Para Vicente Battista y mis compañeros del
taller de la Biblioteca Nacional, con afecto.
Golpetea tanto dentro de mi cabeza, que finalmente logra despertarme. Ese tipito que tengo de inquilino, al que le presto el cuerpo, me exige sin dilaciones ir a tomar algo, que no puede dormir, que tiene que hablar conmigo.
Vamos a la cocina, yo me hago un té de jazmín, por la suavidad, tengo intención de volver a la cama pronto.
Él en su fantasía se toma un tequila del bueno, sin sal ni limón, respirando antes de cada sorbito, como mandan los sabedores. Y arranca:
--Quedé medio caliente la otra noche en el taller, un cuento que llevé, tan bien armado, me lo desguazaron completo.
--Desguazar, linda palabra, muy utilizada en la jerga marinera.
--Sí, y qué.
--Nada, me viene bien por la analogía, si querés escuchar lo que tengo que decir.
--Para eso estamos acá -dijo dejando su copita de mentira sobre la barra del bar de ficción-
--Armaste un cuento como si fuera una fragata, de esas que considerás bellísimas. Tres palos, mucho velamen, bordas altas y un precioso mascarón de proa, según vos.
-- Sí, y qué.
--Sigo, acordate, la equivalencia. La introducción del cuento: el mascarón explicativo, detallado…
--Sí, y apenas pasan el portalón, me lo serruchan.
--Vamos por partes. El primero que aborda es Vicente, que viene a ser el marino con más experiencia, ¿si?
--Si.
--Viene armando estos navíos hace rato largo, sabe, vive de eso, dale crédito.
--Bueno, seguí.
--El tipo va al puente y lo primero que vé es el mascarón que tanto te gusta y sentencia: -fuera con él-.
--¿Pero por qué?
--Porque desde donde él mira, esa figura dificulta la visión, puede hacer que el rumbo se pierda. La proa que hendirá la historia comienza más atrás.
Luego echa una ojeada al resto del texto, - las velas - considera que hay mucho adjetivo, que pesan demasiado y dictamina –fuera con tanto trapo- sólo dejar las velas sustantivas: un foque a proa , la mayor al centro y una mesana a popa; ya son de por sí bastante contundentes.
--Y yo que había conseguido unos grupitos de calificativos, armados de a tres, y verlos así arrastrados por el fango…
No puedo decir que río para mis adentros porque allí está él y se ofendería, pero carcajeo recordando algunas máximas ya conocidas: no cacofonías, no reiteraciones, no frases hechas – como esa-.
Procurando que logre entender algo y ya agobiado por mi cansancio digo:
--¿Pensaste en la quilla?
--¿La quilla? ¿Y eso en el cuento que vendría a ser?
--El balance viejito, el balance. Con tanta obra muerta y poca quilla se te tumba al primer vientito de morondanga que gire a sotavento.
--Ahora, vos, que parecés saber tanto, ¿me podés decir qué queda del cuento, que deja?
--El inigualable placer de navegar sobre esa construcción de palabras, cuanto mas livianas mas dóciles. Y si lográs decir algo, la estela, pichón, la estela.
--Y ahora basta, si querés quedate aquí, yo me voy a la cama, que mañana te tengo que llevar de nuevo al llerta.
El tipito accede y nos acostamos en la cama, junto a la hembra tibia, inspiradora de aquella que alborotó el entendimiento y la fantasía de varios el otro día. Ella cree que somos uno, nosotros hacemos lo posible por darle el gusto.
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