Nota del autor: Este cuento se escribió basado en hechos reales
Se casaba el primero de la barra. Y era todo un acontecimiento. Éramos purretes de veintipico y Claudio fue siempre el más adelantado. Así como fueron grandes hitos en nuestras vidas el primer pucho, el debut sexual, el primer cumple de quince y la primera vez en un boliche, ésta era una ocasión especial: nuestra primera despedida de soltero. Y no reparamos en gastos. Corría el austral, y juntamos para la causa común hasta las últimas monedas. Incluso recuerdo haber visto varias de esas de ñandúes.
Elegimos las mejores pilchas, los mejores autos (en realidad teníamos sólo uno, un Dogde VW blanco que era justamente del que se casaba) y el mejor lugar al que podían acceder pibes de nuestra clase y edad. Un cabarulo que estaba en Directorio al fondo, se llamaba Dollys y por lo que nos contaban, era todo un Edén.
Primero cena con todo en Tranway, un pub muy cheto que estaba en Emilio Mitre, y con los postres, la sorpresa:
- “Claudio, dije yo, te elegimos el mejor lugar de Buenos Aires”, a lo que todos medio achispados aplaudimos y asentimos con algarabía. “Vas a tener una despedida de soltero de primera, en el mejor cabaret de Buenos Aires” – mentí - .
Fue entrar y deslumbrarse en el acto. Mesas pequeñas, luz tenue. Pantallas gigantes que reproducían videos eróticos y miles, pero en serio, miles de chicas de las más lindas de Buenos Aires. Ninguna de ellas pasaba los veinticinco años. Todas en ropa interior o negligés, que se paseaban entre las mesas con avidez carnal y vasta experiencia. En cuanto nos sentamos fue un aluvión de mujeres en tropel que se nos vinieron encima. Champán del más caro para nosotros y lo que quisieran las chicas – cuyas copas valían más que todo el lugar junto -. Éramos un bocadillo apetecible: Pibes jóvenes, bien vestidos y seguramente con billetera jugosa.
Como de costumbre, por esos extraños caminos de la vida, el “relacionista público” - como lo llamábamos en esa época -, era el de más parla, o sea, yo. Y allí fui a averiguar tarifas, lugar dónde se consumaría el acto (en realidad los seis actos) y demás. Por lo que pude saber el “servicio” era relativamente accesible para las monedas que habíamos juntado. Y el lugar era ahí nomás, al lado del cabaret. Se salía mediante una serie de complicadas contraseñas, primero las señoritas y luego nosotros. Había habitaciones para todos los gustos y colores, del mismo modo en que había féminas de todos los tamaños y pelajes.
Andaba yo en esos menesteres cuando de repente se apagaron las luces y se prendió una sola, que apuntaba hacia el medio del escenario. Allí, en una tarima de 2 x 2 había un reluciente caño dorado. Y como por arte de magia apareció la rubia más despampanante que tenga memoria. Vestida de riguroso rojo transparente comenzó su acto entre contorsiones y a cada pasada por ese brillante palo le seguía una prenda menos en su poder. Hasta que quedó como Dios la trajo al mundo, con sus carnes espléndidas a la vista de todos. Se apagaron las luces y las cien personas que estábamos allí nos pelamos las palmas de las manos de tanto aplaudir. Cuando volvió fugazmente la media luz todos nos miramos y casi al unísono dijimos: “¡¡Esa!!” lo que quería decir que si había una mujer indicada para despedir a nuestro amigo del mundo de la libertad, la sirena del caño era la indicada. Allí corrí yo a preguntar tarifa, nombre, y si me descuidaba hasta estado civil. También – increíblemente – tenía un precio accesible.
Cuando vuelvo a la mesa, tres soldados habían desertado: Cacho, y los dos gallegos se habían ido tras pelirrojas de carnes abundantes y piernas eternas. Quedábamos Fernando, el agasajado y yo. Ferchu y yo elegimos lo que quedaba con los australes sobrantes e impusimos una sola condición: cama redonda, a lo que la casa nos dio el visto bueno. Tuvimos que comprar unas fichas naranjas que eran el equivalente de las tres tarifas, y esperar cerca de la puerta.
En un momento crucial y antes de salir, se atravesó en nuestro camino nada menos que Jorge Corona, un humorista muy popular en la Argentina alfonsinista, cuya muletilla era “simultáneamente lo parió”, que gritaba mientras revoleaba un sombrero parecido al de Napoleón. Nos miró como al pasar entre el humo del cabaret y otros estragos dañinos para la salud y nos preguntó en qué andábamos. Con la emoción de ver frente a nosotros a tamaño personaje todos callaron y, como de costumbre, hablé yo y le expliqué de la despedida de soltero de Claudio. Corona lo miró y seriamente le dijo: “Que seas feliz, que tengas muchos hijos y…. ¡¡¡que todos sean tuyos!!”, lo cual nos hizo desternillar de la risa.
Salimos. Frío glacial para aquella destemplada noche de septiembre, nos guían por una escalera con menos luz todavía que el local, y nos abren una puerta. Allí, en una inmensa cama redonda estaba la rubia del infarto junto a las dos pibas del montón que habíamos elegido Fer y yo. Pedimos champán nuevamente y empezamos a desarrollar toda nuestra inexperiencia. Vos con ella, yo con ella, ella con él, y así nos íbamos mareando. Como a los 10 minutos Claudio y yo ya estábamos en plena faena y de soslayo veíamos que Fernando, tendido cual ballena muerta, dejaba hacer a una morocha de mucha actitud. Pero parece que la cosa para el bohemio no andaba. Hasta que llegó la frase fatal, el final de fiesta, el punto sobre la coma, la frutilla del postre. Esa frase que daría por tierra con todos nuestros lujuriosos anhelos.
Cansado ya de la buena voluntad de la muchacha, Fernando dijo:
“- Ni pensando en Huracán del 73’ se me para, muchachos, no hay caso. Ni con Brindisi, Babington y todo el equipo junto me motivo”
Y ahí nomás la carcajada eterna nos asaltó. Y suspendimos todo para reírnos los seis, la rubia de calendario y los cinco mortales restantes. Y esa pizzería de Barracas nos encontró de madrugada comiendo una grande de muzzarella, para darnos cuenta que hay ciertas cosas que por más que uno quiera convertir en vicio, son sólo excusas para divertirse con los gomías.
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