos sus hijos, sin excepción, desde el mayor al benjamín. Primero estaba el poder, después la mujer, tal era el lema de la familia, el oro y el coño.
            Así pues, cuando la testosterona empujó, los Melero Infante fueron cumpliendo con un rito familiar, que se llevaba a cabo desde tiempo secular. A decir verdad, el ilustre médico no tenía noticia cierta de cuál Melero inició aquella masculina tradición, pero lo tenía como uno de los más altos representantes de su árbol genealógico. De buena gana los cuatro primeros cumplieron y ninguno de ellos tenía los quince cuando degustaron los placeres arrebatadores de la carne. Con todo, se estaba acercando el turno para el menor, el Antonio, el cual parecía más lento en crecer, menos recio en el porte. Viéndole, de vez en cuando, una sombra apagaba la mirada del padre, sobre todo en alguna singular observación, que se obstinaba siempre en arrumbar.  Sin embargo, le preocupaba grandemente que no fuera tan peleón como los demás hermanos, tan orgulloso, que se mostrase menos pagado de su estirpe superior, que fuera menos destacado en los deportes violentos; le disgustaba su corazón amable y conciliador, sus perfectos modales y, sobre todo lo demás, el que fuera tan extremadamente elegante y bello.
            Cuando el Antoñito tuvo la edad, más tardíamente que los otros hermanos, don Juan de Dios se lo llevó compuesto y perfumado a la Casa Rosada, para que se hiciese un hombre. Entre temeroso y divertido, el chiquillo se dejaba llevar como alelado, sin llegar a adivinar de qué iba todo aquello. Una vez en el local, patriarca y serafín se encontraron con Pedro, el primogénito y con Juan, el segundo, que ya eran habituales en aquellas geografías y, como la cosa más natural del mundo, inflaron aún más la fiesta entre tragos, palabras fuertes y cruzadas miradas de inteligencia. Atolondrado, el pequeño se preguntaba qué hacía allí y de qué planeta habían venido aquellas mujeres pintarrajeadas y medio desnudas.
            Llegado el momento, el padre se lo llevó arriba, a una habitación enorme, con cama adoselada, donde desnuda y plácida se ofrecía la Juana, una muchacha del norte, experta en estrenar primerizos.
            -¡Anda Antoñito, no te quejarás! ¡Venga, fóllatela! –le azuzó su padre, rojo de excitación.
            Pero ante aquellas carnes generosas, lo que el cuerpo del niño le pidió, o mejor sus piernas, fue escapar corriendo, a cien por hora, gritando aterrorizado, como alma que lleva el diablo, dejando a sus espaldas un viejo pálido y desconcertado, y (nunca adiviné exactamente el porqué) el aúllo gallináceo de la mujer, la cual se había quedado sentada en la cama, los ojos como platos, las grandes pechos subiendo y bajando tratando de recuperar el aliento.
            El Antoñito anduvo tres días escondido, como quien huye del látigo inclemente, hasta que lo encontraron en el lugar menos esperado y obvio, en el ático de la casa, estragado por el pánico, el hambre y la sed. Aunque la anciana ama de llaves trató de evitar el desenlace, don Juan de Dios buscó remedio al conflicto a su manera: con fuertes correazos aplacó la supuesta indecisión del muchacho, castigó su gran desobediencia llevándolo cada día a la casa Rosada, donde jornada tras jornada se repetía lo mismo, el terror, la huida y las palizas. Al final, don Juan de Dios lo dio por imposible, ignorándolo por completo, sin dirigirle la palabra, sin prodigarle la menor atención. Sin embargo, humillado y herido en el alma, lo que más  le desconcertada estribaba en  que no se achantase ni un ápice ante el odio enorme que destilaba su mirada. No se resignaba, empero, a dar el caso por perdido. Después de un tiempo, renunció a los varapalos, pero mantuvo la humillación y el rechazo.
            -¡Hijo de la Gran Babilonia! ¡Marica! –le espetaba el viejo cada dos por tres y después seguía despotricando con la mirada encendida y las mandíbulas prietas.
            Pero aunque el padre lo doblase a correazos primero y lo despreciase abiertamente después para quitarle el miedo hacia el bello sexo, Antoñito nunca cedió. No sufrió tanto por el desdén de su padre ni aún por el previo fuego de la férula, como por aquello que se iba tornando en certidumbre surgiendo con el tiempo desde la penumbra de su alma, contra lo que por aquel entonces trataba de luchar, que veía como una naturaleza desatinada. Pero el tiempo fue fraguando las convicciones, forjando una determinación y, de esta guisa, una mañana, cuando el ama de llaves subió a la habitación a despertarle, encontró la cama de Antoñito hecha y una carta que encerraba una inevitable despedida.
            Durante un tiempo, el padre se volvió como loco y lo buscó por la ciudad y por toda la provincia, hasta que desistió, vencido y amargado. Durante dos años el viudo infame renegó de su hijo menor, afirmando que sus hijos eran cuatro y  no cinco, que el menor había muerto, prohibiendo tajantemente que se hablase de él. Así se hizo, pero su cabeza autoritaria maquinaba planes y unos meses después le pudo la rabia nacida de la pérdida de autoridad, de aquella intolerable desobediencia. Por esta causa, contrató los servicios de un prestigioso detective para que diese con el paradero del hijo canalla y desagradecido. Lo arrastraría de nuevo a casa y esta vez sí lo haría un hombre, un Melero, aunque se dejase el cuero de mil cinturones en el empeño. Entonces echó cálculos. Antoñito tendría ya los diecinueve, pero daba lo mismo, porque un padre siempre mandaba, un padre siempre debía ser obedecido.
            Por el detective supo de la ciudad y de la calle donde vivía el hijo desobediente, en una ciudad principal del país, a casi cuatrocientos kilómetros al noroeste. Así que, una madrugada, apenas el gallo cantó, don Juan de Dios, enfundado en un traje gris, con fulgente corbata de seda italiana, subió a su Jaguar y enfiló en dirección a la nacional. Si briosa y grave fue su partida, su vuelta fue alicaída y silente. Con la apariencia de un hombre envejecido prematuramente, dos semanas después, abrió la puerta principal de la casa, representando el signo vivo de la tristeza, de la derrota y de la desesperación; de ahí en adelante, su existencia fue una caída indefectible, ante la cual nada pudieron hacer los mejores médicos del país. Su vida se apagaba como la llama en el pabilo de un cabo de vela.
            Los hijos y la gobernanta, viéndolo tan mal y atormentados por la incertidumbre, se le acercaban para consolarlo, pero no sacaron prenda, sino que el viejo se los quitaba de encima con palabrotas, agravios y aspavientos. Al final, optaron por comunicarse con él cuando lo demandase. Poco después don Juan de Dios abandonó sus labores académicas y profesionales, y se encerró como un viejo hurón en su alcoba, de la cual solamente bajaba a la hora de comer, cosa que hacía solo, después de sus hijos, que ya daban el caso por imposible. Siguió, pues, taciturno y resabiado, sin hablar a nadie del motivo de su melancolía, hasta que el sufrimiento le fue sajando el hilo de su vida, hasta que una madrugada la vieja criada lo encontró muerto en la cama con el rostro desfigurado por una horrenda mueca de asco y estupor. Acababa de cumplir los sesenta y parecía una vieja momia centenaria.
El entierro se celebró con gran prosopopeya. Grandes personalidades de la política, del arte y de las ciencias acudieron a los oficios fúnebres para despedirse del prócer. La misa la ofició el obispo en la catedral y alguien dijo que, entre las altas dignidades, estaba el presidente de la nación y el mismísimo Papa de Roma. Ya en el cementerio, los hijos, de negro riguroso, alineados como una escuadra militar, fueron recibiendo sentidos pésames y no pocas condolencias fementidas. Todos se les acercaron y graves los rostros les estrecharon las manos, todos menos aquella joven desconocida, despampanante, enfundada en su traje blanco, el rostro bello apenas insinuado bajo el ala de la pamela, que asistió a la inhumación en un rincón lejano del camposanto, apartada de la multitud, y que se llevó en dos ocasiones un fino pañuelo a la nariz, la que, en silencio, subió a un Mercedes 500 plateado que estaba estacionado a la entrada, dirigiéndose después a la salida este de la ciudad. Nadie reparó en ella y quien lo hizo no le dio más importancia, como Pedro, el mayor, quien, por unos instantes, la miró con cierta perplejidad, como quien cree reconocer algo que la mente es incapaz de definir.

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