Nota del autor: Este cuento está basado en una historia real
Corría julio, el mes más extremo para correr ese “Ultramaraton”. Pero Uri, acostumbrado ya a las tremendas carreras en el desierto argelino y marroquí, confiaba en sus fuerzas y en su afanosa preparación física. Daban fe de ello cientos de kilómetros disputados ya en muchos países, con climas abrumadoramente adversos, con los pies llagados y al borde de la extenuación.
Jamás en su vida había abandonado carrera alguna. En un par de ocasiones hasta llegó primero. Sintió que esta vez era su oportunidad. Sabía en su fuero íntimo que ahora sí estaba preparado y se anotó.
La carrera era la “Badwater”, el ultramaratón más duro del mundo. Doscientos diecisiete kilómetros que van desde el “Death Valley”, en California, y terminan en una escarpada montaña de más de dos mil quinientos metros llamada “Whitney Portal”. La carrera se celebra justamente en julio porque en esa época del año, las condiciones son las más desfavorables. Vientos arremolinados tipo simún, temperaturas de casi 50 grados y para más datos - según decían -, menos del 50% de los que comenzaban la carrera eran capaces de terminarla.
Todo eso a Uri no hacía otra cosa que alentarlo a prepararse más y más. Con tan sólo veinticinco años, típico exponente de la Bavaria adventista, germano nacionalista, Uri era un convencido que si los negros de Senegal o Nigeria podían con esos desafíos, él no tenía porqué ser menos que ellos.
Arribó a Estados Unidos y por todo hospedaje eligió una desvencijada posada cerca del punto de partida, pues también estaba persuadido que los rigores no comenzaban con la carrera en sí, sino mucho antes. Con baños de agua helada, corriendo entre espinillos, comiendo basura, tomando agua de pozo. Uri era un asceta y como tal su autoflagelación no hacía otra cosa que fortalecerlo.
El día de la partida no eran más de cincuenta participantes. De los mejores del mundo. Allí estaba el jamaiquino James, el argelino Abdn Sur y un par más que no quiso reconocer. No se saludó con nadie y se limitó a no más de tres inclinaciones orgullosas de cabeza. Allí estaba Uri con su número 33 en la pechera y los colores de su Alemania natal.
El pistolazo fugaz dio paso a la partida, y allí salieron. Regulando fuerzas y conociendo de a poco el camino. Febo, impiadoso, les clavaba como un acero sus estiletazos en la mollera. Sobre el atardecer ya se distinguían claramente dos pelotones: Los punteros, entre los que estaba Uri, y los rezagados, ya casi exhaustos.
Cuando el horizonte se puso rojo comenzaron a levantarse grandes remolinos de polvo a los que los maratonistas no le dieron mayor importancia. Sobre la noche, era un tornado de descomunales proporciones. Uri no supo cuando, pero perdió el rumbo. Descansando un poco y con las escasas fuerzas de que hacía gala, decidió que lo mejor era arrinconarse contra unos montículos de piedra y dormir. Al alba sabría qué camino tomar.
Pero al otro día todo era igual. La formidable ventisca no daba tregua, sumado ello a que el sol castigaba cual Hades norteamericano. Las provisiones y el agua comenzaron a escasearle y además no sabía qué camino tomar. Eligió uno y con paciencia y mesura, ensayó algo parecido a lo que los maratonistas llaman “marcha pausada”. Sobre la noche, volvió a dormitarse entre oscuras sombras y horribles pesadillas.
El tercer día ya no hubo viento. Pero tampoco camino. El desierto pedregoso se extendía bajo sus pies en el horizonte, y ante sus ojos se recortaba una masa humeante que Uri adivinaba como otro espejismo más. Estuvo todo el día buscando el rumbo infructuosamente. A la noche ya no tenía más agua. Trató de tomar algo del rocío del atardecer, pero era demasiado poco para sus flacas fuerzas. Esa noche cayó desvencijado, extenuado y al borde de la deshidratación.
No recuerda cuándo fue. Sólo remembra que no tenía ya más para comer desde hacía mucho y ni una gota de agua desde hacía más. Que no encontraba la vía salvadora y que lo único que veía era el desierto Mojave, alterado por alguna que otra lagartija esquiva. Estaba total e irremisiblemente perdido.
Y fue así que tomó la decisión final. Él, un germano de pura cepa vencido por un desierto despiadado e indígena. Tomó dos piedras afiladas, tanto como pudo hallar, y con firme determinación fue seccionando de a una sus dos muñecas. Ya no era cuestión de ganar o perder. De llegar o quedarse. Era cuestión de morir en agonía o por sus propias manos. Y Uri, eligió suicidarse.
Sus últimas visiones fueron de un cielo celeste como sus ojos. Limpio, claro y sin brizna de nubes.
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Para un adventista como él, las visiones de cielo, o del paraíso, se pensó, deberían ser muy diferentes a las que en esos momentos atisbaba. Cada tanto sus ojos se abrían y veía gentes de tez rojiza y rasgos aindiados, con extraños adornos en las cabezas. Como en un sueño, las imágenes iban y venían, hasta que se desvaneció nuevamente.
Cuando abrió los ojos en forma definitiva, blancos delantales iban de un lado para el otro, haciendo juego con las también blancas paredes. Un hombre de mediana edad le dijo que fuera abriendo los ojos de a poco. Luego se presentó como el “Doctor Cohan”. Cuando cobró conciencia de sí, se enteró que lo habían rescatado unos indígenas de la zona y lo habían llevado al hospital más cercano. Que eso no era el cielo tan esperado de los adventistas, sino el Saint Marys Hospital, de Los Ángeles.
Y al preguntarle al médico porqué no había podido suicidarse, si esa era su intención, recibió por respuesta, con la mayor naturalidad del mundo:
- Porque estabas tan deshidratado que cuando te cortaste las venas, la sangre coaguló al instante. Y minutos después te hallaron los muchachos de la reserva. Por eso, y nada más que por eso.
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