En los albores de la cristiandad, el dócil Caledonto, discípulo de San Columbano, gran santo de la verde Erín y maestro del sabio Eugnostos (al cual debemos, entre otras maravillas, De vita et misteriis Unicornis), se debatía en su fe entre el nuevo dogma y la antigua magia, que había aprendido de su otro gran maestro el druida Werdemin, quien, viendo la zozobra del buen discípulo, le propuso buscar al fabuloso unicornio en la lejana Ossibinia, hallazgo que, decía, le reafirmaría, de modo irrefutable, en los misterios arcanos, devolviendo, a la par, la paz de su espíritu.
Delicado, pero henchido por el fuego de la aventura, hermoso como un querubín, Caledonto inició con entusiasmo el largo viaje y, con grandes aventuras y peligros, atravesó la tierra de los tártaros, los búlgaros y los demonios, y al final llegó a los hielos de la hiperbórea, donde el gran Gunnar-Larfussson, rey de los vikingos, le cuidó como un hijo y le advirtió de los peligros y cosas innombrables que acechaban en los lugares más allá de la niebla, lo cual no disuadió a nuestro joven aventurero.
Tras largas peripecias llegó a las tierras de los orgullosos asinarios, magníficos jinetes, que sometían a los extranjeros por el modo de las felatrices. Con ello estuvo seis meses y, salvo los reiterados actos de sumisión, el trato no fue malo. Libre al fin, arribó al reino de los Aledones, de armaduras del color d e la luna, que lo sometieron, según su costumbre, a modus puerile, conviviendo con ellos dos largos años, haciéndose valer como sabio y augur, comprobando, a su vez, que en el modo de sumisión de la famosa infantería, el hábito sí podía hacer al monje.
Por último llegó a las tierras del rey negro Burrumbunga, un gigante capaz de matar a un toro de un puñetazo, cuyo ejército sojuzgaba a los pueblos vecinos. Embelesado por sus perfectas piernas blancas (poco vistas y muy apreciadas en esas latitudes), le hizo asiduo del tálamo real, y tras diez años consintió en dejarle partir, con el corazón destrozado y lágrimas abrasadoras en los ojos.
Una cosa hay cierta: tras su largo peregrinaje, el buen Caledonto ni llegó a Ossibinia ni halló al unicornio, con cuyo cuerno de plata tanto había soñado verlo lucir en su altar esotérico, pero la vida le recompensó con noches deliciosas en las que el coloso Burrumbunga aparecía con lo suyo, llenando sus sueños de placeres inenarrables.
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