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jueves, 29 de diciembre de 2011

DÍA DE REYES, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina

Allá por la década del ´40  en el pueblo Papá Noel era un completo desconocido y las vecinas no se empeñaban en decorar la casa en rojo y dorado. Las familias asistían a la Misa de Gallo con sus mejores ropas antes de la cena de Noche Buena. A la vuelta no había luces ni regalos pero sí un pesebre que armaban chicos y grandes con figuras de yeso, animalitos de madera, muñecos sin cabeza. Cualquier objeto pequeño servía para decorar el Nacimiento. En el centro iban la Virgen, San José y el Niño que Dolly y el Negro se peleaban por colocar. En torno de ellos, pastores y animales y un poco más allá, en un camino de papel madera festoneado por yerba o pasto seco iban llegando los Reyes, a los que los chicos corrían un pasito cada día para que  el 6 de enero estuviesen puntuales frente a la Sagrada Familia.
            Porque los magos de Oriente eran los verdaderos artífices de la alegría infantil. Ellos eran quienes traían los regalos para el piberío que dejaba los zapatos junto al agua y el pasto para los camellos. Ahí, envueltos en papeles de colores, estaban los juguetes que respondían a las cartas que los chicos mandaban puntualmente en la semana de Navidad.
            Pero la fiesta más grande y la que ningún chico quería perderse era la que organizaba el párroco en la plaza frente a la iglesia principal del pueblo. Después de la misa de Epifanía, en la tarde del 6 de enero los niños se agolpaban frente a un pino tamaño natural del cual colgaban montones de regalos fabulosos que el cura recolectaba durante todo el año después de laboriosas visitas a los comerciantes y los vecinos más influyentes del pueblo.
            Al Negro el rito de elegir un regalo de aquel árbol soñado se le antojaba el colmo de la felicidad. Corría la historia de que muchos años atrás un chico eligió un paquete dorado que contenía una guitarra criolla. Y otra más antigua aún de una nena que se quedó con un rifle de aire comprimido. Las maravillas estaban ahí, colgadas de las ramas altas o bajas. Bastaba con tener la prioridad para elegir.
            El problema era ser el primero y para eso el cura había ideado un sistema que premiaba a los chicos más cumplidores. Durante todo el año les daba personalmente un bono amarillo a los asistían a misa. Daba lo mismo que fuese un domingo o un día de la semana. A la salida estaba el párroco detectando a los niños presentes para entregarles el codiciado billete. En la Fiesta de Reyes era cuestión de sumar: el que tenía más bonos se ubicaba a la cabeza de la fila y era el primero  en seleccionar su regalo.
            Durante varios años el Negro se afanaba por cumplir con el precepto dominical. Incluso se animó a acompañar a Mamá Blanca a alguna misa entre semanas. Pero una angina rebelde, la modorra del domingo a la mañana o un viaje con la familia a Trenque Lauquen le impedían obtener la cantidad de billetes que lo colocase a la cabeza de la fila para elegir regalo.
            Hasta un día de octubre en el cual él y su amigo Carlitos esperaban a sus madres que habían ido a confesarse. Para pasar el tiempo decidieron jugar a la escondida cuando, en una de sus corridas por la sacristía mientras se escondía del otro, el Negro encontró una caja de cartón con decenas de talonarios de bonos amarillos. Entre el terror y la fascinación sólo atinó a manotear dos talonarios y esconderlos en los bolsillos.
            Aquel año la espera hasta el 6 de enero se le hizo interminable al Negro. Se esmeró en no faltar los domingos y dejarse ver una que otra vez entre semanas. Mientras tanto planeaba el uso que le iba a dar a la fortuna que había encontrado en bonos. Decidió que no iba a presentarlos todos ya que el cura podía darse cuenta de la trampa, pero sí que usaría los suficientes como para asegurarse el primer lugar a la hora de elegir el regalo de los magos de Oriente.
            Durante varios meses imaginó los regalos más fabulosos. Llegó a soñar que llegaba el día y recibía un saxofón como tocaban los genios del jazz, y una bicicleta roja con banderines en el manubrio. Otras veces un pequeño paquete al abrirse desplegaba objetos de enormes proporciones: un monopatín, un pony de verdad o los 17 tomos de una enciclopedia de ciencias.
            En la semana de Navidad el Negro ya tenía planeada la estrategia para ponerse a la cabeza de la fila de electores. Eligió unos pantalones y una remera con varios bolsillos y distribuyó en ellos los bonos en pilas de diez. Sólo tenía que esperar a que sus rivales dijesen cuantos billetes tenían para exhibir unos pocos más y ser el primero.
            No le contó a nadie su secreto. Temía que por envidia o falsa moral, alguno de sus amigos pudiese delatarlo. Así que acarició solo el sueño del triunfo hasta el día de Reyes. Después de la misa, se unió a los chicos que esperaban entusiasmados en la plaza, frente al árbol. Escuchó que el hijo de la directora tenía 48 bonos y la niña del sacristán exactamente 60. Mostró 65 entre el aplauso de sus amigos y el orgullo de Mamá Blanca. El párroco le palmeó el hombro y le estampó un beso en la frente. Después lo llevó de la mano hasta el árbol para que eligiese su regalo.
            Durante un buen rato el Negro recorrió el pino con la vista. Recorrió cada una de las ramas y evaluó el color del papel de regalo, el tamaño y la forma de cada bulto. Descartó algunos porque se le antojaron demasiado pequeños, y otros porque estaban envueltos en colo rosado y se le antojaban obsequios para niña. Se quedó con uno inmenso y cuadrado y lo desenvolvió frente a medio pleno que asistía a la ceremonia con expectativa y entusiasmo.
            Resultó un barrilete, un entretenimiento absurdo para un pueblo en el que el verano era un eterno calor sin una sola brisa. Intentó remontarlo varias veces, pero solo consiguió que la tela se ensuciase al rodar por la tierra. Para cuando llegó el invierno que trajo los meses de viento, su perrito se había comido la cola del barrilete y la tela estaba desprendida de las cañas. En el pueblo lamentaron que el chico más religioso no pudiese disfrutar de su justo premio. El Negro siempre creyó que su mala elección era un castigo que le había mandado el Niño Jesús, o quizás, alguno de los magos de Oriente, despechados por su mentira.

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