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viernes, 31 de agosto de 2012

BAJO PERFIL, por Raúl Ramos, de Pilar, Argentina

Los dibujos concéntricos sobre la superficie repugnante de las aguas del Riachuelo Boquense comenzaban a disminuir su intensidad.
            El hombre interrumpió la inspección de los tachos y bolsas de basura y se incorporó dispuesto a prestar atención a las palabras del chico que lo acompañaba todas las noches a rebuscarse un indignante sustento necesario.
            El chico, asomado peligrosamente hacia la maloliente cloaca disfrazada de río, señalaba  con sorprendido entusiasmo.
            -: ¿Escuchaste? ¿Escuchaste el ruido que hizo el pescao? ¡Mirá... mirá como hace globitos! ¡Viste que hay pescaditos! ¿Viste?
            El hombre dejó su tarea casi con desgano y cruzando  la calle mal iluminada se dirigió con marcado gesto de fastidio hacia la orilla del Riachuelo dispuesto a observar entre las huidizas penumbras de la madrugada, lo que seguramente no eran más que exageraciones de su compañero.
            -: ¿Adónde?
            -: ¡Allí, mirá... recién hizo!
            -: ¿De qué pescaditos me hablás? En esta podredumbre lo único que podes encontrar son ratas muertas y forros flotadores. Dale vamos, dale antes que salga el sol y se levanten todos.
            Y apretando la bolsita donde sólo había un cacho de pizza entreverada con pan duro y algún que otro trozo de carne repugnante, masculló con resignada filosofía:
            -: ¡Si no encontramos algo más nos van a quedar las tripas verdes de tanto mate amargo, dale que todavía  tenemos como media hora de oscuridad!...
            El chico esperó un poco más la repetición del movimiento acuático, pero ante la distancia que establecía la figura del hombre alejándose, comenzó a correr en su dirección resignando su curiosidad y repitiéndose por dentro que él no se había equivocado, los círculos los hacen los pescaditos....

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            Mientras decidía cuál sería la mejor corbata para esa noche tan especial, miraba casi con desesperación la puerta del pequeño departamento aguardando la entrada de Adriana.
            Cada día le costaba más desempeñarse solo; se había vuelto tan dependiente de ella que, aunque le causara cierto placer, le desagradaba.
            Siempre fue un ser demasiado solitario, la vida no lo había tratado muy bien. Llevaba recorridos más de cincuenta años sin haber logrado trascender en la música, todo le costaba un gran esfuerzo. A la hora de acomodarse el fuelle sobre las rodillas, su talento natural de músico autodidacto lo elevaba a la categoría de genio entre sus pocos seguidores, pero al momento de colocarse profesionalmente, era un fracaso. Nunca supo venderse, toda su vida eligió el perfil bajo, le disgustaba el bombo innecesario, sostenía el criterio que el artista verdadero trasciende de cualquier forma y más de una vez, algún mediocre con el sólo ejercicio de la auto publicidad, le birló la posibilidad de ubicarse entre lo mejor del medio tanguero.
            Pero esta noche todo cambiaría y para siempre.
            Pudo más el amor de una mujer que los años de sinsabores, desaciertos y frustraciones en los cuales transcurrió su vida.
            Dos matrimonios fallidos le cicatrizaron el alma, creyó que nunca volvería a enamorarse, los fracasos le habían formado un callo en el corazón.
            Tarde o temprano alguien lo castigaba echándole en cara su poca disposición para la lucha, para mostrarse y conquistar espacios necesarios donde pudiera hablar su bandoneón. Pero,  el  problema era que primero tenía que hablar él y eso se le hacía imposible, lo ahogaba la sola intención de pedir un espacio en alguna orquesta, lograr que lo escucharan. Muchas veces se propuso la firme determinación de presentarse frente a Pugliese, o Fresedo, o Caló, pero llegado el momento todo se  desmoronaba, dentro suyo siempre se agigantaba alguna excusa que le entorpecía el camino decidido por sus sueños.
            Las luces neblinosas del tugurio donde rascaba noche a noche para morfar salteado, acompañando a cantores desconocidos que se brindaban desafinando, solamente por pisar un escenario, cobraron vida la noche que llegó Adriana. La conoció en un descanso de su trabajo en la mesa de unos amigos.       

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            -: ¡Esta sí, seguro que le gusta, siempre me dice que combine bien, la corbata azul con la camisa celeste queda perfecta!
            Se miraba al espejo y no podía creer que fuera él ese tipo preocupado por la pinta, pero la noche era especial como ninguna.
            Un año ya que vivían juntos, un año durante el cual los recuerdos del pasado no eran más que eso, malos recuerdos, las cosas le sonreían como nunca. Rara paradoja de la vida, cuando tuvo toda la fuerza de la juventud a su favor no supo como emplearla y ahora que los años se le amontonaban, se sentía un pendejo.
            Ya era hora, no podía esperar más, Pichuco era muy exigente en el horario.
Se arregló el pelo frente al espejo, tomó la “jaula” casi temblando y después de apagar la luz del bulín salió rumbo al Dante de la Boca, donde esa noche hacía su debut en la fila de bandoneones integrantes de la orquesta del Gordo.
            Decidió ir caminando -no estaba tan lejos- para calmar los nervios.
            Seguramente, Adriana se habría retrasado y lo esperaría directamente en el teatro. Justo ella se lo iba a perder, ella que fue la desencadenante de todo lo bueno que le estaba pasando, si hubiera sido por él, no se hubiera animado nunca, pero ella consiguió que el Gordo Troilo viniera una noche a escucharlo.
            -: ¡Te voy a hacer un pedido muy especial!, le dijo mientras se apretaba contra su cuerpo haciéndolo vibrar al influjo de su sangre joven.
            -: ¡Lo que quieras, pedime la vida si te parece, pero esta vida, la de ahora, la que te debo, la única que deseo vivir!
            -: ¡Esta noche cuando llegue el turno de "Quejas de bandoneón"! ¡Poné todo! ¡Todo lo que sentís por mí! Lo deseo de todo corazón. ¡Me vas a hacer muy feliz!

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            Dos meses ya de aquella noche y todavía temblaba al recordar la presencia del Gordo, nunca un bandoneón sonó tan ágil entre las paredes del tugurio, los botones se movían como si las manos de Adriana teclearan ayudándolo. Cuando finalizó se la dedicó al Gordo, entonces  éste se acercó al escenario y lo abrazó, lo abrazó de la única forma que sabía abrazar alguien al que le salía la ternura por los poros.
            Al día siguiente, aceptando la invitación de Pichuco comenzó a ensayar... y hoy, después de dos meses de trabajo duro, llegaba el debut frente a los “leones”.
            Cuando dio vuelta la esquina, vio a cuadra y media gran cantidad de público en la puerta del teatro Dante de la Boca, faltaba casi una hora para comenzar, pasó entre la gente sin que nadie lo reconociera, agachando la cabeza, casi con vergüenza, como si estuviera por cometer un delito. No había caso, nunca iba a poder vencer su timidez, menos mal que Adriana estaba en su vida, que si no....

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            El murmullo de la platea colmada hacia más nerviosa la espera, el recital terminaba con “Quejas de bandoneón” y el Gordo le había escrito una parte especial.
¡Qué  fe  que le tenía el Gordo! ; Se había encariñado con él.
            Ya era casi la hora y Adriana no llegaba. ¿Le habría ocurrido algo? Ella no se podía perder esto, le correspondía como cosa propia.
            Momentos antes de sentarse en la fila de bandoneones le pidió a uno de los asistentes que le averiguara si había llegado Adriana, éste salió como balazo con la intención de volver al instante para no perderse el inicio de la orquesta.
            Cuando recibió el sobre, presintió que le ponían en su mano una braza candente.     
            -: ¡La señorita Adriana no llegó, pero mandó esto para usted!
            Lo abrió temblando y sintiendo que se le paralizaba el corazón. ¿Qué le habría pasado, ella no era de mandar papelitos?
            Los compañeros lo tuvieron que sentar en la silla y acomodarle el bandoneón sobre las piernas al momento de levantarse el telón.
            A medida que los temas fueron pasando, el Gordo aprovechaba el delirio del público para mirar en dirección a sus músicos tratando de adivinar el por qué de la defección de un instrumento, pero por la posición no alcanzaba a ver un rostro desencajado que miraba con alucinación la hoja de papel que le acababa de quitar la vida.
            Respondía como un autómata y veía entre las lágrimas cada vez más intensas, la figura de la mujer amada hasta el delirio, que  había decidido  ponerle  punto final a un sueño maravilloso.
            Las lágrimas punzantes caían como estiletazos sobre el desconcertado bandoneón. Este no se sorprendió demasiado ya que no era la primera vez, pero nunca las había sentido tan candentes, tan estremecidas; tan agudas, más que lágrimas parecían puñales asesinos perforando los pliegues de cartón y badana del fuelle con total impunidad provocándole un dolor casi humano.
            De pronto, en ese mundo sin razón y sin sentido en que se le antojaba el escenario, creyó escuchar la entrada de "Quejas" y decidió hacer un supremo esfuerzo sacando a flote su parte como nunca, al fin de cuentas el “Gordo” no tenía ninguna culpa, no podía defraudarlo, había creído en él como ninguno.
            Se afirmó sobre su fuelle superando un dolor desmesurado y apretó los dedos desesperadamente como jamás lo había hecho... y el bandoneón no emitió nada más que un desagradable y destemplado bufido, el instrumento se negó total y absolutamente como si un rayo misterioso lo desinflara dejándolo exangüe de sonido musical. La orquesta le dio entrada nuevamente y una vez más el silencio respondió al movimiento de sus dedos, entonces el “Gordo” tomó a su cargo la parte y la cosa finalizó como si nada ante la algarabía de los fanáticos diletantes de Aníbal Troilo, Pichuco.

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            -. ¡Uy Dió, qué mama!, comentó alguien al ver pasar ese guiñapo que arrastraba un desvencijado bandoneón.
            Llegó tambaleando hasta la orilla del Riachuelo y al ver dos personas que se acercaban con las primeras luces del alba, se arrojó sin pensarlo, tratando que no lo vieran, intentando pasar inadvertido de la misma forma como había vivido.
            El bandoneón tardó un poco más en desaparecer, el agujero provocado por las lágrimas permitió que la fétida y venenosa agua del río llenara el espacio donde reinara el aire impulsor de la más hermosa música de un pueblo.
            Mientras se sumergía velozmente le pareció  que alguien se asomaba, quiso pedir socorro, pero no pudo, su último estertor fue un tardío lamento por haber vivido con bajo perfil, justo él... ¡El! ¡Que nació para llenar de música el alma de la gente…!

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