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jueves, 22 de diciembre de 2011

MILAGRO DE NAVIDAD ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina

La casa de José eran unas pobres chapas. Chapas sin sentido una sobre otra, sólo dos ambientes. Lo que semejaba el comedor tenía una mesa destartalada, con siete escasos bancos. Y hacía las veces de cocina, de lavadero, de todo. Platos de lata y vasos de aluminio por todo menaje. En la otra pieza se apilaban colchones en mal estado, junto a un viejo Primus, una TV en la que nada se veía y goteras por doquier.
Al fondo pero cerquita un minúsculo cuartucho hacía las veces de letrina y de ducha de agua fría que en invierno amenazaba con llevarse lo pulmones lejos, con congelarlos, con cortar la respiración.
José vivía en la villa 21, ahí nomás cerquita de Barracas, sin embargo ese era terreno de nadie, no era ni Barracas ni era nada. A gatas el cura de la parroquia, que también se llamaba José, les daba algunos mendrugos, pero hacía días que nadie sabía nada de él, se comentaba que lo habían matado los narcos que dominaban como reyes de la noche todo el barrio. Hacía casi un mes que nadie veía al cura. Y que nadie comía.
La vida de José no había sido siempre así, para nada. Había conocido a la María hacía ya lejanos 10 años en su Tucumán natal, y él había sido desde empleado de tienda, changarín, albañil, jornalero en la caña por temporada, y hasta tuvo su propio negocio. En el 2001 la crisis se lo llevó todo, cuentas sin pagar, ya con dos hijos a cuestas hicieron la cuesta, armaron bultos y se subieron al Estrella del Norte hacia Buenos Aires, en búsqueda de un mejor destino, de un futuro, de algo que les diese esperanzas al menos.
En la ciudad pulpo recalaron en pensión de mala muerte y José pudo parar la olla un tiempo trabajando como plomero en una empresa que de un día para el otro desapareció dejando jornales sin pagar y ojos llenos de lágrimas. Los ahorros se fueron esfumando y las cuentas se apilaban, y los de la pensión le dieron un ultimátum. Al otro día con más bultos y más hijos emprendieron la retirada y se instalaron debajo de la autopista hasta que un día vino Raúl, el empleado de la carnicería para decirles que había un lindo terrenito donde podían hacerse algo. No mucho, algo con lo que subsistir. Y hacia allá partieron nuevamente, con otras esperanzas, menos fuertes, menos gordas, pero esperanzas al fin.
En la villa, en el pedazo que les dejó el patrón de la cuadra se armaron el rancho. Un ranchito miserable pero digno, vaya paradoja. Con paredes de aglomerado y techos de acanalado. José pudo, ya francamente entre vino y vino, conseguir algunos trabajos por jornal. No demasiado, pero lo suficiente para que ya sus cinco hijos no pasaran pesares. Eso más los almuerzos y las meriendas en el colegio hacían algo. A la noche, colgados de la luz de alguien se sentaban con miradas tristes y panzas flacas alrededor de la mesa familiar. La María hizo la calle por unos meses hasta que se encontró con un chulo que le tajeó la cara y no hubo forma de hacerla salir nunca más. Los más chiquitos andaban con una sospechosa bolsa de papel madera entre las manos que José adivinaba era pegamento, mientras los dos más grandes cuando no iban al colegio, que era las menos de las veces, hacían malabares en los semáforos y rateaban monedas en Once.
Esa noche de Navidad los sorprendió a todos reunidos en la mesa familiar. José había tenido una buena racha de dos días haciendo la pintura de tres departamentos y hasta el lujo de un pan dulce se dio. Los más grandes habían salido de arrebato y dos estéreos eran un lechoncito que se asaba en el patio, junto a las letrinas. Dieron las doce, y todos levantaron sus copas con lágrimas en los ojos, con pobre Sidra Real en sus copas de hojalata. Eran pobres pero estaban juntos, eran de una pobreza inaudita pero eran una familia, estaban felices, brindaban por la Navidad.
En eso vieron un resplandor grandioso que los dejó helados y por la puerta entró una señora con el manto impecablemente blanco, rodeada de coronas de fuego por doquier. Uno a uno los fue tocando en la cabeza y ellos se iban elevando en el aire, como por arte de magia, primero La María, luego el Julián, y así todos, Facundo, Ana, Esteban, la pequeña Mirtita y finalmente lo tocó a José en la cabeza. Y así, elevándose imperceptible pero lentamente vieron como su casa se tornada un pañuelo de papel. Vieron cosas hermosas que jamás en su vida pensaba que verían. Y en una bella mesa, con un mantel de nieve, había comida hasta hartarse… y allí estaban todos los vecinos, de este barrio y del lejano Tucumán. Incluso José creyó reconocer a su padre y a su madre perdidos hace ya muchos años, y a Doña Luisa, su abuela que lo había criado, y tantos otros...
Comieron hasta hartarse, bebían vino delicioso, de ese que toman los ricos, supieron lo que eran los platos que habían codiciado toda la vida, se subieron a autos que jamás imaginarían en su vida estarían, el José ni manejar sabía pero andaba rampante por una autopista lustrosa y dorada, la María tenía un vestido de seda rosa y estaba radiante como jamás la había visto. Y estaban todos limpios, todos impecables, bañados, con ropas maravillosamente bellas…. Y así se fue pasando la noche, los López esa noche fueron la familia más feliz de la tierra, cada tanto la Señora extraña esa los miraba y sonreía, y ellos bailaban con Rodrigo, y tomaban hasta hartarse pero no se embragaban, y todos y cada uno de ellos pensaron que esa era la navidad más feliz de sus vidas, que jamás olvidarían.
……………………………..
El parte policial habló de un tremendo incendio desatado cerca de las 12 y media de la noche en la Villa 21, los bomberos dijeron que había sido fruto de un cortocircuito provocado por una conexión clandestina en mal estado. Las lenguas de fuego aparecieron de repente y no le dieron tiempo a la familia que estaba adentro para atinar a hacer nada. Un incendio más y en plena nochebuena pensó el Comisario Gerárdez, la puta madre, y tuve que salir corriendo de casa para poner la trompa frente a esos periodistas de mierda.
Cuando me iba de allí vi a dos policías conversando animadamente y uno se decía al otro fantástico, increíble y esas cosas. Me acerqué a uno de ellos y como no queriendo molestar les pregunté qué les había llamado tanto la atención. En un principio no me dieron bola hasta que creo un Principal se apiadó de mí y como para sacarme de encima me lo dijo:
-                            “¿Sabe qué pasa amigo? Jamás, pero jamás en nuestra vida vimos 7 cuerpos tan pero tan carbonizados, la verdad estaban irreconocibles. Obvio que no vamos a llamar a nadie para que los reconozcan, porque estos villeros no tienen quien los llore, pero ¿sabe que nos llamó mucho la atención?”
-                            “¿Qué?”, les pregunté yo francamente intrigado por la confesión inminente.
-                            “Que todos, pero absolutamente todos, hasta la más chiquita que tendría dos o tres años, estaban con una sonrisa de oreja a oreja. Parecía que habían visto al mismísimo Jesucristo. Y les pregunto a los forenses y no saben qué mierda decirme. Yo pienso que estaban todos locos o drogados, vea”
Me quedé pensando quedamente. Y mientras me iba caminando rumbo al móvil meditaba para mis adentros y me daba cuenta que una cosa tan pelotuda no daba para ampliar la nota. La nota sería “Familia arrasada por incendio en plena nochebuena” o algo así. Qué mierda les iba a poner yo de las sonrisas, no, no podía ser. En periodismo hay que cuidarse mucho de hacer el ridículo. Eso se los dejaba a los de Crónica TV.
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Eran ya las 5 de la mañana, y para los López la fiesta no tenía fin, ni la tendría. Gracias a Dios, Dios opera de formas misteriosas, se dijo José mientras levantaba su copa repleta de un vino, un néctar que jamás en su vida pensó que probaría. Y fue feliz, inmensamente feliz.

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