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jueves, 22 de noviembre de 2012

NOCHES DEL TRÓPICO, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina



Entendeme bien, en ese entonces no es que estuviésemos mal o en crisis con la patrona, pero llevábamos 18 años de casados. Sabés lo que es eso? Al otro ya lo conocés de memoria. Las cosquillas, los lunares, el pelo, las mañas. Cierto que ésa es una ventaja porque no caés en el error de regalarle zapatos de taco cuando ella usa chatitas. Pero la relación va perdiendo sorpresa, esa incertidumbre que te mantiene atento. No sé.
            Y ella que va y me insiste con ir al sur de Brasil. Que no salía caro, que podíamos alquilar una casita y cocinar todos los días. Y yo pensé que se lo debía y que el sol, la playa, el clima subtropical, la caipirinha iban a hacer maravillas con nuestra pareja. Rescatarnos de la rutina y de un cierto hastío. No sé, devolvernos la fantasía que se nos quedó perdida en la noche de los tiempos.
            No te niego que ella también se lo tomó en serio. Eligió las biquinis más lindas y unos vestidos playeros que estaban para el infarto. Vos sabés que mi mujer no representa la edad que tiene, no? Y tenías que ver cómo la miraban los negros allá. Parecía que nunca habían visto una chica tan blanca.
            Ella como si nada, siempre al lado mío. Y ahí si que hicieron lo suyo los tragos, los mariscos y los días de playa y sol. La noche era una fiesta de mimos y caricias, gemidos y gritos que querían ser desaforados pero ahogábamos con una almohada, el cubrecamas floreado o cualquier cosa que tuviésemos a mano. Claro que en la otra habitación estaban los tres pibes, pero vos tenés que ve el sueño pesado que tienen los adolescentes. ¡Jamás se dieron por enterados!
            Y yo convencido de que estaba en el mejor de los mundos posibles y que le habíamos dado un giro completo a nuestra pareja. Allá en un pueblo de playa recuperamos la sensualidad, la piel.y las ganas de estar juntos, de darnos placer el uno al otro.
            Hasta que una noche, una de las que había estado más movida, me desvelé y a pesar de que me fui  a la cocina a tomar jugo y prepararme un sanduiche no hubo caso. Me quedé mirando tele bajito, por un lado para no despertar a los pibes, y por otro, porque ni al máximo volumen era capaz de entender el portugués cerrado que hablaban en las telenovelas y programas de entretenimientos.
            Pero no hubo caso y en la vigilia me fumé los últimos puchos que me quedaban. Así que me decidí a caminar cuatro o cinco cuadras hasta la estación de servicio para comprar un paquete. Cuando salí a la calle pensando en volver pronto y despertarla a mi mujer para retomar nuestros encuentros amorosos, me sorprendió el silencio de la noche y el rumor del mar a lo lejos. Pero cuando pasaba por la esquina empezaron  a oirse los gritos de una mujer.
            No podría describírtelos, Negro. No sé. No eran gemidos ni lamentos. Parecían gritos de placer. ¡Qué digo de placer! ¡Eso era el éxtasis! Esa mujer, porque era una mujer, eso era indudable. Estaba gozando. La pasaba muy bien. Se diría que estaba en el séptimo cielo. Quien estaba con ella sí que era un hombre hecho y derecho, capaz de tocar las fibras más íntimas de su pareja, de complementarse con ella y dejarse llevar por la pasión.
            En el camino al centro me la pasé pensando en aquella pareja. No podía saber nada de ellos pero intuía por la voz femenina que eran jóvenes. Calculé que serían recién casados o quizás nuevos amantes y ella había encontrado en su compañero una fuente inagotable de placer. La verdad que la idea me dio cierta envidia y se me dio por comparar la vida de aquellos vecinos con la que vivíamos mi mujer y yo.
            Es indudable que ella no gozaba como aquella chica. De hecho, jamás la había escuchado gritar así. Me pregunté si sería mi culpa. Uno es de la vieja escuela, no? Y a veces no piensa en lo que le gusta a su compañera, solo se preocupa por el propio placer. Cuando volvía enfrascado en estas cuestiones volví a oir esos gritos estruendosos y felicité intimamente al hombre que era capaz de provocar tanto gozo sontenido.
            Al día siguiente lo pasé tratando de dilucidar porqué los brazucas gozaban tanto en la cama. ¿Sería el calor? ¿Serían los mariscos? ¿la caipirinha? Quizás los cuerpos morenos tienen otra sensualidad, se complementan de otra forma, ¿viste?. Y me dispuse a conocer a los protagonistas de aquella pasión tórrida. No logré verlos ya que la casa parecía cerrada con siete llaves, pero durante la tarde oí varias veces los gritos estremeceredores. ¡Esos jóvenes no parecían tener necesidades fuera del sexo!
            Durante aquella semana jamás vi las ventanas ni las puertas abiertas de aquellos vecinos que tanto me intrigaban. Apenas una mujer mayor entró y salió unas cuantas veces con bolsas del mercado. Calculé que sería la empleada o incluso la madre de alguno de los tórtolos. De ellos, ni noticia. Jamás los vi, pero sus sonoros encuentros me sirvieron de inspiración para algunas noches en que mi mujer y yo la pasamos más que bien. Eso sí. Ella jamás gritó de aquella manera.
            Enfrascado durante el día en pasarla bien con la familia y en las noches en pasarla bien con la patrona, me olvidé de los habitantes de la casa de la esquina. Surgieron una vez que volvíamos de la playa y mi hijo más chico preguntaba qué eran aquellos gritos, pero le dimos una explicación de compromiso. "Es una chica que practica canto para salir en televisión", le dijo mi mujer que a esa altura de las vacaciones compartía tanto mis fantasías como mis inquietudes respecto de los vecinos y estaba más interesada que yo en conocer al héroe capaz de arrancar aquellas expresiones de placer de una mujer.
            Fue el último día. Mientras cargábamos las valijas para volver a Buenos Aires. El pueblo nos despedía con un día nublado como para que no nos pesase irnos. Mientras los chicos me alcanzaban los bártulos, vi salir a la mujer mayor de la casa, cargada de bolsas y cajas para acomodar en el tacho de basura. Cerró la puerta de un empujón pero quedó abierta. Detrás de ellas surgieron los gritos.
            No medía más de un metro veinte pero tenía la cabeza de una persona mayor. Llevaba un mameluco de colores y un babero bastante baqueteado. Se aferró a la pierna de su madre con desesperación y emitió, una vez más, uno de sus sonoros gritos.

1 comentario:

  1. ¡Vos también, Evita, escribiendo para el despiste! Primero me dejás creer que estás describiendo una historia vivida por "otro". Después me despertás la insana curiosidad del protagonista y quiero estar ahí para ver con mis propios ojos una pareja que sólo puede existir en el Brasil. Y por último... ¡me pinchás el globo! ¡¡¡MAGISTRAL!!! Requetemil felicitaciones, Eliza

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