Muchos años después, frente a un pelotón de amigas confidentes, ella recordaría el día en que él le habló de su computadora. Fue en la Plaza Serrano, donde sus grupos coincidieron en plan de diversión. Entre maníes, cerveza bien tirada, pizza y sangría, sus miradas se cruzaron, iniciaron un diálogo que comenzó con una improbable frase de uno de los diálogos de El Padrino y horas más tarde confirmaron que estaban hechos el uno para el otro. Al despedirse, hacia el sur iba él; ella tenía rumbo Norte. El le extendió su tarjeta oficial y agregó un mail, con un dejo de orgullo, "Soy uno de los pocos que tiene correo electrónico en el trabajo", aseguró.
Menos de un año más tarde se casaron e instalaron en un dos ambientes alquilados, cientos de libros, igual cantidad de compactos y cassettes, y una precaria computadora que ocupó un lugar central en el minúsculo living. Entonces fue cuando él empezó a retacearle las noches. En vez del hueco tibio del lecho conyugal, él prefería pasar las madrugadas acariciando sus teclas, poblando de caracteres las tersas páginas blancas del procesador de textos.
Con los años, ella aprendió a compartir con la intrusa la hora del sueño de su hombre. Cada vez que él la elegía y la llevaba a la cama, ella sentía que había triunfado sobre aquel manojo de plástico y alambres. Pero las madrugadas que él velaba junto a la otra, la convertían en una fiera en celo.
Unos años más tarde él propuso poner banda ancha y allí la PC se convirtió en la llave de acceso a un mundo inconmensurable de placeres. Apenas un movimiento del mouse le permitía acceder no a una sino a tres casillas del correo. Estaba la del trabajo, una del proveedor de Internet y la personal. Además las redes lo mantenían en contacto con amigos de la infancia y perfectos desconocidos con los cuales compartía la pasión por la camiseta o un grupo musical. Con unos y otros, o, mejor dicho, con unos y otras llegaba en la madrugada el momento de las confidencias o el franco coqueteo en las sesiones de chat. El lo veía como un juego, ella como un mecanismo de evasión.
Un día él decidió canalizar sus ganas de crear en un blog de historias y fotografías y ella fue la primera convocada a colaborar en el proyecto. Durante semanas se solazó toda vez que él recorría con sus ojos moros las líneas que ella, torpemente había tipeado. Una sonrisa o la lágrima más pequeña representaban más que el Premio Nobel o un campeonato ganado por San Lorenzo de Almagro. Ese espacio mágico en la web los unía y creaba un refugio en el que los dos podían encontrarse y hasta ser amantes virtuales.
Pero volvieron los celos. Cada noche, él se resistía a acostarse sin saludar a sus contactos de redes o intercambiar algún concepto con los seguidores del blog. A menudo eran disquisiciones sobre narrativa o mercado editorial, arte o política. A ella se le antojaban excusas para abandonarla y contabilizaba toda vez que interactuaba con alguno de sus amigos virtuales y olvidaba preguntarle cómo estaba su sobrino enfermo o como había estado su día de trabajo.
En las madrugadas ella no podía conciliar el sueño. Imaginaba sus manos rozando las teclas, sus ojos morenos recorriendo arrobados, la pantalla y su mente ávida de conocer todo lo que aquella máquina podía darle. Jamás valieron sus súplicas ni sus ataques de celos. El volvía a la cama pero, al rato, estaba frente a la luz blanca de la pantalla. Y lo peor es que la intrusa no sólo tenía sus noches. A menudo tenía que llamarlo cientos de veces a almorzar porque le costaba dejarla. Más de una vez rechazó una salida para quedarse subyugado frente a la pantalla.
No tuvieron hijos. En su ceguera de celos ella pensó que su hombre prefería tenerlos con la computadora. Estaban su blog, sus perfiles en las redes sociales. Y alguno que otro video prolijamente editado y subido a Youtube. Eran las crías de una relación que la enfermaba y se le antojaba enfermiza.
Una mañana en la que se levantó maldormida tras una noche de discusión por la obsesión de él y los celos enfermizos de ella, encontró un mail en el que su esposo le pedía disculpas. También le confesaba amor eterno e incluía mil y un emoticones románticos. Lejos de conmoverse, ella entendió que la PC no sólo ocupaba un lugar central en su vida sino que además mediatizaría cualquier relación que él pudiese entablar. Jamás podría sacarla de sus días y sus noches.
Movida por un impulso irrefrenable rescató de la baulera la caja de herramientas y dedicó un buen rato a cortar todos los cables de la computadora hogareña. Un martillo y una pinza se convirtieron en el instrumental quirúrgico con el cual arrancó una a una las teclas de su rival. Al final, la emprendió con rabia contra el monitor hasta que sobre el escritorio quedó un manojo de plástico y alambre.
Después se llevó sus cosas y se fue para siempre. El no logró encontrarla. Ni siquiera usando Google.
Vaya venganza amorosa.
ResponderEliminarDaniel Alarcón Osorio
Guatemala
La maquinita es linda y atrapa, pero llegado a ese extremo, ya es un vicio. Merecía un escarmiento, aunque yo no me habría animado a destrozarla, más bien se la habría dejado trabajándose un "format C"...
EliminarLo contaste tan bien que me pusiste en contra del tipo... :) :) :)
Vi tus fotos de las nubes, ¡son preciosas!
Un esote enorme para toda la familia,
Eliza
Muchas gracias Daniel Alarcón Osorio y Elizabeth Oliver de Abalos por sus aportes y por seguir este espacio. En cuanto al tipo, les cuento que está basado en la vida real y el "tipo" fui yo (Carlos) en una lejana época de mi vida Jah!
ResponderEliminarSaludos cordiales a ambos
Eva y Carlos
Editores de "Todas las Artes"